Robinson Girl

Rocío Carmona

Fragmento

cap-2

1

Despertar

La humedad en los dedos de los pies me arrancó de un espeso y plomizo sueño.

«Maldito perro…», pensé mientras luchaba contra el profundo sopor que me paralizaba. Supuse que era Callie, el bulldog francés de mi madre, la que me estaba lamiendo. Aquella bola de pelo solía reclamar así su paseo matutino, pero yo me sentía demasiado enferma como para pensar en levantarme.

Noté la boca pastosa, el estómago revuelto y un martilleo insistente en las sienes, signos evidentes de una monumental resaca.

Fastidiada, me tapé la cara con las manos y di una patada al aire para espantar al chucho. Mi pie topó con el vacío, y me imaginé que Callie se había marchado a darle la tabarra a otra persona.

Suspiré y me di la vuelta, buscando una postura más cómoda. Me dolía la espalda como si hubiera pasado la noche tumbada sobre una tabla. Al rodar sobre mi propio cuerpo percibí una sensación extraña en el vientre y en la cadera. La cama estaba áspera y húmeda, como si alguien hubiera comido galletas con leche allí mismo y hubiera dejado las migajas. Trocitos minúsculos de… algo me arañaban la piel. Un insólito olor a sal lo impregnaba todo.

Extrañada, rodé hacia al otro lado. Con los ojos aún cerrados traté de encontrar sin éxito la almohada.

Al darme la vuelta volví a notar los pies mojados. «¿Qué diablos…?», murmuré de mal humor, mientras me resistía con todas mis fuerzas a sacudirme la modorra.

El calor era sofocante. Perdida en la frontera entre el sueño y la vigilia, pensé que quizá me habría dejado las persianas abiertas antes de meterme en la cama: el sol caldeaba el ambiente y me hacía sudar. Cerré los ojos aún con más fuerza para que la luz no me arrebatara definitivamente de los brazos de Morfeo.

Pero… ¿qué era aquel ruido?

Mis sentidos se desperezaron de golpe al oír un rumor de agua. Tras incorporarme al fin, me froté los párpados resecos y traté de enfocar la vista.

Al principio no pude distinguir nada. El sol era tan deslumbrante que me cegó durante unos segundos. Volví a abrir los ojos más lentamente y entonces lo vi todo de color blanco y azul.

Una playa inmensa y desconocida se extendía ante mí.

El oleaje me alcanzó hasta lamerme las pantorrillas, y todavía subió más, hasta mojarme los bajos de la minifalda vaquera. Anonadada, me puse en pie de un salto y traté de esquivar la siguiente ola.

¿Dónde estoy?

Mi voz sonó áspera y ahogada, casi metálica.

Mientras volvía la cabeza hacia todos lados, con los pies hundidos en una arena blanquísima, me llevé una mano hacia mi colgante en forma de nube. Trataba de aferrarme a algo conocido ante la aterradora realidad que me rodeaba.

¿Qué lugar era ese? ¿Cómo había ido a parar allí? ¿Por qué no había nadie?

El tacto frío de la plata me serenó lo suficiente para no echar a correr como una loca en cualquier dirección, presa del pánico.

Acabo. De. Despertarme. En. Una. Playa. Desierta.

Construí a trompicones aquella frase, haciendo pausas donde no tocaba para tomar aire. La repetí unas cuantas veces. Intentaba ganar espacio a mis desbocados pensamientos para encontrar una explicación plausible a aquel sinsentido.

¿Estaba soñando? Tenía que ser eso. Pero el mar turquesa, la arena fina y las palmeras que se combaban hacia la orilla, como para beber de aquella agua salada, parecían muy reales.

Cerré los ojos y me pellizqué el antebrazo, deseando que al volver a abrirlos el mundo recuperara su orden natural y yo despertara nuevamente en casa, en mi cuarto, en la cama. Si volvía Callie incluso estaba dispuesta a darle el paseo de su vida.

Los abrí y comprobé aterrorizada que todo seguía igual. Las olas iban y venían, mansamente, arrastrando en su vaivén los últimos restos de mi serenidad.

Me abofeteé la mejilla, solo por si acaso, pero nada cambió.

Jadeé asustada. No tenía ni idea de qué podía haber pasado ni de cómo había acabado en aquella playa de aires remotos. Lo último que recordaba era que la noche anterior había reunido a mis amigos en una hamburguesería para celebrar que al día siguiente cumplía los dieciocho.

Me había puesto muy pesada. Quería que mi entrada en la mayoría de edad fuera sonada y no había parado hasta arrastrar a todo el grupo a High, una discoteca de mala reputación por su historial de peleas y redadas de la policía. Y yo era la típica adolescente acomodada que, en aquella velada tan especial, había decidido hacer turismo en el lado canalla de la noche.

Al final conseguí que entraran todos, excepto el pobre Álex, que llevaba zapatillas de deporte y había topado con un portero especialmente inflexible.

A partir de ahí mi recuerdo se volvía borroso.

La única explicación medianamente razonable que se me ocurría era que mis amigos me hubieran llevado a aquella playa como regalo de cumpleaños. Quizá habían hecho una colecta para alquilar un yate con patrón y todo, y sorprenderme en un lugar paradisíaco donde continuar la fiesta por todo lo alto.

Pero, entonces, ¿dónde estaba el maldito barco?

Nerviosa, me puse la mano sobre los ojos a modo de visera y oteé el mar. No se veía ningún rastro humano en aquella costa kilométrica. Solo la arena impoluta y una extensión infinita de agua.

Angustiada, volví la vista hacia la espesura y me pregunté si aquellos idiotas —sería demasiado generoso llamarlos amigos— se ocultaban en el bosque para darme un buen susto. Tras la primera línea de palmeras que asomaban sobre la playa, otras especies más frondosas crecían tierra adentro.

Sin atreverme a entrar en aquella selva cerrada, me dije que la hipótesis del regalo tenía un par de lagunas.

Por una parte, mis amigos estaban demasiado pelados para permitirse alquilar un yate y un capitán que navegara en plena noche. Por otra, el extenso arenal solitario que se extendía ante mí no se parecía en nada a las costas mediterráneas que yo conocía. Recordaba más bien a una playa del Índico, como las que había visto en los documentales, con sus dunas blancas, los cocoteros y el mar turquesa.

Era imposible que hubiera llegado tan lejos en una sola noche. No tenía ningún sentido.

Totalmente desconcertada, caminé unos pasos y me senté en la arena, lejos del alcance de las olas. Detrás de mí se imponía aquel espeso bosque de árboles altísimos y amenazadores. Crecían tan apretados que la luz del sol no penetraba más allá de las ramas más altas.

¿Cómo podía haber un bosque de aspecto alpino junto a una cálida playa tropical?

Aquella espesura parecía propia de un paisaje de Nueva Zelanda, me dije, recordando los paisajes que habían servido a Peter Jackson para filmar la Tierra Media.

Cada vez más confusa, acaricié mi colgante con la punta de los dedos, y el tacto frío de la plata me produjo una nostalgia dolorosa. Echaba de menos a Tomás, mi novio desde hacía tres años. Con su espíritu práctico seguro que habría sabido qué hacer.

En aquel momento un pájaro trinó, y su gorjeo, más parecido a una voz humana que a la de un animal, me asustó tanto que me levanté de nuevo.

Tenía que largarme de allí. Encontrar algún teléfono desde el que llamar a casa para que fueran a buscarme, puesto que

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