Lucía sin sonrisa

Ariadna Espino

Fragmento

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Capítulo 1. Silencio recién caído

Valentina siempre recordaría aquellos exámenes por la forma casi sigilosa en la que había empezado a nevar.

El aula magistral estaba como sumergida en un silencio adormecido y denso; olía a café, a sábanas aún calientes. Todo parecía tan blanco. Las paredes, los pupitres grisáceos en gradas, las altas ventanas, que no mostraban nada de las calles, solo un cielo de enero que parecía más bien niebla. Todo el mundo encorvado sobre su hoja de preguntas. De vez en cuando se oía algún bostezo, el repiqueteo de plástico de un bolígrafo sobre la mesa, el sonido de los folios al girarlos. Habían puesto la calefacción en el campus, pero el aula era grande y hacía frío.

Valentina había levantado la barbilla para mirar la luna pálida del reloj, ajustándose las delicadas gafas doradas sobre el puente de la nariz. Aún le quedaba tiempo para contestar a la segunda mitad del examen y pasar las respuestas a la hoja del test.

Al volver la cara hacia los ventanales vio los copos, esponjosos como plumas. No olía a lluvia, ni a humedad, pero nevaba mucho, despacio.

Era su segundo año de universidad, y aún pensaba en la nieve como en el instituto: susurros apresurados en clase y exclamaciones ahogadas (¡está nevando!), y el profesor de turno pidiendo silencio. La esperanza vana de que cuajara.

Miró a sus compañeros, la cabeza hundida entre los hombros, las manos restregándose contra los ojos. Los suspiros. Ninguno se había vuelto hacia las ventanas. La nieve caía, espesa, y no había nadie para mirarla, solo ella. Se parecía a ver la televisión en unos grandes almacenes, alta definición, grandes pantallas sin sonido. Como un hechizo, todo lo demás parecía hundirse en el silencio. Como escuchar bajo el agua.

No sabía cuánto tiempo había estado con la cara levantada hacia los cristales, pero se sobresaltó al sentir una gota caliente y mojada que se precipitaba mejilla abajo, como una bobina de hilo que cae deshaciéndose. La detuvo con los dedos, apresuradamente. El camino que había dejado en su piel se había vuelto frío en un instante. Le pareció que era lo único de sí misma que sabía de verdad que estaba nevando.

*

—Podría mirarte el pelo para siempre —admitió Halima.

Su mirada se encontró con la de Valentina en el espejo.

—Eso no ha sonado siniestro. Para nada.

—Me alegro, me alegro. Me preocupaba que, viniendo de tu ex, pudiera sonar raro.

Las dos se echaron a reír.

—¿Pero tú lo has visto? —insistió Halima. Le señaló la coronilla—: Es largo y ondulado. Y encima es castaño, sigue castaño, y de pronto sin que te des cuenta… ¡Bum! Es rosa. Rosa bonito, además.

Le había cogido un mechón por las puntas y lo sostenía en alto como prueba de sus palabras.

—Jo, gracias —susurró Valentina, las manos recogidas bajo la barbilla.

—¿Qué quieres decir con eso de rosa bonito? —intervino Laura, frunciendo el ceño. Acababa de salir de uno de los cubículos del baño y se puso jabón en las manos antes de meterlas bajo el grifo—. O sea, como si existiera un rosa feo, no sé.

—El de tu barra de labios —contestó Halima, mientras las otras dos se miraban con las cejas arqueadas y rompían a reír—. ¿Qué? Es verdad. El rosa cuando es bonito es… mágico. Es especial, es como un embrujo. Si existiera la magia sería rosa. Rosa bonito, claro. Roja como mucho.

—A mí me gusta tu pintalabios. Te queda muy bien —aseguró Valentina.

—Te quiero —le contestó Laura. A continuación se volvió hacia Halima levantando el dedo índice—. En primer lugar: au. Mi maquillaje no te ha hecho nada. Para un día que me da por pintarme… En segundo lugar, estás loca. La magia es morada. Lo sabe todo el mundo, no sé.

Valentina volvió a reír y apartó la mano de su boca.

—Ay, chicas. Si seguimos así no voy a poder terminar de retocarme los labios —les advirtió blandiendo hacia ellas un gloss muy pálido—. Pero para que conste: ni rosa ni morada. Turquesa.

Laura y Halima protestaron ruidosamente mientras ella terminaba de pintarse. Al final Halima comentó, señalando al gloss:

—Mira, ese es otro rosa bonito.

—Ya, claro. —Laura puso los ojos en blanco—. No tiene nada que ver con que sea del mismo tono que tu velo.

—Me ofendes. Ni me había fijado.

Laura se llevó el dedo índice a la barbilla y se dio unos golpecitos con la vista vuelta al techo, fingiendo reflexionar.

—Hay que admitir que no eres la persona más observadora que he conocido.

—Venga ya. Dime que no vas a reírte otra vez de lo mismo. Finge al menos tener un poco de creatividad —le espetó Halima levantando las manos y abriendo desmesuradamente los ojos. Luego los entrecerró y añadió—: Y la próxima vez que vayas a comprarte una barra de labios, finge un poco menos.

—Es que no lo entiendo —se rio Laura—. ¿Cómo pudiste salir con Valentina pensando que era un chico? Todos sabíamos que era una chica. Desde, no sé, primero de Primaria.

—¡Yo no estaba en primero de Primaria! Te recuerdo que llegué en la ESO, y el tutor aún usaba su deadname…

—Aj, cierto. Capullo.

—… ¡Y mi prima no dejaba de meterse conmigo porque nunca había tenido novio y…! Ni que no conocieras a Rocío —se quejó Halima, cruzándose de brazos.

—Ja, ojalá. Todas conocemos a Rocío.

Mientras las dos discutían, Valentina había sacado el móvil del bolso. En lo que iba de mañana había recibido dos postales vía app: una de flores, desde Francia, y otra de conejitos, desde Corea del Sur. Sonrió. Tendría que contestar después.

—¿Sigues enganchada al StarMail? —preguntó Laura, asomándose por encima de su hombro.

—¡Ah, sí! —Valentina asintió, mordiéndose el labio—. Aunque no me da tiempo a responder a tantos como me gustaría…

—¿Qué es StarMail? —Halima abrió la puerta de los baños dejándose caer sobre ella, y la sostuvo hasta que las otras dos chicas pasaron—. ¿Lo de enviar postales a gente anónima?

Valentina asintió.

—Yo sigo sin verle la gracia —admitió Laura. Caminaba por el pasillo un poco por delante de las demás, de espaldas, las manos metidas en los bolsillos del abrigo.

—Oh, bueno. A mí me gusta mucho. Me hace sentir cerca de un montón de gente a la que no tengo la oportunidad de conocer… Y además me mandan fotos. De perritos a veces.

Halima apuntó con el dedo a Laura.

—¡Pero si tú estás siempre viciada al Animal Crossing, que es básicamente lo mismo!

—¡Eh, no me juzgues! Y, además, ¿qué dices? ¡El Animal Crossing…! ¡Uff!

Laura había chocado con una chica que se encontraba parada en mitad del pasillo, mirando un tablón de actividades, y la había tirado al suelo, junto con todas sus cosas. Una carpeta negra y una bolsa de tela cuyo contenido se había desparramado por los baldosines: libros, papeles, lápices con estrellas y varios frasquitos de cristal llenos de líquido y plantas que rodaron tintineando.

—Ostras. Casi me matas del susto —le espetó Laura, agarrándose el pecho con una mano.

—Eres tú la que la has tirado al suelo —le recordó Halima—. ¿Cómo puedes tener tanto morro

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