Las siete vidas de Léo Belami

Nataël Trapp

Fragmento

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Voy a morir dentro de una hora.

Es casi medianoche y he hecho todo lo que he podido, todo, para no encontrarme aquí, en este lugar, a esta hora. Y tal como veo las aguas oscuras que se agitan ante mí, o el viento que balancea dulcemente las copas de los pinos, o las constelaciones brillantes en el cielo límpido, he de reconocer que he fracasado.

Más lejos, hacia la ciudad, sigo oyendo el rumor de la música. La fiesta de fin de curso del instituto está en su punto álgido. Imagino a mis compañeros, los veo bailar y reír, y abrazarse... El ruido de su alegría llega hasta mí en oleadas amargas y sordas. No tienen conciencia de la tragedia que va a suceder a unos cientos de metros de donde se encuentran.

El rugido de un motor desgarra la noche desde la carretera y doy un respingo. ¿Cuántos minutos faltan todavía? ¿Cuántos segundos antes del momento fatídico?

Una bruma finísima flota sobre el lago. Como si una parte del agua quisiera evaporarse, pero se viera atrapada por las profundidades glaciales. Todo está tranquilo, aparte del leve chasquido de la superficie contra el pontón. Un poquito más y casi sería una noche bella: la noche de verano perfecta, cuajada de estrellas, salida de un sueño.

Escucho con atención.

En algún momento percibiré un temblor entre las ramas, unos pasos procedentes de los grandes pinos, algo que me indicará que no estoy solo.

La muerte tiene un olor. Es un olor vegetal y mineral: una mezcla de boj y de granito. Un olor que baja hacia los pulmones como una piedra cae al fondo de un pozo. En mi impotencia, decido sentarme. Sé que ya nada podrá cambiar el curso de los acontecimientos. Visualizo el sendero que corre a través del bosque hasta el aparcamiento. Sin duda es allí donde ha aparcado mi asesino. Lo imagino a la espera del momento propicio. Lo imagino saliendo del coche. Lo imagino abriéndose paso por entre las plantas.

El ramaje bajo de los pinos se agita de pronto. El rumor de un roce se difunde en el aire glacial que me rodea. Unos pasos avanzan y resuenan en la oscuridad. Ha llegado el momento.

Miro el reloj en mi muñeca: es un reloj rosa y ridículo, un reloj de chica. Lleno de rabia, incapaz de revolverme, siento ganas de llorar. Las doce menos un minuto.

Voy a morir.

Y lo peor de todo es que no será la primera vez.

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Sábado

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1

No somos libres, qué va.

Cuando la alarma del iPhone suena en la habitación, abro primero un ojo con todo el dolor y luego suelto un suspiro de cansancio.

Son las siete y media y las cifras luminosas parpadean en el móvil que había dejado en el suelo. Unas campanadas acompañan el conjunto. Tiendo la mano y deslizo el dedo sobre la pantalla. Un gesto mecánico.

Para la mayor parte de la gente de mi edad, el sábado por la mañana es sinónimo de dormir hasta tarde. No es mi caso. Fuera, un pájaro echa a volar con un silbido irritado. A ese creo que también le habría gustado dormir un poco más.

Echo a un lado las sábanas y me abro paso entre el campo de batalla de mi habitación, convertida en algo semejante a un alegre caos, con boles de cereales semivacíos apilados sobre mi escritorio, pares de calcetines depositados con cuidado en los lugares más inverosímiles y toneladas de cómics de manga lanzados aquí y allá, sobre el parqué. El ordenador se ha quedado encendido toda la noche y escupe en sordina las notas de una canción de Vampire Weekend, This Life. En la pared, el viejo póster de Rocky III, comprado en un mercadillo vintage, me devuelve una mirada de acero. «El ojo del tigre», dice el cartel. En lo que a mí concierne, a esta hora, sería más bien el ojo del lirón. Pero como título de una película no sería tan bueno, supongo.

—Pero ¿por qué te castigas así? —me preguntó Areski cuando le dije que había decidido hacer deporte todos los sábados por la mañana.

Para él se trataba del choque frontal perfecto entre dos conceptos totalmente incompatibles: 1) el deporte y 2) el sábado por la mañana.

—El sábado por la mañana no existe. El sábado empieza a mediodía. Eso es algo que está en el principio mismo de los sábados.

Me desprendo de la parte inferior del pijama y salgo de la habitación, con el iPhone en la mano. En la puerta del cuarto tengo un póster de One Punch Man, subrayado con la inscripción «Prohibida la entrada». Amago con darle un puñetazo y luego me meto en la ducha, sin olvidar el detalle de darle a la playlist «Sábado por la mañana». Es algo que vuelve loco a mi padre (me refiero a eso de verme con el móvil allá donde vaya, incluso en el baño). Mi madre es más tolerante. «Acuérdate de que nosotros también llevábamos el walkman siempre encima —le dice ella—. En el fondo es lo mismo». Habla de esos trastos que reproducían las casetes. En la feria en que compré el póster de Rocky III incluso vi uno. La mayor parte de las veces, mi padre se limita a gruñir y a murmurar que no, que no es lo mismo, y luego vuelve a callar. Es lo que se dice de un natural silencioso. Mi madre prefiere llamarlo «taciturno». No sé muy bien qué significa eso, pero imagino que es algo así como «reservado e irritable». Si es el caso, entonces sí. Es de un natural taciturno.

Cuando salgo del baño y bajo a la cocina todo está desierto. Me he puesto un viejo chándal de rayas fluorescentes y la camiseta de Stranger Things. Antes de salir, mamá ha dejado un mensaje en la nevera. Papá sigue arriba, roncando. A diferencia de ella, él no tiene que levantarse a las seis para trabajar como vendedor en una zapatería en el culo del mundo. Al final, se ve que esto de estar en el paro no tiene más que inconvenientes.

Mientras me tomo rápidamente una taza de café, recojo el mensaje de la nevera: un papelito doblado en dos sujeto con el imán del Tío Gilito. Es una lista de la compra hecha con lápices de diferentes colores y coronada por una frase en rojo: «Léo, ¿puedes pasar por el súper? ¡Gracias, gracias!». Pan, pastas, ensalada, biscotes, jamón. El menú habitual. No es demasiado fun, ya sé. Pero también sé que no podemos comer caviar todas las noches.

A un lado de la lista, mamá ha dibu

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