Si me dices que no

Ava Draw

Fragmento

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—Joder, esto está petado —protestó Martín al entrar en El Ariel.

Era habitual que los fines de semana el bar estuviera a rebosar de gente. De almas con ganas de comerse el mundo que solo podían permitirse un par de copas. Hambrientos de historias de amor que caducaban al amanecer, de exaltadas declaraciones de amistad, de esa euforia que duraba un estribillo; hambrientos también de conflicto, de drama, de cualquier cosa que les hiciera sentir vivos. La música acallaba sus problemas, sus inhibiciones se ahogaban en alcohol y la oscuridad se tragaba sus complejos. Una oscuridad que muchos aprovechaban para perderse en otros labios y cometer deliciosos errores.

Las paredes tenían tantas capas de pintura que podías rascarte la espalda frotándote con las irregularidades. Estaban vestidas con carteles de los grupos de metal y rock favoritos de los dueños, entre ellos Lamb of God, The Mars Volta y Gojira. Resultaba irónico que, aunque sonaran grupos similares, los de los carteles rara vez se pincharan en El Ariel. Había pegatinas de todo tipo repartidas por las paredes, la barra y los baños. Del techo colgaba una enorme tela que rezaba: Ariel, resto de alguna campaña de publicidad del famoso detergente. En realidad, el bar se llamaba Alameda, pero todo el mundo se refería a él como El Ariel por aquel antiguo trapo. Era un tugurio donde nadie miraba al suelo por temor a lo que podían encontrar ahí abajo. Olía a aire acondicionado sucio, tabaco y sudor. Sonaba Machine Head.

—Qué va, está bien. —Iker se quitó la sudadera.

—Acabamos de entrar y ya me estoy asando —dijo Martín saludando hacia el fondo del garito.

Había tanta gente en aquel oscuro bar que, a pesar de sus pequeñas dimensiones, era muy complicado llegar al extremo del local. Allí estaban los baños, así que, si ibas por la calle con ganas de orinar, El Ariel no era la mejor opción.

—Que no, está perfecto —insistió Iker, despreocupado.

—Es todo ese pelo —Martín señaló con un gesto de la mano la fosca melena y la descuidada barba negra de Iker—, te protege de las inclemencias meteorológicas.

—Deberías probarlo, y quitarte ese peinado de jugador del Atleti.

—Se llama Pompadour y a Paula le gusta.

Iker le miró con preocupación. Le había visto quitarse los piercings, deshacerse de sus camisetas de grupos hardcore y vender su guitarra en internet, pero seguía sin acostumbrarse a verle mutar por aquella chica.

—Lo que tú digas. Vamos a por una copa. Hay que celebrar, tío. —Le dio una palmada en la espalda.

A Martín le habían tocado en un sorteo seis entradas para un concierto de Metallica en Bilbao. Estaba en paro, así que solo habría podido permitirse comprar una si hubiese dejado de comer durante medio mes. Lo sabía porque había hecho cuentas y se lo había planteado. Le gustaba comer, pero Metallica le gustaba aún más. Haber ganado ese sorteo no solo le permitiría cumplir el sueño de ver a uno de sus grupos favoritos, sino que podría llevarse a su pareja y sus amigos con él. Ese era el verdadero lujo y quería celebrarlo por todo lo alto.

Fueron a la barra donde Sami, la camarera, se afanaba en servir bebidas. Los saludó con un gesto de la cabeza. Tuvieron que esperar a que acabara de servir al resto de los clientes para que los atendiera.

—¿Qué os pongo? —les preguntó mientras llenaba de hielos tres vasos a la vez.

—Roncola —dijeron Martín e Iker a la vez.

—Un vodka con naranja, Sami —pidió una voz a sus espaldas.

—A Hugo no le sirvas —Martín señaló al chico que acababa de hablar—, que ha llegado tarde.

—No me habéis esperado, cabrones —les reprochó Hugo.

—Te hemos estado esperando quince minutos en el metro —le reprochó Iker.

—He llegado a y dieciséis y ya no estabais. —Hugo alargó la mano para coger la copa que Sami acababa de dejar en la barra para él—. Eh, Sami, ¿te has enterado de que nos vamos a ver a Metallica?

—¿No estaban agotadas las entradas? —preguntó Sami mientras les cobraba.

—Mart ha ganado un concurso en Twitter y le han dado seis —respondió Hugo.

Martín le dio un codazo disimulado.

—Enhorabuena, Mart. —Sami le guiñó un ojo—. Oye, hay que celebrar. Venga, que os invito. ¿De qué queréis el chupito?

Tras tomarse el trago, se fueron los tres a su esquina, cerca de la máquina de tabaco.

—Creo que nos ha invitado para que la invitemos a ella —murmuró Iker.

Martín se dirigió a Hugo.

—No digas cuántas entradas son, tío. Que la peña se acopla.

—¿No os molaría que se viniera Sami?

Martín e Iker se miraron. Sami era la diosa que reinaba en aquel bar. Tenía tatuajes que nacían en sus hombros, recorrían sus flacos brazos y salpicaban sus dedos; media docena de piercings en la cara que, a pesar de su número, no destacaban tanto como sus oscuros ojos, maquillados con una raya tan negra que seducían e intimidaban por igual. Decenas de rastas de color rosa caían desde su cabeza hasta su perfecto trasero, parecían señalar aquellas curvas generosas que ya de por sí destacaban en su delgado cuerpo. Además, era simpática y se manejaba bien con los clientes pesados. Rezumaba tal seguridad que no parecía diez sino cien años mayor que ellos. Estaba demasiado bien y eso los intimidaba.

—¿Estáis saliendo o qué? —Martín trató de indagar.

—¿Quienes? —preguntó Hugo.

—Sami y tú.

—¿Qué dices? —Hugo se rio—. Solo nos liamos en Halloween.

—Y en el cumpleaños de Nuria —puntualizó Iker.

—Y en el cumpleaños de Nuria —resopló Hugo, hastiado—. Pero que no os montéis pelis, yo paso de salir con nadie. Al principio muy bien, pero luego son todas unas locas. Por cierto, ¿se viene tu piba?

—Sí. —Martín respondió algo contrariado. No estaba seguro de por qué, pero eso le había ofendido.

—¿Conduce? —preguntó Hugo.

—No. ¿Por?

—Joder, pues sigo sin puntos en el carnet y paso de movidas. Además, a mi furgo siempre la paran.

La pintura desgastada, los arañazos y las abolladuras en la carrocería del vehículo llamaban a menudo la atención de la policía.

Martín e Iker se miraron preocupados. Ninguna de las personas a las que Martín había invitado al concierto podía conducir, y este se celebraba al día siguiente, así que tenían poco tiempo para encontrar a un conductor. Cualquier otro medio de transporte era demasiado caro.

—Ahora vengo. —Hugo se dirigió al fondo del bar. Allí, una chica rubia que llevaba puesto un llamativo top rojo le estaba saludando.

A diferencia de Martín, Hugo no había cambiado por una chica, lo había hecho por todas. Años atrás reemplazó las camisetas de grupos por prendas lisas lo suficientemente oscuras para no desentonar en un bar como aquel y lo suficientemente caras para ir después a una discoteca y ligarse a cualquier chica, fuesen cuales fuesen sus gustos musicales. Cambió los porros por batidos de proteínas y las partidas al Call of Duty por horas en el gimnasio. En las entrevistas de trabajo afirmaba que le gustaba cocinar y el senderismo, pero pasear por la calle buscando un cajer

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