Tú, siempre, todavía

Justin A. Reynolds

Fragmento

tu_siempre_todavia-4

45 minutos antes

Ya ha llegado la policía.

Junto a la entrada de urgencias hay un coche patrulla parado. Es posible que esté ahí por mí, pero no hay vuelta atrás. No puedo perder un segundo. Cojo el paquetito que he dejado en el asiento del copiloto y salgo del coche. Abro la caja y me meto el contenido en una zapatilla. Me dirijo a la puerta.

Debería haber salido antes.

Esta vez debería haber hecho cien cosas de forma diferente.

Empujo la puerta pensando «Entra en el ascensor y sube al cuarto piso», y me doy de bruces contra una pared de cemento. Como si me hubiera metido en medio de una carga policial con porras.

Ah, debe de ser el conductor.

Casi me caigo al suelo mojado, pero el policía me agarra por la camiseta.

—Lo tengo —murmura al walkie talkie que lleva en el hombro—. Sal —me ordena empujando la puerta y sujetando con la otra mano la empuñadura de su pistola—. Venga, chico. Nos vamos.

Se me pasan por la cabeza todo tipo de cosas, gestos de valentía y de coraje. Pienso en empujar al policía y correr hacia la escalera o meterme en el ascensor antes de que se cierre. Pero acabo con las piernas separadas y las manos esposadas detrás de la espalda.

Una parte de mí piensa, se pregunta y espera: quizá sea esto. Esta es la solución. Se supone que no debería estar aquí. Si no estoy aquí, ella vivirá.

Me recitan mis delitos, y tras el allanamiento de morada dejo de escuchar. No me molesto en intentar explicárselo, porque ¿cómo explicar que vienes del futuro?

—Has entendido tus derechos.

No es una pregunta. Es una afirmación.

Asiento, con el frío maletero de aluminio pegado a la mejilla.

—¿Llevas encima armas, drogas o algo por el estilo? —me pregunta el policía más alto.

—No —miento.

Porque no puedo decirles la verdad. Ahora no. Unas manos recorren bruscamente mi cuerpo. Mis llaves tintinean cuando el policía me las saca del bolsillo. Luego coge mi cartera.

—Nada interesante —dice el policía alto a su compañera.

—¿Le pedimos que se quite las zapatillas? —sugiere la mujer.

Y casi se me doblan las rodillas.

—Por favor —les suplico—, déjenme entrar. Mi novia está muriéndose. Pregúntenselo a los médicos o a las enfermeras. Por favor. Solo cinco minutos. Por favor. Tengan piedad. Déjenme verla cinco minutos y luego podrán llevarme a la cárcel, encerrarme y tirar la llave. Lo que quieran. Por favor. Piensen en sus hijos. ¿Tienen hijos? Si estuvieran muriéndose, ¿les gustaría que estuvieran solos? Por favor. Por favor.

Intento caer de rodillas para suplicárselo, pero es complicado cuando me lo impiden físicamente. El policía que me ha puesto las esposas mira a su compañera, una mujer de pelo rubio oscuro con los ojos inyectados en sangre, que suspira de ese modo tan estudiado que todas las madres deben de aprender el primer día que van a la escuela de madres. Pero luego asiente. Y el policía me quita las esposas.

No me lo puedo creer.

—No hagas tonterías, chico —me dice en un tono que me hace pensar que cree que voy a hacer una tontería.

—Cinco minutos —me dice la mujer—. Ni uno más.

Mientras avanzo con uno de ellos a cada lado por el grasiento suelo de linóleo y subimos en el ascensor, en el que han intentado eliminar con lejía el olor a meados, me aseguran que si hago algo sospechoso no dudarán en darme una paliza. Pero no voy a escaparme. Vuelvo a mirar el reloj. Puedo conseguirlo.

Pero la puerta del ascensor duda unos veinte segundos antes de abrirse por fin a trompicones. Y entonces tenemos que dirigirnos a otro pasillo, porque un hombre del servicio de limpieza está fregando el suelo y parece que se toma su trabajo muy en serio, ya que empieza a gritar y a pegar saltos. Los policías le piden disculpas, pero el hombre se limita a señalar muy enfadado un camino alternativo, es decir, el camino más largo del mundo.

Intento explicarles que no tenemos tiempo para rodeos, para ascensores destartalados ni para letreros que dicen que el suelo está mojado. Pero no me hacen caso. Y cuando llegamos, es casi demasiado tarde.

Kate está a punto de morir.

—Vaya, mira quién está aquí —dice Kate parpadeando.

En un rincón, la silla en la que suele sentarse su madre está vacía. Al lado, en el suelo, hay una manta arrugada. En el alféizar hay un vaso de plástico manchado de pintalabios.

—Hola —le digo.

Por un segundo me sorprende lo pequeña que parece. La habitación está en silencio. Solo se oye el silbido del oxígeno bombeando en su nariz y el zumbido de los líquidos intravenosos introduciéndose en su brazo.

—¿Qué hora es? —me pregunta entrecerrando los ojos.

Incluso a las tres de la mañana, metida en una cama de hospital, está guapa.

—No nos queda mucho tiempo.

Arruga la cara, confundida.

—¿De qué estás hablando? —Se inclina hacia delante, mira por encima de mi hombro y hace una mueca—. Y esta vez vienes con la policía. Interesante. Tú sí que sabes hacer una entrada, Jack King.

Miro a los policías.

—Siento llegar con ellos.

—Estás loco, ¿sabes?

—No entiendo cómo has llegado a esa conclusión —le contesto sonriendo.

—Cinco —me recuerda la mujer policía.

Kate mueve la cabeza.

—Jack, ¿por qué has venido? No lo entiendo, tío. ¿Qué pasa? Sientes una morbosa fascinación por los hospitales, ¿no? ¿O te ponen cachondo las chicas enfermas?

—He venido a decirte...

No termino la frase porque en realidad no he ido a decirle nada.

—¿Qué, Jack?

—Creo que sé lo que tengo que hacer ahora. Creo que lo he descubierto. Por fin.

—Vaaaale —me dice levantando las cejas.

Es evidente que solo estoy confundiéndola. Por supuesto. Porque nada de esto tiene sentido.

—Vas a curarte, Kate. Todo irá bien.

Se gira.

—Todos me lo dicen, pero mienten. No seas mentiroso, Jack. No seas como...

Se calla al ver lo que tengo en la mano.

Porque en los últimos veinte segundos he introducido sigilosamente los dedos en mi zapatilla. Y ahora la tengo.

—Jack —me dice levantando la voz—. Jack, ¿qué mierda...?

Pero antes de que haya terminado la frase le aparto la ropa de cama y le clavo la jeringuilla en el muslo. Kate cae hacia delante, como si le hubiera lanzado un millón de descargas eléctricas.

La policía salta sobre mí y me grita insultos al oído.

—¿Qué mierda...? ¿Qué mierda has hecho, chico? ¿Qué mierda era eso?

—¡Ayuda! —grita la mujer policía corriendo hacia el pasillo—. ¡Necesitamos a un médico! ¡Necesitamos a un médico!

El policía me aprieta la cara contra el suelo con tanta fuerza que me sorprende que no se me salga el cerebro por los ojos. Veo piernas y pies entrando corriendo en la habitación. Oigo gritos y más gritos, me zarandean y me preguntan qué le he inyectado, qué fármaco era, y lo cierto es que no sabría explicárselo aunque quisiera. Pero no quiero. Porque es lo único que podía hacer. Es la única manera.

Mientras los médicos intentan salvarle la vida, los policías me arrastran por el suelo mojado, cruzamos el vestíbulo y

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