Zafiro (Rubí 2)

Kerstin Gier

Fragmento

1

eñores, estamos en una iglesia! ¡Este no es lugar para besarse!

Espantada, abrí los ojos como platos y me eché hacia atrás rápidamente, esperando ver venir hacia mí a un viejo párroco con sotana ondulante y rostro indignado dispuesto a echarnos un furioso sermón. Pero no era el párroco quien había interrumpido nuestro beso. De hecho, no era una persona. Era una pequeña gárgola que estaba acurrucada en un banco de la iglesia junto al confesionario y que me miraba tan sorprendida como yo a ella.

Aunque, en realidad, el estado en que yo me encontraba difícilmente podía calificarse como de sorpresa. Para ser sincera, debería haberlo descrito más bien como una violenta suspensión del racio cinio.

Todo había empezado con ese beso.

Gideon de Villiers me había besado a mí, Gwendolyn Sheperd. Naturalmente, debería haberme preguntado por qué se le había ocurrido semejante idea tan de repente —en el confesionario de una iglesia situada en algún lugar de Belgravia en el año 1912—, justo después de que hubiéramos representado en vivo una huida de pe

—¡

lícula que nos había dejado sin aliento y en la que habíamos tenido que luchar, entre otras cosas, contra mi estrecho vestido largo hasta los tobillos y su ridículo cuello de marinero.

Podría haber realizado comparaciones con los besos de otros chicos y haber analizado a qué se debía que Gideon besara mucho mejor que ellos.

También habría podido darme que pensar el hecho de que entre nosotros se encontrara la ventanilla del confesionario por la que Gideon había tenido que pasar la cabeza y los brazos, y que esas no fueran las condiciones ideales para un beso, aparte de que no necesitara para nada añadir más confusión a mi vida después de que hacía solo tres días me hubiera enterado de que había heredado de mi familia el gen de los viajes en el tiempo.

Pero lo cierto es que yo no pensaba absolutamente en nada, aparte quizá de «¡Oooh!» y «Mmm…!» y «¡Más!».

Por eso tampoco me percaté del tirón en el vientre, y solo entonces, mientras esa pequeña gárgola me miraba fijamente desde el banco con los ojos chispeantes y los brazos cruzados sobre el pecho, solo cuando mi mirada cayó sobre la sucia cortina marrón del confesionario que hacía un momento había sido de un verde de terciopelo, tuve el pálpito de que entretanto habíamos saltado de nuevo al presente.

—¡Mierda! —Gideon se retiró hacia su lado del confesionario y se rascó la nuca.

«¿Cómo que “Mierda”?» Caí bruscamente de mi nube y olvidé a la gárgola.

—Pues a mí no me ha parecido tan mal —dije con un tono tan despreocupado como pude.

Por desgracia, me faltaba el aliento, lo que redujo el efecto buscado. No podía mirar a Gideon a los ojos, de modo que seguí con la vista fija en la cortina de poliéster marrón del confesionario.

¡Dios mío! Había viajado casi cien años a través del tiempo sin darme cuenta porque ese beso me había dejado absolutamente… estupefacta. Me refiero a que un minuto antes el tipo le encuentra pegas a todo lo que haces, acto seguido nos vemos metidos en una persecución y debemos protegernos de unos hombres armados con pistolas, y, de repente —como si nada—, asegura que eres muy especial y te besa. ¡Y cómo besa Gideon! Inmediatamente sentí celos de todas las chicas con las que debía de haber aprendido a hacerlo.

—Nadie a la vista. —Gideon asomó la cabeza fuera del confesionario y luego salió a la nave de la iglesia—. Bien. Cogeremos el autobús de vuelta a Temple. Ven, ya nos estarán esperando.

Me quedé mirándole desconcertada a través de la cortina. ¿Significaba eso que quería pasar sin más al orden del día? Después de un beso (en realidad, mejor antes, pero para eso ya era demasiado tarde), ¿no había que aclarar un par de cosas básicas? ¿Había sido ese beso una especie de declaración de amor? ¿Podía decirse tal vez incluso que ahora Gideon y yo estábamos juntos? ¿O sencillamente habíamos flirteado un poco porque no teníamos nada mejor que hacer?

—No pienso subirme al autobús con este vestido —declaré categóricamente, mientras me levantaba con la máxima dignidad posible. (Me habría cortado la lengua antes que plantearle alguna de las preguntas que en esos momentos me rondaban la cabeza.) El vestido era blanco con cintas de terciopelo azul cielo en la cin

tura y el cuello, seguramente el último grito en 1912, pero no muy apropiado para el transporte público del siglo XXI, la verdad—. Cogeremos un taxi.

Gideon se volvió hacia mí, pero no me contradijo. Con su levita y su pantalón con la raya planchada tampoco parecía entusiasmarle la idea de viajar en autobús. Aunque en realidad le sentaban de maravilla; sobre todo ahora que no llevaba el pelo tan repeinado por detrás de las orejas, como hacía solo dos horas, sino en rizos sueltos que le caían sobre la frente.

Me reuní con él en la nave de la iglesia y me estremecí. Hacía un frío glacial allí dentro. ¿O tal vez se debía a que en los últimos tres días prácticamente no había dormido? ¿O a lo que acababa de pasar hacía un momento?

Probablemente, mi cuerpo había segregado más adrenalina en esos últimos tiempos que en los dieciséis años anteriores. Habían pasado tantas cosas y había tenido tan poco tiempo para asimilarlas, que mi cabeza parecía a punto de estallar ante semejante cúmulo de informaciones y sensaciones. Si hubiera sido un personaje de cómic, habría tenido un globo con un enorme interrogante flotando sobre mi cabeza. Y tal vez un par de calaveras.

De todos modos, hice de tripas corazón y decidí que, si Gideon quería volver al orden del día, yo también podía hacerlo sin mayores problemas.

—Bueno, lo mejor será que nos larguemos —dije como si na da—. Tengo frío.

Me dispuse a pasar por su lado para salir, pero él me sujetó del brazo.

—Escucha, respecto a…

Se calló, seguramente con la esperanza de que yo le interrumpiera.

Pero, naturalmente, no lo hice. Me moría de ganas de saber qué tenía que decirme. Además, estaba tan cerca de mí que me costaba respirar con normalidad.

—Ese beso… En realidad…

De nuevo dejó la frase a medias. Pero yo la completé de inmediato en mi mente.

«… no era mi intención».

Ah, perfecto; entonces, sencillamente no debería haberlo hecho, ¿no? Eso era como prender fuego a una cortina y sorprenderse luego de que toda la casa estuviera ardiendo. (Vale, sí, una comparación estúpida.) Yo no pensaba facilitarle ni un poquito las cosas, así que le miré fríamente, manteniéndome a la expectativa. Quiero decir que traté de mirarle fríamente y mantenerme a la expectativa, aunque en realidad supongo que puse cara de «soy el pequeño Bambi; por favor, no me dispares»; no podía hacer nada para evitarlo. Solo faltaba que me empezara a temblar el labio inferior.

«No era mi intención.» ¡Vamos, dilo!

Pero Gideon no dijo nada en absoluto. Tiró de una horquilla hundida entre mi cabello revuelto (seguramente, a esas alturas parecería que unos pajaritos hubieran anidado en mi complicado peinado), cogió un mechón y lo enrolló en torno a su dedo, mientras con la otra mano empezaba a acariciarme la cara. Luego se inclinó hacia mí y me besó de nuevo, esta vez con mucha delicadeza. Cerré los ojos… y ocurrió lo mismo de la otra vez: mi cerebro volvía a disfrutar de esa bendita pausa en la emisión. (Ya solo emitía «Oh», «Mmm» y «Más».)

Aunque fueron apenas diez segundos, porque luego una voz irritada dijo junto a nosotros:

—¿Ya volvemos a empezar?

Espantada, le di un empujoncito en el pecho a Gideon, y

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