Cada día

David Levithan

Fragmento

Día 5.994

Me despierto. Tengo que descubrir quién soy cuanto antes. No es solo el cuerpo —abrir los ojos y descubrir si la piel de mis brazos es clara u oscura, si tengo el pelo largo o corto, si estoy gordo o flaco, si soy chico o chica, si tengo cicatrices o la piel suave—. Ajustarse al cuerpo es lo más sencillo... si estás acostumbrado a despertar en uno nuevo cada día. Es la vida, el contexto del cuerpo, lo que puede ser difícil de entender.

Cada día soy alguien diferente. Sé que soy yo mismo... pero también soy otra persona. Y siempre ha sido así.

La información está ahí. Me despierto, abro los ojos y me doy cuenta de que es una nueva mañana, un lugar nuevo. La biografía entra a saco —es un regalo de bienvenida de la parte de mi mente que no soy yo—. Hoy soy Justin. No sé por qué lo sé, pero lo sé: me llamo Justin. Pero, al mismo tiempo, sé que no soy realmente Justin, que solo estoy tomando prestada su vida por un día. Miro a mi alrededor y sé que estoy en su habitación. Esta es su casa. El despertador va a sonar en siete minutos.

Nunca soy la misma persona dos veces, pero ya he sido como este chico: ropa por todos lados, más videojuegos que libros, duerme con calzoncillos. Por cómo sabe su boca, deduzco que es fumador, aunque no es tan adicto como para necesitar uno nada más despertar.

—Buenos días, Justin —me digo para comprobar cómo es su voz. Grave. La voz que tengo en la cabeza siempre es diferente.

Justin no se preocupa por sí mismo. Le pica la cabeza. No quiere abrir los ojos. No ha dormido mucho.

No me hace falta más para saber que no me va a gustar el día.

Es duro estar encerrado en el cuerpo de alguien que no te gusta porque, aun así, tienes que respetar su forma de ser. En el pasado, he causado daños en la vida de algunas personas, pero he acabado dándome cuenta de que cada vez que meto la pata... es a mí a quien le pasa factura. A mí. Así que intento tener cuidado.

Hasta donde yo sé, las personas en las que habito tienen una edad parecida a la mía. Vamos, que no paso de tener dieciséis a tener sesenta. Ahora mismo, tengo dieciséis. No sé cómo funciona. Ni por qué. Hace tiempo que dejé de preguntármelo más a menudo de lo que una persona normal se cuestiona su propia existencia. Después de un tiempo, es mejor que te hayas acostumbrado al hecho de que, sencillamente, «estás ahí». No hay manera de descubrir por qué. Tengo mis teorías, pero nunca voy a tener pruebas.

Puedo acceder a los recuerdos y a la información de la persona, pero no a los sentimientos. Sé que esta es la habitación de Justin, pero no tengo ni idea de si le gusta o no. Desconozco si tiene ganas de matar a sus padres o si estaría perdido sin que su madre viniera a asegurarse de que está despierto. Ni idea. Es como si mis sentimientos reemplazaran a los de la persona que habito. Y aunque me alegro de pensar como yo, sería de gran ayuda tener alguna pista, de vez en cuando, de cómo piensa la otra persona. Todos tenemos secretos. Y lo son para todos los que te rodean, especialmente si han llegado de fuera.

Suena la alarma. Cojo unos vaqueros y una camisa. Algo me indica que es la misma que llevó ayer. Cojo otra. Me llevo la ropa al baño. Me visto después de ducharme. Sus padres están en la cocina.

No tienen ni idea de que algo ha cambiado. Son dieciséis años de práctica. No suelo cometer errores. Ya no.

Descubro rápidamente cómo se lleva con sus padres. No habla mucho con ellos por la mañana, así que no tengo por qué hacerlo. He aprendido a presentir la expectación de los demás —o su ausencia—. Me zampo unos cereales, dejo el cuenco en el fregadero —sin lavarlo—, cojo las llaves de Justin y me marcho.

Ayer fui una chica en un pueblo que debe quedar a unas dos horas de aquí. El día anterior, un chico cuyo pueblo estaba a tres horas del de la chica. Ya casi he olvidado los detalles. No me queda otra... o me olvidaría de mí mismo.

Justin escucha música gritona y detestable en una emisora gritona y detestable en la que un pinchadiscos gritón y detestable hace chistes gritones y detestables para pasar la mañana. En realidad, no necesito saber nada más acerca de Justin. Accedo a sus recuerdos para que me diga cuál es el camino hasta el instituto, qué plaza de aparcamiento he de ocupar y a qué taquilla he de ir. La combinación. El nombre de las personas a las que conoce por el pasillo.

Hay veces en las que no puedo pasar por todo esto. No puedo ir al instituto. No puedo con el día. Digo que estoy malo, me quedo en la cama y leo libros. Pero incluso eso llega a aburrirte al cabo de un tiempo; y descubrir un instituto nuevo, nuevos amigos, me resulta atrayente. Porque solo es un día.

Mientras saco los libros de Justin de la taquilla, noto que hay alguien orbitando alrededor. Me doy la vuelta. Las emociones de la chica que está a mi lado son transparentes —indecisión y expectación, nerviosismo y adoración—. No necesito acceder a la memoria de Justin para saber que es su novia. Nadie más se comportaría así en su presencia, insegura. Es guapa, pero ella es incapaz de darse cuenta. Se esconde detrás del pelo. Se alegra de verme, pero, al mismo tiempo, no se alegra.

Se llama Rhiannon. Por un instante —un solo latido—, pienso: «Sí, es el nombre adecuado». No sé por qué, porque no la conozco. Pero es el adecuado. Esto no lo piensa Justin, sino yo. Pero me hago a un lado, porque no es conmigo con quien quiere hablar, sino con Justin.

—Hola —le digo, superficial hasta decir basta.

—Hola —murmura.

Está mirando al suelo. Sus Converse pintadas. Les ha dibujado ciudades. Rascacielos alrededor de las suelas. Ha pasado algo entre Justin y ella, pero no sé lo que es. Probablemente, se trata de algo de lo que Justin tampoco se ha dado cuenta todavía.

—¿Estás bien?

Noto que se sorprende —aunque intenta ocultarlo—. Justin no le habría preguntado algo así. Lo curioso es que quiero saber la respuesta. Su desinterés hace que, a mí, me interese.

—Sí —responde como si no estuviera segura.

Me cuesta mirarla. La experiencia me ha enseñado que debajo de cada «chica satélite» hay una realidad que hace las veces de núcleo. Ella esconde la suya pero, al mismo tiempo, quiere que la descubra. Es decir, que la descubra Justin. Pero está fuera de mi alcance. Es un sonido que quiere convertirse en palabra.

Está tan perdida en su propia tristeza que no se da cuenta de cuánto se le nota. Creo que la entiendo —durante unos instantes, presumo de hacerlo— pero, de repente, desde el interior de esa tristeza, me sorprende con un atisbo de resolución. «Bravura», me atrevería a decir.

Deja de mirar al suelo, me mira a los ojos y me pregunta:

—¿Estás enfadado conmigo?

No se me ocurre ninguna razón para estarlo. En cualquier caso, debería enfadarme con Justin por hacer que se sienta tan infravalorada —lo noto en su lenguaje corporal—. Cuando está a su lado, se hace muy pequeña.

—No, para nada.

Digo lo que quiere oír, pero no se lo cree. Digo las palabras adecuadas, pero piensa que hay gato encerrado.

Este no es mi problema, lo sé. Yo solo voy a estar aquí un día. No

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