El bosque de los corazones dormidos (El bosque 1)

Esther Sanz

Fragmento

La Dehesa

Estaba lloviendo cuando mi tío vino a recogerme a la estación de autobuses. Al bajar del autocar, cerré los ojos y dejé que el viento suave del cierzo acariciara mi pelo y refrescara mis mejillas enrojecidas por el llanto. Un olor a madera y a tierra mojada me dio la bienvenida. A pesar de la fina lluvia y del tiempo, demasiado helado para principios de octubre, la fría acogida de aquel lugar me pareció incluso más cálida que la de mi tío.

—Tienes una pinta horrible, Clara.

Esperé en vano la sonrisa burlona o el gesto cariñoso que suele suceder a una frase como aquella.

Tardé unos segundos en darme cuenta de que mi tío Álvaro no bromeaba. Solo había constatado un hecho: mi aspecto era espantoso. Hacía días que apenas probaba bocado y semanas que lloraba sin tregua.

La idea de refugiarme en aquel pueblo de la sierra no había sido mía. Sencillamente, no tuve otra opción. Tras la muerte de mi abue

la, un mes después del suicidio de mi madre, yo estaba sola en este mundo. No tenía adónde ir.

Muertos todos mis parientes en Barcelona, un asistente social localizó a mi único familiar vivo en un pueblecito de Soria. Apenas nos conocíamos, y no nos unía ningún lazo de consanguinidad, pero tendríamos que convivir hasta que cumpliera los dieciocho. Todo un año. Pasado ese tiempo, recuperaría el control de mi vida.

Por su semblante malhumorado entendí que no estaba muy conforme con mi llegada. Yo no era más que un imprevisto incómodo; la sobrina de una mujer —la hermana de mi madre— de la que había enviudado hacía más de quince años.

«Solo será un año», me repetí a mí misma.

Pero lo cierto es que no sabía qué ocurriría conmigo pasado ese plazo. El piso de renta antigua en el que vivía con mi abuela había vuelto a manos de su propietario. Era un piso amplio, situado en Sant Gervasi. Estaba tan acostumbrada a vivir allí, que me costó entender que debía abandonarlo. Todos los recuerdos de mi infancia estaban en aquella casa y en aquel barrio acomodado de Barcelona.

Exiliarse en un pueblo de doscientos habitantes no era la mejor suerte para una chica de dieciséis años acostumbrada al bullicio de una gran ciudad, pero la idea de aislarme de todo, en el fondo, me atraía. Al menos allí no tendría que soportar las caras compasivas de mis compañeros de instituto. No les culpo. Perder a los dos seres que más quieres, de forma trágica y con tan poca diferencia, es algo que toca el corazón de cualquiera.

En las seis horas que duró el viaje hice memoria de mis veranos en el pueblo de mi madre. Ella vivía en todos esos recuerdos. Eran imágenes poco precisas. Yo era muy pequeña por aquel entonces. Traté también de imaginarme cómo sería Colmenar en la actualidad. Hacía más de diez años que no pisaba sus calles empedradas y sus bosques de prados verdes.

Desde el momento en que el autocar dejó la autopista para adentrarse en la comarcal que serpenteaba por los pueblos de Soria, me sentí extrañamente reconfortada. Unos altísimos pinos flanqueaban la estrecha carretera por ambos lados.

De alguna manera, noté la presencia de mi madre en aquel paisaje, como si su alma estuviera allí para recibirme. Evoqué su dulce sonrisa de los buenos tiempos, cuando la enfermedad aún no la había borrado de su bello rostro. El asiento vacío a mi lado me hizo comprender lo sola que estaba. ¡Me hubiera gustado tanto que me acompañara en aquel viaje! Mis dedos juguetearon con el colgante que conservaba de ella: una cadena con una diminuta llave de plata. Recordé el momento en que me lo había regalado y abrochado al cuello. No me lo había quitado desde entonces.

Al llegar, tuve la impresión de haber hecho un viaje al pasado. Colmenar parecía haberse congelado en plena Edad Media. Las casas de piedra gris, con tejados rojos y chimeneas cónicas, formaban una estampa muy distinta a la ciudad que había dejado atrás esa misma mañana. Alcé los ojos hasta el campanario y vi un enorme nido de cigüeña. Al fondo, las montañas verdes lucían sus cimas nevadas.

Álvaro me esperaba sentado en un banco, junto a la parada de autobuses. Supe que era él al instante. No había nadie más en aque

lla plaza. Tras su desconcertante frase de bienvenida, tomó una de mis mochilas y me hizo un gesto con la cabeza para que le siguiera.

Di por hecho que íbamos a su casa, en el pueblo, así que me sorprendió que se parara junto a un Land Rover y metiera mis cosas en el maletero. Aun así, entré en el coche sin rechistar. No sabía adónde nos dirigíamos. Tampoco me importaba.

Salimos del pueblo en dirección al monte por un camino sin asfaltar. A las afueras, me fijé en un letrero que indicaba un lugar de producción apícola. Sabía por la abuela que la miel se producía desde hacía tiempo por los lugareños. Mi propio tío tenía colmenas en propiedad y se dedicaba al suministro de miel y mermelada ecológicas a varios puntos de la comarca.

A medida que ganábamos altura, el paisaje se tornó más exuberante. A un extenso bosque de helechos y pinos verdes se unían en ocasiones pequeños robles y hayas, cuyas hojas amarillas, ocres y naranjas inundaban el monte de colores otoñales. Reconocí en ellos el escenario de los cuentos y leyendas que me explicaron de niña. Durante unos segundos, creí incluso que algún hada o duende saldría a nuestro encuentro.

Aparté la mirada de aquel paraje y la enfoqué unos segundos en mi tío. Había algo en él que me aterraba. Conducía con el ceño fruncido y la boca prieta. No tendría más de cuarenta años, pero su indumentaria —una camisa de franela de cuadros y unos pantalones de pana con tirantes— le otorgaban un aspecto rural más propio de un anciano.

Aquel silencio incómodo me forzó a decir algo amable. El cielo se había vuelto negro.

—Tenemos encima una buena tormenta…

—No tendrías que haber salido de la ciudad. Este no es lugar para una chica como tú —dijo mi tío sin apartar la vista del camino de tierra.

—Yo ya no tengo un lugar… —murmuré.
—¿De verdad no tienes a nadie en Barcelona? ¿Alguien que pueda cuidar de ti?

—Sé cuidarme sola. No necesito a nadie —protesté molesta.

En realidad, sí había alguien que se preocupaba por mí. La idea de que dejara el curso y me fuera a vivir con un pariente descono cido había despertado el recelo de Ángela, mi tutora en el instituto —y una de las pocas amigas que tuvo mi madre—. Antes de subir al autocar había insistido por enésima vez para que no me marchara. «Podemos hablar con el asistente social…», me había dicho; pero yo le mentí diciéndole que quería ir… Hubiera deseado tener más control sobre mí y contener el llanto que amenazaba en mi garganta en ese momento. Tragué saliva. Ella me acarició el pelo de una forma muy parecida a como lo hacía mi madre, y yo no pude evitar abrazarme a ella. Rompí a llorar. «No te preocupes por mí», le pedí entre sollozos. «Todo irá bien.» —Si no necesitas a nadie, ¿qué haces aquí? —dijo mi tío devolviéndome al presente.

—Soy una menor, ¿recuerdas? Necesito un tutor hasta que cumpla los dieciocho. Y tú eres el único «familiar» —pronuncié esa palabra con desdén para ocultar la tristeza que me producía su actitud— que me queda.

—Lo sé —murmuró Álvaro suavizando un poco el tono—. Soy tu único familiar, pero también tu peor opción. No se me dan bien las personas.

No esperaba una gran acogida, pero saber que mi presencia molestaba tanto a mi tío hizo que de nuevo amenazaran lágrimas en mis ojos. Me mordí el labio y controlé el deseo apremiante de dejarlas salir.

—Y, además, ¿qué pasa con tus estudios

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