La rosa del cielo (Guardianes del destino 2)

Karen P. Sánchez

Fragmento

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Prólogo

Las luces de la ciudad se encendieron al caer la noche, convirtiéndose en un manto de estrellas brillantes sobre un mar de edificios y asfalto. Kilian se sentó en la cornisa del rascacielos más alto, invisible a ojos humanos y donde podía desplegar sus enormes alas grises a su antojo. Habían pasado años desde su liberación, y ningún ángel había conseguido capturarlo para devolverlo al inframundo. No tenía ninguna intención de volver, y ahora estaba más cerca que nunca de cumplir su objetivo.

Habría podido vengarse de Admael si hubiera querido, ahora que tenía un cuerpo mortal habría sido fácil, pero en cierto modo había sido gracias a él que había salido de aquel agujero de demonios, y ahora que era humano, ya no representaba ninguna amenaza para él.

Jugueteó con su reciente adquisición, un libro con desgastadas tapas de cuero que descansaba a su lado. Dibujó círculos invisibles sobre la cubierta con sus afiladas uñas.

—Muy pronto —susurró.

Sus ojos de hielo se clavaron en un punto en concreto de la ciudad. Orión no había podido deshacerse de Kilian, y ahora iba a vengarse por lo que le había hecho. Guardó el libro en su gabardina negra y se puso en pie. Era hora de recuperar lo que le había sido arrebatado.

Se lanzó al vacío como el águila que cae en picado desde el cielo, ágil y letal, en busca de su presa. Sus alas oscuras se desplegaron lanzando una sombra sobre las calles de la ciudad, creando una imagen mortífera apenas perceptible a ojos de los humanos.

Esta vez no podrían detenerle.

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Capítulo 1. Corazones de hormigón

No existía nada más satisfactorio que presenciar el encuentro entre dos personas destinadas a encontrarse. Al menos no para Valerine.

Los avances tecnológicos y las expectativas de la sociedad moderna lo hacían todo mucho más complicado que siglos atrás, pero también hacían que su trabajo fuera más gratificante. Unir corazones no era tan fácil como los humanos lo dibujaban, a veces conllevaba guiarlos por el camino equivocado hasta que estuvieran listos para encontrar a esa persona especial en el momento y circunstancia adecuados. Sin embargo, los humanos eran muy impredecibles, y algunos se las arreglaban para eludir sus poderes, aunque nunca de forma definitiva.

La tarea del ángel guardián del amor no era sencilla, y menos aún en medio del caos de la gran ciudad. Las bocinas de los coches y el ruido de la gente abarrotando las aceras la envolvía. Subida en sus stilettos caminaba con la gracia de una modelo, sin esfuerzo alguno, balanceando sus rizos rojos al ritmo de sus pasos. La gente se detenía o clavaba la mirada en ella, como si acabaran de ver un espejismo. Valerine les devolvía la mirada, con los ojos brillantes como esmeraldas, y sonreía. Su pintalabios rojo intenso contrastaba con su piel de porcelana. Sin embargo, no detuvo el ritmo en ningún momento, sabía perfectamente a dónde se dirigía.

El cielo de Nueva York era de un azul intenso, apenas visible entre los edificios. Casi todo eran rascacielos y hormigón, pero al girar la esquina, casi al final de un callejón que no conducía a ninguna parte, había una pequeña cafetería ajena al ajetreo de la gran ciudad; incluso el exterior parecía no pertenecer a aquel lugar. Humilde y acogedor, pero con un toque moderno. Justo antes de llegar a la cafetería, Valerine se detuvo en una floristería ambulante acomodada cuidadosamente a la entrada del callejón. Era imposible no detener la mirada un instante para admirar el vistoso arcoíris de colores que las flores formaban, que contrastaba alegremente contra el aburrido gris de los edificios de la ciudad.

Valerine saludó a la mujer que se ocultaba entre ramos de tulipanes y orquídeas.

—¿Cuáles son las más bonitas? —Su voz era cantarina y amable.

La mujer ladeó la cabeza, extrañada por la pregunta.

—Eso depende de quién las elija y para qué.

—Mmm… —meditó Valerine estudiando la gran variedad de especies que tenía ante sí—. ¿Qué elegirías para alguien que está a punto de encontrar el amor?

La mujer no se burló del comentario de la joven, se limitó a asentir y a apretar los labios mientras pensaba en una respuesta.

—Rosas rojas —decidió finalmente.

Valerine sonrió, mostrando sus dientes blancos como perlas.

—Perfecto.

Todos los ojos se posaron en ella en cuanto cruzó el umbral de la puerta de la cafetería y su llegada fue anunciada por el tintineo de una campanilla. Esbozó una leve sonrisa.

El dueño había dejado a su hijo a cargo aquella mañana —tal y como esperaba— al haber tenido que salir a resolver un incidente con su piso de forma urgente. Al parecer había habido una fuga de agua repentina y alguien había llamado a los bomberos. Sam, su hijo, estaba estudiando medicina en la Universidad de Columbia, y acababa de empezar las prácticas en el hospital. Había tardado un poco más de lo habitual en empezar su grado universitario, tras haber malgastado un par de años persiguiendo una carrera como músico con un grupo de amigos, que apenas le daba para pagar el transporte público mientras vivía en casa de sus padres. Había sido una pérdida de tiempo, o eso pensaba él. Durante aquella época también lo dejó con su antigua novia del instituto, una vez se dio cuenta de que no querían las mismas cosas en la vida, mientras esta planeaba un futuro con hijos, perro y una casa en el campo. Él decidió que ya había demasiados niños en el mundo, y no tenía intención de abandonar la ciudad.

Valerine se detuvo frente al mostrador.

—¿Qué te puedo ofrecer? —preguntó Sam, casi atragantándose al descubrir a la hermosa mujer que esperaba frente a él. Esta le observaba con curiosidad, y sonreía como si le divirtiera ver la reacción del muchacho.

—Un capuchino, y que sea dulce.

—Sí, marchando.

Mientras esperaba su café, se llevó el ramo de rosas que la florista le había preparado a la nariz. Aspiró el aroma, satisfecha con su compra.

—Son bonitas —advirtió Sam al ver el gesto cuando le tendió el capuchino en un vaso para llevar. Ni siquiera se había percatado del ramo hasta ese momento.

Valerine asintió con la cabeza amablemente mientras pasaba una tarjeta por el escáner. Después sacó una rosa, la más bonita del ramo, y la posó en sus labios color carmín un instante, casi como si le diera un beso.

—Para ti —dijo entonces la atractiva joven, extendiendo el brazo hacia él.

Aquel gesto lo pilló desprevenido.

—Oh, no, gracias, de veras… —respondió él sacudiendo la cabeza.

—Por favor, quédatela, yo tengo muchas —sonrió Valerine.

Sam no supo negarse ante la petición de aquella mujer. Había algo en sus ojos, de un color tan brillante que rozaba lo antinatural. Tomó la rosa de su mano y se la llevó a la nariz para olerla, casi instintivamente. Habría jurado que aquella flor no era como cualquier otra. Para cuando alzó la vi

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