El ladrón de reflejos

Marta Luján

Fragmento

el_ladron_de_reflejos-3

I

Salió fuera del edificio y tuvo que entrecerrar los ojos para evitar el resplandor del sol. A su alrededor se elevaba una inquietante algarabía. Multitud de voces se mezclaban en una alegre cacofonía.

—¡Por fin se acabaron las clases! —exclamó mientras estiraba los músculos.

Su amigo le sonrió.

—¿Y qué piensas hacer ahora, Malco? —le preguntó.

El muchacho, alto y de anchas espaldas, se encogió de hombros como si la respuesta fuese obvia.

—Volver a casa —le contestó sonriente mientras le daba una palmada en la espalda y echaba a correr para poder alcanzar el autobús que acababa de detenerse en la parada.

Se sentó junto a la ventanilla y contempló las calles y los edificios que desfilaban rápidamente ante sus ojos. Aún tenía que recoger sus cosas del apartamento antes de regresar a casa. Vuelta al hogar y a un verano tranquilo.

Allí todo seguiría como siempre. El baño ocupado todo el tiempo, lo mismo que el ordenador; su habitación, compartida a medias con su hermano, hecha un desastre, y su madre corriendo de aquí para allá mientras su padre solo la miraba y suspiraba.

A pesar de todo, Malco estaba dispuesto a disfrutar de las vacaciones y a olvidarse, al menos por unos meses, de las lecciones de alquimia que había recibido durante ese año en la universidad. No es que no le gustase la carrera que había escogido, sin embargo, no se trataba de una disciplina bien considerada entre los magos, más bien la tenían como algo de segunda categoría. Malco en cambio creía firmemente que no habría ciencia si no existiese la alquimia.

Él podría haber escogido cualquier otra carrera, como su hermana Lyra, que estudiaba numerología, o su hermano Arti, que estudiaba el dominio de los espíritus, pero a él siempre le había atraído la alquimia. Había nacido en el seno de una familia de magos. Su madre era una bruja —en el sentido literal de la palabra—, descendiente de una larga generación de brujas y hechiceros de la vieja escuela, y experta en hechizos, especialmente amorosos. Desde niño, le había inculcado el amor por los libros antiguos. Un día cayó en sus manos un libro sobre la historia de la alquimia, lo leyó y se apasionó por esa rama de la magia.

Aunque en la actualidad los no magos convivían en paz con los magos, estos tenían sus propias escuelas y universidades para no perder los arcanos conocimientos heredados de siglos de estudio y experiencia de sus ancestros. Por eso, cuando tuvo que elegir carrera, aunque pudo haber escogido cualquiera en una de las universidades de los no magos, se decidió por la alquimia. A veces tenía la sensación de no encajar en su propio mundo, como si la alquimia fuese más propia de otro tiempo, de otra época.

Al día siguiente de su llegada a casa, se levantó por la mañana con algo de confusión en la mente mientras se preguntaba dónde se encontraba. Cuando su cabeza se aclaró, salió de la habitación y se dirigió hacia el cuarto de baño bostezando. Vio la sombra de Lyra proyectarse por debajo de la puerta de su dormitorio, escuchó el clic que hizo esta al abrirse, y se apresuró para llegar primero.

—¡Venga ya, Malco! No puedes hacerme esto —le gritó Lyra al ver que él se introducía en el cuarto de baño.

—¿Hacerte qué? —preguntó Malco a su vez elevando el tono de voz para hacerse oír mientras su hermana golpeaba la puerta—. Yo he llegado primero. Tendrás que esperar tu turno.

—Si no has salido dentro de diez minutos —lo amenazó—, volveré a aporrear de nuevo la puerta hasta que se caiga, ¿me has oído?

—Te he oído, y ahora, déjame en paz —le gruñó él.

Se giró hacia el espejo donde esperaba encontrarse con la misma cara de siempre; un rostro normal, de mandíbula firme, que le miraba con sus grandes ojos del color del chocolate. Sin embargo, no vio nada, ni su alta figura, ni su pelo castaño dorado, ni unos ojos somnolientos. Nada.

—¡Lyra! —gritó enfadado sabiendo que su hermana se encontraba todavía al otro lado de la puerta. Seguramente se reía con ganas—. ¡Deja de hacer eso! Sabes que en casa no podemos manipular la materia.

—No estoy haciendo nada —replicó ella irritada—, y a ti ya solo te quedan ocho minutos.

Malco volvió de nuevo su mirada hacia el espejo, pero su reflejo seguía sin aparecer. Abrió la puerta bastante enfadado.

—¿Quieres dejarlo ya? —le espetó.

—¿Dejar qué?, ¿de contar? —le replicó con burlona suavidad—. Ni hablar, que luego te pasas más de media hora ahí dentro.

El negó con la cabeza a punto de perder la paciencia.

—No, quiero que dejes de manipular la materia.

—Yo no he manipulado nada, listillo; tú eres el alquimista, no yo.

—¡Devuélveme mi reflejo! —le soltó de golpe.

Lyra abrió mucho los ojos y lo miró como si hubiese perdido el juicio. Malco comprendió en ese momento que aquello no había sido obra de ella; de haberlo hecho, ya habría estallado en carcajadas.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Lyra con curiosidad ladeando la cabeza.

Malco no respondió. La tomó de la mano y de un tirón la introdujo en el cuarto de baño. Quedaron los dos frente al enorme espejo colocado sobre el lavabo.

—Mira —le pidió Malco.

Ella dirigió primero su mirada hacia él y luego la volvió hacia el espejo. Malco vio cómo sus ojos redondeados se agrandaban al contemplar en el límpido cristal únicamente su propio reflejo, como si solo ella se encontrase en el interior del cuarto de baño.

—Pero ¿qué…? —espetó mientras alargaba la mano y tocaba el cristal. Tan sólido como de costumbre. Lanzó un silbido de admiración—. ¿Cómo lo has hecho?

—Pensé que habías sido tú —repuso con una mueca de fastidio.

—¿Yo? —inquirió sorprendida; luego negó con la cabeza—. ¿Eso quiere decir que no tienes ni idea de dónde se encuentra tu reflejo ni de lo que ha pasado con él? Bueno, míralo por el lado positivo, ya no tendrás que ver tu fea cara todas las mañanas —le dijo mientras esbozaba una de esas sonrisas dulces que ponen las hermanas solo para fastidiar.

—¡Lyra! —le advirtió él.

—Está bien, está bien —repuso ella levantando las manos en son de paz—. Veamos. La cuestión es que tu reflejo ha desaparecido del espejo y quieres recuperarlo, aunque primero tendremos que saber qué ha pasado. Tú eres el alquimista. ¿Puede ser que el espejo haya sufrido una transmutación?

Malco sacudió la cabeza negando.

—Tu reflejo aparece, y también todo lo que hay en el baño. Una transmutación afecta a todo el objeto, no solo a una parte de él. Al cambiar su esencia, cambia el objeto completo. No creo que se trate de manipulación de la materia.

—¿Entonces qué puede haber sucedido? —preguntó Lyra volviendo a extender su mano hacia el espejo.

Le resultaba raro verse a sí misma, con su pelo largo suelto y alborotado y sus ojos somnolientos, sintiendo a su lado la presencia de su hermano, pero sin poder verlo en el espejo.

—No lo sé, Lyra —dijo Malco—, pero voy a averiguarlo.

—¿Y qué es lo que vas a hacer?

—Lo primero, darme una ducha —le respondió al tiempo que la empujaba fuera del cuarto de baño sin miramiento

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