Buonasera princesa (En Roma 3)

Susana Rubio

Fragmento

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1

JEAN PAUL

—Sí, papá, no te preocupes. El cocinero está de baja, pero no necesitamos otro.

—¿Estás seguro?

—Seguro.

—No lo tengo claro...

—Papá, hazme caso. La mayoría de los días comemos o cenamos fuera.

—Supongo que seguís comiendo en buenos restaurantes.

—Por supuesto, por supuesto.

Mentira y de las gordas. Si mi padre supiera que comíamos en el Machina, rodeados de tanta gente y, a veces, en la misma barra... le podía dar un ataque al corazón tranquilamente.

Mi padre era demasiado... ¿cómo decirlo con suavidad? ¿Exquisito? Sí, quizá era la palabra más adecuada.

—¿Os ingreso más dinero este mes?

Era la pregunta que ya esperaba, la que hacía en cada llamada antes de despedirse.

—No, tranquilo. Está todo bien.

Una respuesta que mi hermano y yo habíamos aprendido a soltar a lo largo de los meses, porque si se nos ocurría decir que salíamos poco o que apenas teníamos tiempo para gastar, empezaba otra vez con la misma cantinela para que dejáramos nuestro trabajo en el hospital. Algo que, evidentemente, estaba muy lejos de nuestro pensamiento.

—Perfecto, Jean Paul. Sed felices.

—Sí, papá. Vosotros también.

Y ahora diréis que era una despedida muy... ¿bonita? Podría serlo si no supierais que para mi padre ser feliz era igual a quemar el dinero. Literal. En plan «Os voy a comprar otro coche ya mismo porque estos que tenéis ahora ya tienen más de dos años». O en plan «¿Qué os parece como regalo de cumpleaños un viaje por el mundo en hoteles de lujo durante un mes?».

No, gracias, papá.

Era su manera de querernos.

Baptiste y yo, desde muy pequeños, tuvimos claro que no éramos como mis padres, ni como la mayoría de nuestros compañeros del colegio privado, ni como los niños desconocidos que venían a nuestros cumpleaños.

Creamos nuestro propio mundo y crecimos en él, sabiendo que fuera de aquella mansión y de toda aquella parafernalia existía otro tipo de gente. Gente que pasaba hambre, gente que trabajaba muy duro, gente que no tenía demasiadas oportunidades, gente que enfermaba. Mucha. Y fue en ese mundo paralelo en el que decidimos que queríamos ser enfermeros. Cuidar y atender a los pacientes de manera directa, ayudar a los enfermos en su día a día. Nos pareció que era uno de los oficios más respetados del mundo y nosotros queríamos formar parte de él.

Está claro que a mi padre no le agradó nunca la idea, pero cuando elegimos no tuvo opción. Siempre había pensado que lo de ser enfermero era una tontería y que se nos pasaría, pero en nuestro caso ocurrió todo lo contrario. Cuando nos tocó escoger carrera lo tuvimos clarísimo. Los dos. Y lo hicimos en una universidad pública, ya teníamos dieciocho años y podíamos elegir. Si algo habíamos heredado de mi padre era la cabezonería, y él lo sabía.

En el fondo, nuestros padres actuaban de ese modo porque creían que era lo mejor para nosotros. Lo sabíamos. Pero no permitimos que controlaran nuestro futuro laboral, por ahí no pasamos ni Baptiste ni yo. Por suerte ambos quisimos estudiar lo mismo, con lo cual pudimos hacer más presión para conseguir nuestro objetivo. Ellos claudicaron, aunque creemos que siempre han pensado que algún día estudiaremos algo relacionado con su imperio para poder seguir sus pasos. Pero eso no va a ocurrir.

Y menos ahora que estamos encantados de la vida en Roma.

—¿Era papá?

Baptiste iba en bañador y sin camiseta.

—Sí, besos de su parte.

—¿Están bien?

—Como siempre.

—¿Lo has preparado todo?

Baptiste dio una vuelta alrededor de la mesa donde había un plato lleno de crostatinas de mermelada y chocolate. Las había comprado aquella mañana en una de las pastelerías que más nos gustaban. También había dejado preparado el café, listo para servir en cualquier momento gracias al recipiente que lo mantenía caliente durante varias horas.

—Todo preparado para nuestros invitados.

—Joder, te has parecido mucho a mamá...

Lo miré arrugando el ceño y Baptiste se echó a reír.

—Ay, esas españolas...

Se refería al trío que habíamos conocido durante el Erasmus: a Abril, Cloe y Marina.

—No empieces, Baptiste.

Abril se había convertido en una de las personas más importantes de nuestras vidas y con ella conocimos a sus mejores amigas. Formaban un trío interesante, lo intuimos nada más conocerlas.

—Llaman a la puerta.

Baptiste fue hacia el interfono para abrir. En aquel momento no había nadie más que nosotros dos en la casa. Le habíamos pedido a todo el personal que se tomara el día libre. Queríamos estar solos con nuestros amigos. Realmente era la primera vez que venía alguien a casa y estábamos algo nerviosos. Las razones eran varias.

Aquella casa no era de nuestro estilo, la opulencia que se respiraba dentro no iba con nosotros y no nos apetecía nada que nuestros amigos nos miraran de otro modo. Vivíamos en aquella mansión, sí, pero no era algo que habíamos escogido. Había sido una de las imposiciones de nuestro padre para que aceptara nuestra idea de quedarnos un tiempo a vivir allí. Nada de pisos de alquiler ni de pisos compartidos. A las afueras de Roma, como de otras ciudades, ellos tenían aquel caserón y sus hijos debían residir allí, en aquel exclusivo barrio y en aquella exclusiva vivienda.

Los Chevalier no podían ir nunca a menos, siempre a más.

Aquella era una de las frases preferidas de mi padre.

Baptiste y yo habíamos aprendido a lo largo del tiempo a negociar con él y a saber que en toda negociación hay que ceder en alguna cosa. Así que hicimos el Erasmus viviendo en aquella mansión, procurando siempre que no se enteraran nuestros compañeros. A la primera que se lo explicamos fue a Abril y nos encantó su reacción.

—¿Una mansión rollo Orgullo y prejuicio?

Baptiste y yo nos reímos porque nada más lejos de la realidad.

—No, más bien rollo Crepúsculo —le respondí yo.

—¿La casa de los Cullen?

—Sí, algo parecido. Con tres piscinas incluidas —murmuró Baptiste.

Abril abrió los ojos como platos durante unos segundos.

—En dos mil kilómetros de bosque —aclaré yo.

—¿En plan todo madera y cristal?

Ambos asentimos con la cabeza.

—¿Está Edward por ahí?

Lo preguntó tan en serio que Baptiste y yo estallamos en carcajadas.

A Abril no le importó que viviéramos en una supercasa ni que pudiéramos disfrutar de tres piscinas. Ella siguió comportándose con nosotros del mismo modo. No sacamos más el tema y ella no le dio ninguna importancia.

Y eso nos impactó.

Lo normal era que la gente quisiera saber más, que intentaran saber de dónde salía todo ese dinero e incluso que quisieran ser tu amigo del alma por lo mucho que pesaba tu cartera.

A Abril se la sudó mucho y allí ya nos ganó un poquito.

—¡Vienen todos juntos! —exclamó Baptiste entrando en la zona de la piscina.

Yo, mientras, había dejado las pastas y el café en una de las mesas que había al lado de las hamacas.

N

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