El despertar de la sirena

Carolina Andújar

Fragmento

Cuando el barco se aproximó al álgido puerto y los pasajeros finalmente dejaron sus camarotes, Casandra sintió que sus ojos se escarchaban. Las distantes luces de las viviendas se fundían con las del cielo estrellado de la bahía en el horizonte y aunque reinaba una calma aparente, la espuma que rebordeaba el suave oleaje negro parecía imbuida de una emoción siniestra. El mar, un ente de magnitud casi infinita cuyo capricho podía destruir pequeñas embarcaciones y flotas enteras, casuchas paupérrimas o ciudades ribereñas, siempre le había infundido respeto y admiración, y aun si le gustaba pensar que este solía favorecer a aquellos que desde niños se consagraban a su misterio y quizá también a quienes habiendo aceptado su ínfima condición de humanos se rendían extasiados ante su ímpetu, Casandra no lo amaba.

No había crecido cerca de él y lo había visto por primera vez al inicio de su travesía, momento en el cual su pecho se había comprimido con un horror tal que dio la media vuelta para echarse a correr por el muelle mientras que el reflejo argentino de la luna crepuscular la perseguía sobre las aguas añiles. Su padre, un hombre afable pero por sobre todas las cosas práctico, le había impedido refugiarse en brazos de su madre, quien lloraba con gran desconsuelo en el puerto. Tomándola de la mano, la había obligado a retroceder hasta el navío que la esperaba en tanto que un grupo de gaviotas de ominoso cantar sobrevolaba la amplia capucha de color marfil que cubría su cabeza.

A pesar de que un número reducido de viajeros realizaba aquel trayecto una vez llegado diciembre y por ello los pasajes eran un tanto menos dispendiosos que de costumbre, los padres de Casandra habían procurado la totalidad de sus modestos ahorros para que ella se reuniese con su abuela Marion. Tras su viudez, la abuela había contraído nupcias con un orgulloso capitán finlandés de grandes mostachos plateados, estableciéndose a partir de ese momento en una bonita casa ubicada en la costa del mar Báltico desde la que enviaba a su nieta postales, las cuales eran usualmente pequeñas acuarelas del litoral que ella misma pintaba, y extensas cartas que describían en detalle sus actividades diarias e interacciones con los vecinos.

Cuando, casi tres años atrás, la abuela había enviudado por segunda vez, había empezado a enumerar también en su correspondencia ciertas fatigas que Casandra atribuía en parte, no sin razón, a un ineludible sentimiento de soledad. La misión de Casandra era, pues, no solo confortar a su abuela, sino llevarla de regreso consigo a Francia para que, lejos del frío aire oceánico, el dolor de sus articulaciones menguase y su corazón recuperase su alegría esencial.

Aun si la abuela poseía las cualidades físicas y mentales necesarias para realizar el viaje sola de ser necesario, ciertas situaciones que antaño consideraba estimulantes ahora la atemorizaban, y había insistido en que Casandra hiciese buen uso de su juventud, aventurándose a conocer una nueva porción del mundo, ayudándola a empacar las pertenencias que debían conservarse en la familia y, en especial, haciéndole compañía durante el retorno a casa, algo a lo que ninguna nieta valiente y amorosa se habría negado.

Pues bien, aunque Casandra se había mostrado muy entusiasmada cuando sus padres le ofrecieron aquella rara oportunidad con la que, cabe decir, pocas chicas de su edad o condición habrían soñado, y aunque había fantaseado durante años con el exótico hogar de la abuela, su primera impresión del mar le produjo un estremecimiento tan profundo que perdió por completo la compostura, tanto así que solo las amonestaciones de su padre, quien tuvo que escoltarla hasta el camarote, lograron que reuniese el aplomo suficiente para despedirse de él, asintiendo a modo de réplica ante cuanto este decía sin escucharlo realmente.

Casandra no fue capaz de reunirse con los pasajeros restantes en la cubierta para agitar el brazo conforme el barco se alejaba, sino que permaneció pegada al ojo de buey que la separaba del mundo exterior, su nariz rozando el grueso vidrio torneado, su vista clavada en la obscuridad ilimitada que rodeaba a la embarcación.

Si bien el trayecto no sería en exceso prolongado y ningún relámpago había surcado el cielo desde que el navío había levado anclas en Ahlbeck, Alemania, hasta donde su familia se había desplazado en tren desde Francia con el fin de acompañarla, Casandra se tardó en reunir el valor suficiente para salir del camarote donde había consumido su cena en soledad antes de quedarse dormida largo rato y despertar de modo abrupto en algún momento de la madrugada. La tripulación era limitada y los marineros encargados de supervisar el funcionamiento del barco a vapor durante la noche se dedicaban a su laborioso hacer, dando voces aquí y allí desde lugares que Casandra no identificaba. Los pasajeros que se hallaban a bordo, por su parte, aún dormían en la relativa tibieza de sus habitaciones.

Así pues, Casandra se encontró en la desolada cubierta que la separaba de aquel océano que resplandecía como el ónice bajo el firmamento despejado, el gélido viento flagelando su rostro y revolviendo los cabellos rubios que en vano había intentado mantener cubiertos por la capucha de su abrigo.

Nada sabía ella de la inmensa masa de agua que la rodeaba y no conseguía interpretar los complicados patrones perlados que se tejían en su superficie: no obstante su optimismo natural, estos se le antojaban amenazantes y sintiendo renacer el miedo que la había dominado al ver el mar por primera vez, intentó convencerse de que quizá padecía algún trastorno poco común pero no desconocido para los médicos que trataban a viajeros inexpertos como ella.

Transcurridos unos minutos, pese a que aquel acopio de buena voluntad había logrado retenerla en la cubierta, la intensa humedad marítima ya terminaba de calar los gruesos guantes de lana roja destinados a proteger sus dedos ateridos. Además, sus dientes castañeteaban sin cesar y cada inhalación del inmisericorde viento de altamar hería su pecho como una miríada de dardos flameantes. Diciéndose que buscar resguardo sería lo más sensato, la muchacha empezó a darse la vuelta en dirección a su camarote sobre el oscilante suelo de madera, pero se detuvo cuando un extraño movimiento en la periferia de su campo visual rompió la aparente distribución homogénea de las olas.

Tras obligarse a encarar de nuevo el océano, Casandra fijó la vista en la porción marina donde la irrupción se había manifestado mientras su corazón batía. La negra superficie daba la impresión de no haber sido alterada en lo absoluto y, aun así, la chica intuyó que bajo el lugar escrutado por sus ojos castaños se escondía una presencia consciente y perversa que pretendía observarla sin evidenciarse, una criatura cuya malignidad no estaba en capacidad de definir o calificar, siendo esta enteramente desconocida para ella.

Espantada, apartó su mirada del agua para internarse en el camarote que le hacía las veces de hogar provisional y, no bien hubo asegurado la pesada puerta, reacomodó sobre su cabeza la capucha del abrigo que el viento había volcado

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