Anne sin filtros

Selene M. Pascual
Iria G. Parente

Fragmento

 Anne sin filtros. Capítulo 1

1

Si quisiera contar una historia de amor en el mundo real, la situaría en Tejas Verdes, entre sus sillas desiguales y sus mesas adornadas con flores frescas. Aquí, de hecho, he imaginado tantos romances que he perdido la cuenta. El de la chica a la que se le cae el cambio y encuentra una mano desconocida en el suelo que intenta prestarle auxilio. El de los dos chicos que siempre se sientan a la mesa larga a trabajar con sus ordenadores y cuyas miradas empiezan a cruzarse por accidente con más y más frecuencia. El de la universitaria que se enamora a primera vista de la chica detenida bajo un rayo de sol que la baña como si fuera un ángel. El de la pareja que tiene una primera cita desastrosa que no cambiaría por nada, allí, en la mesa de la esquina, la que más me gusta a mí y donde los dulces de mi madre siempre saben mejor.

A veces, de hecho, incluso he fantaseado con que alguna de esas historias llegue a pasarme a mí. Que quizá alguien que venga frecuentemente alce un día los ojos y me vea por primera vez. Que quizá alguien me pague con un billete con un número de teléfono garabateado en una esquina. Que quizá alguien meta una nota solo para mí en el tarro de las propinas y me rete a descubrir su identidad con un juego.

Mi madre siempre dice que esas cosas no pasan en el mundo real, pero yo estoy segura de que el hecho de que no le hayan pasado a ella no las hace del todo improbables, aunque tengo que admitir que la gente que espera su café por las mañanas no parece sentirse especialmente romántica. Lo cual es una pena, la verdad.

—Hace un día precioso, ¿verdad?

El señor Harrison pasa por la cafetería a diario y pide su café (corto de leche desnatada, templado y con una pizca de cacao) a las ocho exactamente. Vive a dos puertas de aquí y siempre parece tener prisa, como todo el mundo en esta ciudad. Mi tío suele decir que Avonlea era mucho más tranquila cuando él era joven, que la gente no corría de un lado a otro, que los autobuses iban más vacíos y que todo el mundo tenía al menos una sonrisa y un saludo para su vecino. Mamá siempre le dice que es un nostálgico.

Yo creo que lo que pasa es que tío Matthew tiene alma de romántico, como yo, y le gustaría haber nacido en una época diferente. Siempre he creído que habría sido todo un caballero, tímido y callado, misterioso pero amable.

El señor Harrison gruñe por toda respuesta y saca un billete ajado de su bolsillo, impaciente.

—¿No se alegra de que ya se acerque el otoño? Espero que la avenida pronto se llene de hojas caídas. No hay nada más bonito que caminar entre ellas mientras el sol se esconde. Los colores son una preciosidad y…

—¿No empiezas la universidad mañana?

Sonrío ampliamente, feliz de que se haya acordado. A veces creo que no me escucha cuando le hablo.

—¡Sí! Estoy muy…

—Estoy deseando ver cómo te amueblan la cabeza —me corta, tan de mal humor como de costumbre. Me coge el vaso de las manos y se marcha sin esperar el cambio.

—¡Gracias! —exclamo tras él—. ¡Ya le contaré cómo me ha ido el primer día!

Él hace un gesto con la mano a modo de despedida y yo lo sigo con la mirada hasta la puerta.

—La gente no quiere que le des conversación —me advierte mi madre, que sale en ese momento de la cocina con una bandeja de cruasanes recién hechos—. Te tengo dicho que tienes que limitarte a servirles lo que te pidan y no a contarles tu vida.

Suspiro y apoyo los codos en el mostrador. Ya hemos tenido esta conversación antes.

—¡Pero a mí me gusta hablar con los clientes! Y estoy segura de que al menos unos cuantos lo agradecen. Además, decir que servimos «café y sonrisas» es mucho mejor que servir solo café, ¿no?

Mi madre niega con la cabeza. A veces casi parece arrepentirse un poco de haberme adoptado hace tantos años, pero luego me ofrece uno de sus cruasanes y yo sé que, aunque no sonría, me quiere más que a nada.

—Yo también estoy deseando que te amueblen la cabeza —se burla.

—No voy a que me amueblen la cabeza —respondo con la boca llena de hojaldre—. Voy a convertirme en una gran escritora.

—Ya eres una gran escritora, niña —dice Rachel, que ha llegado a la barra después de recoger y limpiar la mesa número 3—. ¡Has ganado un premio! Si no fueras una gran escritora, eso no habría pasado.

Aunque agradezco las palabras, lo cierto es que dudo mucho que ganar un concurso literario de una marca de chocolate pueda considerarse el principio de una brillante carrera literaria. Que yo sepa, entre los logros de Jane Austen no estuvo hacerle promoción a lo que sea que fuera el Nestlé de la época. Al menos fue un relato muy romántico, la verdad. Quizá algún día yo también me encuentre bombones en la barra de la cafetería y sea, como en mi historia, la encantadora camarera que recibe algo que, hasta ese momento, solo se encargaba de dar.

En cualquier caso, Rachel siempre intenta motivarme. Y, para ser justas, me trae también muy buenas historias.

—Lo siguiente que podrías escribir es algo sobre esos dos —dice, señalando con un gesto de cabeza hacia los chicos sentados a una de las mesas—. Creo que el moreno está loquito por el rubio, pero el rubio le está contando un dramón con su novia…

—¿Un triángulo amoroso? ¡Qué emocionante! —exclamo antes de lanzar un vistazo.

—¿Qué os tengo dicho de cotillear sobre los clientes?

—Ay, Marilla, ya sabes que nosotras no cotilleamos —se defiende Rachel.

—Solo cogemos inspiración del mundo real —completo con una sonrisilla inocente.

Mi madre pone los ojos en blanco.

—¡Menos inspiración y más trabajar!

—¡Señora, sí, señora! —exclamamos Rachel y yo a la vez.

Es domingo, así que la cafetería comienza a llenarse y ya no para. Las historias de un montón de personajes distintos pasan justo delante de mí: dramas como el que se adivina en los ojos tristes de ese hombre que pide un café solo y a quien le pongo una chocolatina de regalo, comedias como la que hace que ese grupo de chicas se desternille de la risa y, por supuesto, romances como el de las dos señoras mayores que se dan un beso al fondo de la cafetería y que me hacen soñar con amores para toda la vida.

A veces siento que yo soy la única persona sin una historia digna de contar, así que por eso me gusta rebuscar en las de los demás. Al fin y al cabo, mi historia es muy sencilla: padres muertos en un incendio, una existencia simple y monótona en un orfanato, una mujer que decidió adoptar y la suerte de ser elegida más por error que por destino. Soy tan poco reseñable que Marilla Cuthbert ni siquiera me había elegido a mí en un principio para ser su hija: había elegido a un niño, pero hubo un fallo burocrático y al final aquel chiquillo se fue con otra familia.

Yo oí a Marilla armar jaleo en la oficina de la directora porque por entonces tenía diez años y las únicas historias interesantes en el orfanato eran las que me inventaba o las que otras personas traían de fu

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