Soñar castillos de arena

Deborah Heredia

Fragmento

sonar_castillos_de_arena-2

Capítulo 1

El fino hilo que separa la casualidad del destino

Todo el equipaje se esparce por el suelo encerado de la terminal cuando repentinamente alguien me golpea por la espalda y me hace caer. Aterrizo de rodillas sobre la maleta. El cabello me tapa los ojos, y el aire se atora en mi garganta en un grito de sobresalto que no llega a surgir. El neceser que estaba guardando se escurre de mis manos, y su contenido rueda aquí y allá ante mi atónita mirada.

—¡Lo siento! —escucho una voz por encima de mi cabeza, pero cuando me doy la vuelta, no encuentro un arrepentido rostro apurado por ayudarme a recoger ni un amable gesto avergonzado. En vez de eso, unas deportivas azules de lo más horteras se deslizan como el rayo frente a mí y, cuando levanto la vista, descubro al idiota que me ha golpeado que, ajeno a mi desgracia, va sorteando viajeros a la carrera—. ¡Llego tarde!

—Pero… —balbuceo indignada.

Me trago una maldición, aprieto los labios y recojo mis bártulos, con las mejillas encendidas. Es verano, hace un día estupendo y una amatista cuelga de mi cuello para eliminar las malas vibraciones.

«Nada puede ir mal —me digo—, todo está a mi favor para que este sea el mejor verano de mi vida».

No tengo tiempo que perder. De hecho, ya han llamado por megafonía a los últimos viajeros del vuelo Madrid-Menorca, así que, o corro, o me quedo en tierra. Acelero el paso, dispuesta a no perderme entre el gentío, las pantallas repletas de números y la amalgama de diferentes idiomas que, como un murmullo constante, conforma la melodía de cualquier aeropuerto. Cuando por fin alcanzo la puerta de embarque, la inercia me lanza sobre el mostrador, tras el cual los últimos pasajeros están enfilando ya por el pasillo hacia el avión.

—Disculpe —digo con el carné de identidad en una mano y con el teléfono en la otra. La azafata, impertérrita, no mueve ni un músculo de su rostro. No seré yo la primera ni la última en llegar tarde al embarque.

Tras comprobar mis credenciales, me deja pasar. Me veo sola en el pasillo que conecta con el avión y, por un momento, el ambiente denso del habitáculo me envuelve, dando pie a mi imaginación. Y entonces ya no soy yo: soy la protagonista de una película que vuelve sobre sus pasos hasta la terminal porque ha olvidado algo muy importante. Y, mientras discute con la azafata del mostrador para que la deje marchar solo un momento, el avión despega y, al surcar el cielo gris de Madrid, explota en mil pedazos.

«Joder, Gabriela, no es momento de ser catastrofista», me riño.

Pero sé que no lo puedo evitar. La cabeza siempre me va a mil por hora; incapaz soy de estar en silencio conmigo misma sin darle vueltas a todo lo que me rodea. Si no tengo ningún asunto propio en el que pensar, miro a mi alrededor e imagino las vidas de los demás: quiénes serán, en qué trabajarán, y lo más importante… ¿formarán parte de alguna organización oculta de magos malignos de los que debería esconderme?

Sacudo la cabeza para espantar mis fantasías en el instante en que alguien del personal del avión me da la bienvenida con una sonrisa, como si no le molestase que fuese la tardona de turno. Me ruborizo, y escondo la cara entre las ondas del pelo al pasar a su lado.

El aire que se respira dentro de la cabina del avión es espeso, y trae ese olor a moqueta nueva, que hace que me pregunte cómo consiguen que no se esfume vuelo tras vuelo. Camino de lado, arrastrando la maleta entre la gente que se incorpora para guardar sus enseres, niños que intercambian el sitio y el alboroto habitual de antes de despegar. Consulto la tarjeta de embarque para asegurarme de que mi asiento es el 32B y, cuando llego allí, está ocupado por un tipo larguirucho que cruza una pierna sobre la otra, despatarrado, como si no molestase al pasajero de al lado, y que esconde la nariz entre las páginas de la revista del avión.

—Perdone —digo con la voz más melosa e inocente que sé poner, aunque por dentro estoy rugiendo—, creo que se ha equivocado. Ese asiento es el mío.

El chaval cierra el panfleto con un golpe seco y me mira desconcertado.

—¿Me hablas a mí?

«Oh, mierda», maldigo internamente porque, para empezar, es el tío más guapo que he visto en toda mi vida y, para seguir, lleva puestas las mismas deportivas horteras del idiota que me empujó hace un rato. Guapo e idiota. Define suerte.

Mi cerebro tarda un momento en reaccionar, lo justo para analizar las facciones del robasitios. Tiene la cara redondita, los labios regordetes y unos ojos entrecerrados que se esconden tras el cristal de las gafas. Dudo entre reprenderlo por no haberse detenido a ayudarme antes o darle un achuchón por mono. Esa soy yo.

—Es mi asiento —digo, intentando que no se note lo guapo que me parece, señalando con mis ojos la tarjeta de embarque en donde claramente se lee «32B».

El robasitios se sienta correctamente; rebusca no sin esfuerzo en el bolsillo trasero del pantalón y me muestra su propio billete, con idéntica numeración.

—¿Estás segura de que no te has equivocado de vuelo? —Se ríe.

Por un momento, consigue hacerme dudar. Pero no: no me he equivocado. Es mi avión y es mi asiento.

Una de las azafatas advierte nuestra conversación e interviene justo antes de que deje atrás mi buena vibra y me tire al cuello del idiota robasitios. Nos pide las tarjetas de embarque a ambos y, después de rogarnos que aguardemos con paciencia, se desliza entre el resto de pasajeros con la agilidad de un patinador que hace eslalon.

Me cruzo de brazos, indignada, y observo al robasitios en un silencioso escrutinio. Él también me observa. Veo sus ojos rodar de arriba abajo y luego al revés, y leo curiosidad en sus gestos. Supongo que nunca ha visto un amuleto de la buena suerte como el que cuelga de mi muñeca: elefantes de plata, cascabeles y un cordón rojo que todo lo anuda. Llama la atención de cualquiera, obviamente, porque es un objeto sagrado bendecido por monjes budistas. O eso se leía en la tarjeta del vendedor, certificada con un sello de esos holográficos que parecen importantes.

—Siento informarles que, debido a un error informático, el pasaje correspondiente al 32B se ofertó dos veces —dice la azafata, ya de vuelta. No se la nota apurada, lo que me indica que no es la primera vez que ocurre.

—No pasa nada —acota el robasitios de mejillas achuchables—. Ella puede sentarse aquí.

Me quedo atónita porque no esperaba que se incorporase de repente y que, a pesar de la dificultad de avanzar entre las filas de asientos de la clase turista, se reuniera en el estrecho pasillo con nosotras.

—¿Dónde va a reubicarme a mí? —le pregunta entonces a la empleada que, con un tono correcto pero no amable, le pide que la siga, abandonándome ambos atrás.

—Te la ha jugado —interviene una chica sentada en el otro lado del corredor—. Por allí se va a primera clase.

—¡¿Cómo?! —Me indigno.

Maldito listillo robasitios de mejillas achuchables.

No hay nada que pueda hacer ya, así que decido no comerme la cabeza con todo lo que ha pasado hasta ahora y concentrarme en todo lo que va a pasar después. ¡Sí! Va a ser un verano inolvidable. Coloco la maleta en el portae

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