Todas las hadas del reino

Laura Gallego

Fragmento

Pero lo importante era que el sueño de Marcela se había hecho realidad por fin. «Un nuevo éxito en mi historial como hada madrina», pensó Camelia. Se permitió un breve momento de autocomplacencia y decidió que se había ganado un descanso. «Mañana por la mañana dormiré hasta tarde —pensó—. Iré a visitar a Alteo y Verena después del mediodía.» Solucionar el asunto de Marcela le había consumido bastante más tiempo, energía y recursos de lo que había calculado en un principio. Sí, de acuerdo, la muchacha era plebeya, y él, nada menos que un príncipe…, pero lo cierto era que no habían tardado en enamorarse. El problema había sido siempre la reina. Le había costado casi un año entero convencer a Aldemar de que plantase cara a su madre.

«No voy a darle más vueltas», resolvió finalmente. Pronto llegaría a casa.

Sin nombre, sin historia y sin descripción ra ya noche cerrada cuando alcanzó su bosque. La luna apenas asomaba tras un tenue manto de nubes, pero el hada no tuvo ningún problema en localizar su hogar entre los árboles. Descendió, con un suspiro de satisfacción. Por fin estaba en casa.

Vivía en una cabaña rústica pero coqueta, que se alzaba entre las enormes raíces de uno de los árboles más vetustos del bosque. Hacía tiempo que el tejado se había cubierto de musgo, pero a Camelia le gustaba así. Adoraba cada rincón de aquella minúscula casita, su huerto, sus ventanas adornadas con flores, su chimenea un tanto retorcida y, sobre todo, su refugio favorito: aquella mecedora ante la lumbre.

Camelia entró en casa y cerró bien la puerta tras ella. Se quitó los zapatos y, tras calzarse las zapatillas, encendió el fuego y preparó algo sencillo para cenar. Después, tras dejar calentando el puchero con el chocolate, se detuvo ante la estantería donde guardaba lo que consideraba su mayor tesoro: su colección de libros de cuentos, que había acumulado a lo largo de toda su vida y que nunca se cansaba de releer, a pesar de que ya los conocía de memoria. Algunos de aquellos relatos aparecían en diferentes recopilaciones, pero a Camelia le gustaba saborear los matices, las diferencias que podían apreciarse entre una versión y otra, las interpretaciones que variaban según el texto, el lugar o la época. Disfrutaba descubriendo cuentos que hacían referencia a algún acontecimiento en el que ella había participado o del que había oído hablar, o los que narraban los hechos de alguien a quien ella hubiese conocido. Seguía con verdadero interés cada cambio en la tradición, y le llamaban particularmente la atención los cuentos más antiguos, los más cercanos a su fuente original. Pero, conforme pasaban los años, era cada vez más difícil encontrarlos. Cada nueva generación reescribía la tradición y relataba su propia interpretación de las historias que había oído contar a sus padres o a sus abuelos.

Aun así, a Camelia todos los cuentos le parecían maravillosos en todas sus versiones. El hecho de encontrar variaciones no la molestaba. Por ejemplo, era consciente de que mucha gente atribuía a Orquídea, a Azalea o a Magnolia muchas de las cosas que ella misma había hecho, pero aquella circunstancia solo la divertía. Al fin y al cabo, en todos aquellos cuentos el hada madrina era siempre… el hada madrina, sin más. Sin nombre, sin historia y sin descripción. A veces se hacía referencia a los hermosos vestidos del hada, o a su palacio de cristal; y era obvio que esos detalles se ajustaban más a las circunstancias de Orquídea que a las suyas propias. Pero Camelia lo encontraba natural; después de todo, ningún mortal había visitado nunca su casa. Quizá pensaban que todas las hadas vivían, como Orquídea o Magnolia, en fastuosos y elegantes palacios.

Y Camelia habría podido permitírselo también, naturalmente; la magia daba para eso y para mucho más.

Pero el caso era, simple y llanamente, que prefería su casita en el bosque. Y no había mayor misterio en aquello.

Sabía que, mucho tiempo atrás, antes de que a las hadas madrinas se les hubiese encomendado la tarea de ayudar a jóvenes desamparados, todas las hadas habitaban en los bosques. Quizá en castillos encantados, tal vez en los árboles o en un reino mágico bajo tierra; las hadas eran criaturas de gustos variados y volubles.

Pero no vivían entre humanos. Las que abandonaban a su estirpe para convivir con ellos acababan perdiendo sus alas… y su inmortalidad.

Las hadas madrinas eran diferentes. Su misión las obligaba a tratar con mortales a menudo, sin perder por ello sus poderes ni su esencia feérica. Eran, de alguna manera, las más humanas entre todas las hadas.

Y, no obstante, Camelia aún se sentía mejor en el bosque.

Su dedo índice recorrió los lomos de los libros, desgastados por el uso y por el tiempo. Eligió uno de sus favoritos y se lo llevó hasta la mecedora. Una vez allí se puso los anteojos y, bien acomodada frente al fuego, con una taza de chocolate caliente y el libro abierto sobre su regazo, lo abrió por una página al azar y se dispuso a dejarse llevar por la magia de las palabras.

Un asunto muy complicado justo entonces se oyó un breve estallido, hubo un fogonazo de luz de colores y la casa se llenó de pétalos de flores y un exquisito aroma a jardín.

Camelia suspiró. Orquídea era muy aficionada a las entradas espectaculares.

—¿Sabes qué hora es? —le reprochó a la visitante que acababa de aparecerse ante ella.

Orquídea cultivaba una perfecta y estudiada apariencia de hada de cuento. Lucía una larga y espesa cabellera dorada que despertaba la envidia de Verena y de casi todas las princesas de su generación; ceñía su frente con una diadema que parecía hecha de estrellas en miniatura; y vestía trajes centelleantes y vaporosos que eran todo tules, gasas, perlas y piedras preciosas.

—No te quejes tanto; aún no estabas dormida —señaló Orquídea despreocupadamente.

—Aun así, no creo que… —empezó Camelia; se interrumpió cuando sus ojos se fijaron en la recién llegada con mayor detenimiento—. ¿Qué es eso que llevas en la cabeza?

Orquídea se llevó una mano al alto sombrero cónico que lucía, con una sonrisa de orgullo.

—¿Te gusta? Es la última moda en la corte de Grandolín. —Me parece extravagante y poco práctico.

—No esperaba otra cosa de ti —replicó Orquídea sin ofenderse mientras paseaba la mirada por la estancia en busca de un lugar para acomodarse. Camelia se alegró de estar ocupando el mejor asiento de la casa y sonrió para sus adentros cuando la visitante descartó con un gesto el taburete del rincón—. No sé cómo pretendes que quepamos todas aquí, la verdad —comentó finalmente con disgusto, apartando una capa vieja que reposaba en el respaldo de una silla para sentarse en ella.

Camelia parpadeó desconcertada.
—¿Todas, has dicho?

Orquídea suspiró.
—No puedo creer que te hayas olvidado de la reunión.

Camelia se quedó helada.
—¡Pero si no era hoy!
—No, claro que no; es la semana que viene. Solo estaba adelantando acontecimientos.

Camelia empezaba a enfadarse.
—Sé perfectamente que es la semana que viene. No me confundas. —Yo no confundo nada. Y no pongas esa cara; no habría sido tan sorprendente que hubieses olvidado una reunión que solo se organiza cada siete años. Especialmente si te toca ser la anfitriona —añadió, guiñándole un ojo con picardía.

lo habrías olvidado, no yo —replicó Camelia; se estiró sobre su mecedora y reprimió un bostezo—. Y entonces, si ninguna de las dos

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