Rubí (Rubí 1)

Kerstin Gier

Fragmento

2

Leslie se refería a nuestra casa como «un palacio noble» por el enorme número de habitaciones, pinturas, artesonados y antigüedades que contenía. Mi amiga imaginaba que detrás de cada pared se abría un pasadizo secreto, y que en cada armario había al menos un compartimento también secreto. Cuando aún éramos pequeñas, en cada una de sus visitas partíamos en viaje de exploración por la casa. El hecho de que estuviera terminantemente prohibido husmear hacía que fuera aún más emocionante. Siempre estábamos desarrollando nuevas estrategias cada vez más sofisticadas para que no nos atraparan, y con el tiempo descubrimos realmente algunos compartimentos secretos, e incluso una puerta secreta en la escalera, detrás del óleo de un hombre gordo con barba de mirada feroz, montado a caballo y con la espada desenvainada.

Según nos informó la tía abuela Maddy, el hombre de aire feroz era mi tatatatatarabuelo Hugh, acompañado de su yegua para la caza del zorro Fat Annie. Y a pesar de que la puerta que había detrás de la pintura solo conducía, unos cuantos escalones más abajo, a un cuarto de baño, en cierta manera podía decirse que habíamos encontrado una cámara secreta.

—¡Jo, qué suerte tienes de poder vivir aquí! —exclamaba Leslie siempre.

Yo creía más bien que la que tenía suerte era Leslie. Ella vivía con su madre, su padre y un perro peludo llamado Bertie en una acogedora casa adosada de North Kensington. Allí no había secretos, ni sirvientes siniestros ni parientes que te pusieran de los nervios.

Antes también nosotros habíamos vivido en un sitio así —mamá, papá, mis hermanos y yo—, en una casita en Durham, en el norte de Inglaterra. Pero luego papá murió. En esa época, mi hermana tenía medio año, y mamá se trasladó con nosotros a Londres, probablemente porque se sentía sola. Y también, tal vez, porque no le llegaba el dinero.

Mamá había crecido en esta casa junto con sus hermanos Glenda y Harry. El tío Harry era el único que no vivía en Londres; se había instalado con su mujer en Gloucestershire.

Al principio, a mí la casa también me había parecido un palacio, exactamente igual que a Leslie; pero cuando tienes que compartir un palacio con una familia de muchos miembros, al cabo de un tiempo deja de parecerte tan grande. Especialmente si hay un montón de espacios inútiles, como, por ejemplo, el salón de baile de la planta baja, que era tan ancho como toda la casa.

El salón habría ido perfecto para hacer skate, pero estaba prohibido. Era un espacio precioso, con sus altas ventanas, sus techos de estuco y sus arañas, pero desde que vivía en la casa nunca se había celebrado un solo baile, una gran fiesta o una verbena.

Lo único que se celebraba allí eran las clases de danza y de esgrima de Charlotte. La tribuna para la orquesta, a la que se podía llegar por la escalera del vestíbulo, era más que innecesaria, excepto tal vez

para Caroline y sus amigas, que aprovechaban los rincones oscuros bajo las escaleras que conducían desde allí al primer piso para jugar al escondite.

En el primer piso estaba la ya mencionada sala de música, además de las habitaciones de lady Arista y de la tía abuela Maddy, un baño (el de la puerta secreta) y el comedor, en el que la familia se reunía cada noche a las siete y media para cenar. Entre el comedor y la cocina, situada justo debajo, había un montaplatos pasado de moda en el que a veces Nick y Caroline se subían y bajaban el uno al otro dándole a la manivela, a pesar de que, como es natural, estaba estrictamente prohibido. Leslie y yo también lo habíamos hecho a menudo antes; pero, por desgracia, ahora ya no cabíamos.

En el segundo piso estaban los aposentos de mister Bernhard, el despacho de mi difunto abuelo —lord Montrose— y una enorme biblioteca. Charlotte también tenía su habitación en ese piso, un cuarto situado en un ángulo de la casa y con una galería en saledizo del que a mi prima le gustaba presumir. Y su madre ocupaba un salón y un dormitorio con ventanas a la calle.

La tía Glenda se había separado del padre de Charlotte, que ahora vivía con una nueva mujer en algún lugar de Kent. Por eso, aparte de mister Bernhard, no había ningún hombre en la casa, a no ser que se cuente como tal a mi hermano. Tampoco había animales de compañía, a pesar de nuestras súplicas. A lady Arista no le gustaban los animales y la tía Glenda era alérgica a todo lo que tuviera pelaje.

Mamá, mis hermanos y yo vivíamos en el tercer piso, directamente bajo el tejado, donde había muchas paredes en ángulo pero también dos pequeños balcones. Todos teníamos una habitación propia y Charlotte envidiaba nuestro gran baño, porque el del se

gundo piso no tenía ventanas, y el nuestro, en cambio, tenía dos. Pero a mí también me gustaba nuestro piso porque mamá, Nick, Caroline y yo lo teníamos para nosotros solos, lo que en esa casa de locos era una bendición.

El único inconveniente era que estábamos condenadamente lejos de la cocina, como bien pude recordar, para mi desgracia, cuando ya había llegado arriba. Al menos, debería haber cogido una manzana. Ahora tendría que contentarme con las galletas de mantequilla de la provisión que mamá guardaba en el armario.

Temía tanto que volviera la sensación de vértigo que me comí once, una detrás de otra. Luego me saqué los zapatos y la chaqueta y me dejé caer como un saco en el sofá de la habitación de costura.

De algún modo, el día estaba transcurriendo de forma extraña, más extraña que de costumbre.

Eran solo las dos. Hasta al cabo de dos horas y media como mínimo no podría llamar a Leslie para compartir mis problemas con ella. Y mis hermanos tampoco llegarían de la escuela hasta pasadas las cuatro. Normalmente, me gustaba estar sola en casa. Así podía tomarme un baño tranquilamente sin que nadie llamara a la puerta porque tenía que ir urgentemente al váter. Podía poner la música fuerte y cantar muy alto sin que nadie se riera de mí. Y podía ver lo que quisiera en la tele sin que nadie viniera a fastidiarme con un «Venga, va, que ahora empieza Bob Esponja».

Pero no me apetecía hacer nada de eso. Ni siquiera quería echarme un sueñecito, porque tenía la sensación de que el sofá —normalmente, un lugar de recogimiento perfecto— era como una balsa bamboleante en un río de aguas turbulentas, y tenía miedo de que saliera flotando conmigo encima en cuanto cerrara los ojos.

Para ver si se me pasaba un poco, me levanté y empecé a ordenar. La habitación de costura era como nuestra sala de estar extraoficial, porque afortunadamente ni mis tías ni mi abuela cosían, y por eso casi nunca subían al tercer piso. De hecho, allí tampoco había ninguna máquina de coser, pero sí, en cambio, una estrecha escalera por la que se podía subir al tejado. La escalera estaba reservada, en principio, al deshollinador, pero Leslie y yo habíamos convertido el tejado en uno de nuestros lugares favoritos. Desde allí arriba teníamos unas vistas fantásticas y era un sitio ideal para mantener una conversación entre chicas. (Por ejemplo, sobre chicos y sobre el hecho de que no conocíamos a ninguno que valiera la pena.)

Naturalmente, era un poco peligroso porque no había barandilla, sino solo un remate decorativo de hierro galvanizado que llegaba a la altura de las rodillas; pero tampoco se trataba de practicar el salto de longitud sobre las tejas o de bailar al borde del abismo. La llave de la puerta que daba al tejado estaba guardada en el aparador, en un azucarero decorado con rosas. En mi familia nadie sabía que yo conocía el escondrijo. Si se hubieran enterado, se hubiera montado un escándalo de mil demonios, de modo que siempre iba con much

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