Arrivederci, amor (En Roma 1)

Susana Rubio

Fragmento

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1

ADRIANO

Aquel año estaba siendo especialmente fresco, pero aun así las ventanas del apartamento que compartía con Leonardo estaban abiertas de par en par. Agradecía aquella corriente que recorría el piso entero, aunque quedaba expuesto a todas las miradas de los vecinos, cuyos edificios estaban a poco más de tres metros.

Sí, unas vistas impresionantes para estar viviendo en Roma.

—¡¡¡Adriano!!!

Me volví para ver a mis dos vecinas, que me saludaban desde su balcón. Les hice un gesto con la mano y les dediqué una de mis mejores sonrisas.

Eran Bianca y Carina. Montaban unas fiestas brutales en ese piso de setenta metros cuadrados. Creo recordar que en la última, hacía ya un par de semanas, acabé enrollándome con Bianca. Aquella noche la tengo algo borrosa en mi mente porque a mi padre le dio por llamarme y se me fue la mano con el alcohol. Por suerte estaba de vacaciones, porque aquella resaca me duró un par de días largos.

La noche anterior me había enrollado de nuevo con Fabrizia y lo achaqué a que estaba de bajón porque las vacaciones llegaban a su fin. La verdad era que se me había ido la cabeza y que me había venido arriba cuando empezamos a bailar restregando nuestros cuerpos en el pub de moda.

Fabrizia y yo nos habíamos acostado juntos en varias ocasiones durante los últimos meses hasta que ella se plantó y me dijo con su delicioso acento italiano que quería dar un paso más. Yo me acordé de la canción de «un pasito pa’lante y un pasito pa’trás»... el mío fue el segundo, por supuesto.

No, no me toméis por un cabrón insensible y con pocas ganas de sentar la cabeza (bueno, lo segundo quizá un poco), pero es que tengo veintiséis años y soy un crío aún (eso dice mi santa madre). ¿Cómo iba a liarme la manta a la cabeza con Fabrizia? Vale que ella tiene treinta y dos años y tal vez está en otra etapa de la vida, pero yo todavía estoy verde y lo de tener pareja formal no entra en mis planes. Bueno, realmente nunca ha entrado en ninguno de mis planes.

—¿Qué planes?

—Leonardo, no me comas el coco. Ya me entiendes.

Leonardo es mi compañero de piso, estudiamos juntos los seis años de arquitectura y después el jodido máster que duró un año eterno. Actualmente es uno de mis mejores amigos, a pesar de que es un italiano muy entrometido ¿Por qué? Todo lo pregunta, todo lo razona, a todo le busca la lógica.

—No mucho, la verdad. ¿Si habíais roto por qué os habéis enrollado otra vez?

—Deberías haber estudiado filosofía, no arquitectura.

Compartíamos el piso de una de sus miles de tías, concretamente el tercero de un edificio de cuatro pisos. En aquella vivienda del centro, a Leonardo le sobraban un par de habitaciones y además odiaba estar solo, así que a mí me fue de perlas porque me cobraba poquísimo por aquella ganga. El inmueble era una pasada, aunque la fachada auguraba un habitáculo lleno de ratas, pero eso es algo común en Roma.

Las fachadas de muchos edificios parecen a punto de caerse, pero después encuentras unos pisos enormes renovados y con una estructura arquitectónica alucinante. Ese era uno de los motivos por los que me apasionaba vivir allí. Nada como aquella ciudad para aprender de algunos de los monumentos más brillantes del mundo. El otro motivo era mucho más práctico: mis padres se habían separado y mi madre se había trasladado a Roma cuando yo tenía diecisiete años. Dejé atrás mi vida en España, pero no tuve opción.

—Tú di lo que quieras, pero liarte con ella de nuevo solo te traerá problemas.

Lo miré fijamente porque en todos aquellos años que llevábamos juntos había aprendido muchas cosas de Leonardo y una de ellas era que solía tener razón en el noventa y nueve por ciento de los casos. En la intimidad lo llamaba «puto Poirot» y él se descojonaba conmigo porque Leonardo ni es gordito ni lleva bigote. Es un tipo alto, delgado y con la cara despejada que muestra unos ojos rasgados de un negro brillante y una nariz más bien ancha en comparación con su boca pequeña. Pensándolo bien, no nos parecemos en nada porque mis ojos son marrones, mi nariz es recta y mis labios más bien gruesos. Él es mucho más alto que yo, aunque yo tengo más espalda, sobre todo en lo referente a nuestros problemas con las chicas.

—Solo ha sido una vez y ya está.

—Tenere gli occhi aperti.

—Joder, Leonardo, ya tengo los ojos bien abiertos.

Leonardo hablaba el español casi a la perfección porque su padre era de Valladolid y tanto él como su hermana mayor habían aprendido el idioma desde pequeños. Yo hablaba perfectamente en italiano, siempre se me habían dado bien los idiomas, pero prefería hablar con mi amigo en mi lengua natal.

—Ha sido un fallo técnico, ¿de acuerdo? Puedes quedarte tranquilo —le dije con cierta condescendencia.

Leonardo siempre andaba preocupado y le costaba dejarse llevar. No entendía muchas cosas de las que yo hacía y en más de una ocasión su interrogatorio era peor que el de mi propia madre. Al principio pensaba que me vacilaba: ¿en serio me preguntas por qué bebo alcohol? ¿En serio no bailas nunca a lo loco? ¿En serio no has empalmado alguna vez una noche de juerga con una comida familiar?

Al principio me dio la impresión de que no teníamos nada en común porque Leonardo es lo más tranquilo que te puedas echar a la cara, pero con el tiempo conectamos sin problemas porque ambos teníamos dos cosas muy claras: nos respetábamos por encima de todo y nuestra prioridad era aquello relacionado con el mundo de la arquitectura. Eso supuso que durante los primeros meses Leonardo me enseñara Roma de cabo a rabo... no se dejó ni una esquina por mostrarme ni una coma en sus explicaciones. Era el mejor guía que había conocido en mi vida, una enciclopedia con patas que disfrutaba de todo lo que veía. Y yo con él.

—Además, ella sabe lo que hay, y si hace falta, no saldré.

Coincidía con Fabrizia porque salíamos con los mismos amigos, entre ellos Leonardo.

—¿No saldrás? —lo preguntó con una risotada.

—Deja de reírte de mí.

—Oye, cambiando de tema. ¿Irás mañana en yate con tu madre? —preguntó, esta vez más serio.

Solté un bufido antes de contestar. A mi madre le encantaba navegar en yate, pero a mí no me apasionaba del mismo modo. De vez en cuando iba con ella para hacerla feliz, pero no iba a pasar mi último día de vacaciones allí subido.

—Le dije a mi madre que no, que en el mar no hay monumentos y que tomar champán y canapés junto a sus amigos no es lo mío.

—Genial, pues nos vamos a ver la Capilla Sixtina, ¿qué me dices? ¿Puedes tirar de amigos?

Sonreí porque para Leonardo aquellos eran los mejores planes que podíamos hacer. Mi madre tenía un buen amigo en la entrada y me era sencillo entrar sin problemas. En una ocasión nos pasamos en la Capilla Sixtina más de una hora admirando su bóveda: analizamos las nueve escenas del Génesis, una por una. Leonardo y yo compartíamos la misma pasión y nos retroalimentábamos con esas charlas, aprendíamos el uno del otro. Cualquiera de los dos lanzaba una pregunta al aire y seguidamente perdíamos la noción del tiempo intentando encontrar la respuesta.

—Pero después nos vamos a tomar unas cerve

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