A dos metros de ti

Rachael Lippincott

Fragmento

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Repaso con el dedo el contorno del dibujo de mi hermana: son unos pulmones hechos con flores. Los pétalos se salen de los bordes de los óvalos gemelos y los hay de color rosa pálido, blanco intenso, incluso azul purpúreo, pero de algún modo todos tienen una singularidad y vibran como si se hubieran abierto para siempre. Algunas flores no han brotado todavía, y mi dedo nota la promesa de la vida que está a punto de desplegarse a partir de los pequeños capullos. Esas son las que más me gustan.

A menudo me pregunto cómo sería tener unos pulmones tan sanos. Tan vivos. Respiro hondo y noto que el aire lucha por entrar y salir de mi cuerpo.

Aparto la mano del último pétalo de la última flor, deslizo los dedos sobre el fondo de estrellas, y cada puntito de luz dibujado por Abby es un intento distinto de captar el infinito. Me aclaro la garganta, retiro la mano y me inclino para recoger de la cama una foto donde se nos ve a las dos. Sendas sonrisas idénticas asoman tras las bufandas gruesas de lana, mientras las luces de Navidad del parque parpadean sobre nuestras cabezas como las estrellas del dibujo.

Fue un momento mágico. El brillo tenue de las farolas del parque, la nieve blanca que colgaba de las ramas de los árboles, la tranquila quietud general. El año pasado casi nos congelamos el culo para hacernos esa foto, pero ya era una tradición. Abby y yo, juntas, desafiando el frío para ir a ver las luces de Navidad.

Esta foto siempre hace que recuerde esa sensación. La de salir con mi hermana en busca de aventuras, las dos solas, y teniendo el mundo ante nosotras como un libro abierto.

Con una chincheta, cuelgo la foto junto al dibujo y luego me siento en la cama. Cojo la libreta de notas y un lápiz de la mesilla de noche, y mis ojos repasan la larga lista de asuntos pendientes que he escrito esta mañana, cuya primera entrada, convenientemente tachada, es la número 1: «Escribir una lista de asuntos pendientes». La última es la número 22: «Reflexionar sobre si hay vida después de la muerte».

Es posible que este número 22 sea demasiado ambicioso para un viernes por la tarde, pero de momento ya puedo tachar el asunto número 17: «Decorar las paredes». He dedicado la mayor parte de la jornada a hacer mía esta habitación, antes desnuda y cuyas paredes ahora están llenas de dibujos de Abby, los que ha ido regalándome a lo largo de los años, pedazos de color y vida que estallan desde las paredes blancas de clínica, cada uno de ellos fruto de un viaje distinto al hospital.

En uno de los dibujos, en que aparezco con una vía de goteo intravenoso en el brazo, de la bolsa salen mariposas de distintas formas, colores y tamaños. En otro llevo un catéter en la nariz, y el cable retorcido dibuja un signo de infinito. En el siguiente, estoy usando el nebulizador, y el vapor que expele forma un halo nebuloso. Y por último, el más delicado de todos: un tornado de estrellas difuminado que dibujó la primera vez que vine.

No es tan refinado como sus obras posteriores, pero por alguna razón eso hace que me guste todavía más.

Y justo debajo de toda esta explosión de vitalidad se encuentra... mi profuso equipamiento médico, que descansa junto a la horrorosa silla verde y de cuero falso que decora todas y cada una de las habitaciones del Hospital de Saint Grace. Observo con aprensión el soporte vacío de la vía intravenosa, sabedora de que la primera de las muchas tandas de antibióticos que me esperan este mes llegará justo dentro de una hora y nueve minutos. Soy una chica con suerte.

—¡Es aquí! —exclama una voz fuera de la habitación. Alzo la vista en el momento en que la puerta se abre lentamente y dos rostros familiares asoman por la pequeña rendija. Camila y Mya me han visitado un millón de veces en la última década, pero siguen siendo incapaces de ir del vestíbulo del hospital a mi habitación sin pedir indicaciones a cada persona con que se topen por el camino.

—Se equivocan de habitación —bromeo, y sonrío al ver la expresión de puro alivio que se apodera de ellas.

Mya se echa a reír, y empuja la puerta hasta abrirla del todo.

—No me extrañaría. Este sitio sigue siendo un puñetero laberinto.

—¿Estáis ilusionadas? —pregunto, saltando de la cama para abrazarlas.

Camila se separa un poco para mirarme, hace una mueca y ondea su melena castaño oscuro.

—Será el segundo viaje seguido que hacemos sin ti.

Así es. No es la primera vez que la fibrosis quística me impide participar en una excursión, unas vacaciones al sol o un acontecimiento escolar. Alrededor del setenta por ciento del tiempo, vivo con bastante normalidad. Voy a la escuela, salgo con Camila y Mya, trabajo en mi aplicación. La única diferencia es que mis pulmones no funcionan bien. El treinta por ciento restante, en cambio, la FQ controla mi vida. Cada vez que me veo obligada a volver al hospital para una puesta a punto, me pierdo cosas como una excursión al museo o, en este caso, el viaje de último curso a Cabo San Lucas.

Esta puesta a punto en concreto se debe al hecho de que necesito antibióticos para deshacerme de un dolor de garganta y una fiebre que se niegan a desaparecer.

Eso, y que mi función pulmonar se está desplomando.

Mya se tumba en la cama y suspira teatralmente.

—Solo son dos semanas. ¿Seguro que no puedes venir? ¡Es el viaje de último curso, Stella!

—Seguro —digo con firmeza, y ellas saben que hablo en serio. Somos amigas desde secundaria, y ya han aprendido que, cuando se trata de hacer planes, la FQ tiene la última palabra.

No es que no quiera ir. Es que, literalmente, se trata de un asunto de vida o muerte. No puedo ir a Cabo San Lucas, ni a ningún otro lugar, corro el riesgo de no regresar. No puedo hacer eso a mis padres. Ahora no.

—Pero ¡este año has sido jefa del comité de planificación! ¿No puedes pedir que retrasen el tratamiento? No queremos que te quedes aquí metida —dice Camila, señalando con un gesto la habitación de hospital que he decorado con tanto esmero.

Niego con la cabeza.

—¡Todavía nos quedan las vacaciones de primavera! ¡Y no me pierdo un «fin de semana de chicas» de primavera desde que íbamos a octavo, cuando pillé aquel resfriado!

Sonrío con optimismo y miro alternativamente a Camila y a Mya. Ninguna me devuelve la sonrisa, sino que optan por seguir haciendo que me sienta como si hubiera asesinado a sus mascotas.

Veo que ambas llevan las bolsas de trajes de baño que les he pedido que trajeran y, en un intento desesperado por cambiar de tema, le quito la suya a Camila.

—¡Viva, opciones de traje! ¡Tenemos que elegir los mejores!

Ya que no voy a tostarme al cálido sol de Cabo con un traje de baño de mi elección, al menos lo viviré de manera indirecta a través de mis amigas ayudando a elegir los suyos.

Esto las anima un poco. Vaciamos con ilusión las bolsas sobre la cama, creando un popurrí de motivos florales, lunares y fluorescentes.

Observo el montón de trajes de baño de Camila, y separo uno que queda a medio camino entre unas bragas de biquini y una única pieza de hilo, que sin duda ha heredado de su hermana mayor, Megan.

Se lo lanzo.

—Este. Es muy propio de ti.

Se le

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