Y el mundo no dejaba de girar

Susanna Herrero

Fragmento

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1

Porque es un descarado, lo sabe y le gusta

Septiembre, Bilbao

Llegaba tarde. Muy tarde.

Era mi primer día de clase, el primer día de mi último año en el colegio, y llegaba tarde.

Inserté mi pase anual en una de las máquinas del metro y adelanté por la derecha a tres, cuatro, cinco, seis personas antes de llegar a las escaleras mecánicas. Di gracias porque el resto de los usuarios del metro de Bilbao, que no tenían que subirlas corriendo, como yo, se hubieran situado de manera ordenada en la parte derecha y me permitieran pasar.

Alcancé la ansiada salida y tuve que cerrar los ojos cuando los rayos del sol se proyectaron de pleno sobre mi rostro; a pesar de que eran las ocho y cincuenta y cinco minutos de la mañana, brillaban con intensidad.

Reparé en que la figura verde del semáforo parpadeaba a toda velocidad, lo que significaba que debía detenerme y esperar —era un paso de cebra de los largos—, pero lo crucé de igual forma. Eso sí, con la misma rapidez.

De ahí al colegio aún me quedaba un kilómetro.

Reconozco que solía llegar tarde a clase dos de cada tres días, pero no era culpa mía. No del todo. Vivir en un pueblo costero, a veinticinco kilómetros al norte de Bilbao, favorecía la causa. Y que solo partieran tres trenes a la hora, también, porque si lo perdías, malgastabas veinte minutos. ¿Y quién sale de casa con veinte minutos de margen?

Yo no, quedaba claro. Y el asunto es que el despertador sonaba con tiempo de sobra: yo lo escuchaba y me levantaba a la primera, pero, después, mientras desayunaba y me preparaba para salir de casa, el tiempo transcurría demasiado rápido, como si los segundos jugaran al parchís y comieran veinte cada dos por tres. Era una cosa muy rara.

Y no había más alternativas de transporte. Ir andando no era una posibilidad. Coche no tenía (ni tampoco carné de conducir, ya que estamos; solo tenía diecisiete años), y el autobús de línea era un misterio sin resolver: nadie sabía cuándo pasaba.

No perdí ni un segundo en mirar hacia la fuente de la plaza que hay cerca de la estación de metro, y que era donde había quedado con mis dos amigos; ya habrían tirado para el colegio. Y no los culpaba. ¡Era el primer día de clase! Y dada mi costumbre de llegar tarde... Pues eso, que no los culpaba.

Corrí durante minutos hasta que por fin distinguí el edificio al fondo. Para aquel momento, sudaba como un pollito: patinaban a placer por mi piel recién duchada gotas calientes en la espalda, la frente, las axilas y el cuello. Las medias de color azul marino —parte del uniforme escolar— también habían caído. Se encontraban a la altura de los tobillos, pero, por razones más que obvias, no me detuve para colocarlas en su sitio. Sí tuve que parar un segundo a causa del jersey —azul marino también— que llevaba atado a la cintura, y que habría aterrizado en el asfalto de no ser porque lo cogí al vuelo con la mano izquierda.

No dejaba de pensar que todo era mucho más sencillo cuando solo tenía que bajar a la calle desde mi casa y coger el autobús escolar. Pero en los últimos cuatro cursos de mi colegio no había autobús. De hecho, era otro colegio. Bueno, era el mismo, pero en otro edificio situado en otra zona de la ciudad.

Por fin llegué al lugar donde pasaba más de ocho horas al día, pero la puerta verde de la entrada principal me miró imperturbable, conocedora de que yo no podía cruzarla. Esa puerta permitía solo el acceso a los mayores, los de último curso, o a los familiares de los alumnos; el resto de los mortales debíamos subir una cuesta dantesca para acceder a las instalaciones del colegio por nuestra entrada habitual. Por la puerta de atrás, digamos.

Subí la pendiente a todo correr, los pulmones más fuera que dentro (y eso que era corredora habitual, pero no es lo mismo correr por deporte que correr porque llegas tarde y, además, cargando una mochila llena de libros nuevos que pesaban como cinco kilos), y giré a la derecha en cuanto llegué a la cima.

Y... sorpresa.

Se me encendió la luz al distinguir el portón de metal por donde llevaba entrando al colegio tres años: yo ya era oficialmente una estudiante de último curso, y la puerta verde que acababa de dejar atrás, la «puerta de los mayores», era mi nueva puerta. Ahogué un gemido sin detenerme. No iba a regresar sobre mis pasos; entraría con los pequeños.

Estaba a punto de llegar cuando vislumbré que se cerraba; serían las nueve de la mañana más que pasadas y por experiencia sabía que cuando esa puerta se cerraba, no volvía a abrirse hasta la hora de salida. Jamás de los jamases.

—¡Espera! ¡Espera, por favor! —grité para disuadir a la profesora en cuestión de que la cerrara del todo.

La hoja se detuvo a medio camino, y aproveché para colarme por el resquicio que había quedado y que me daba acceso, por fin, al colegio.

—¿Usune? —me preguntó ella extrañada. Se trataba de una de mis profesoras favoritas. Aunque ya no era profesora, puesto que hacía años que había dejado la enseñanza para ocuparse de funciones puramente administrativas, pero nos conocíamos desde que yo era una niña, cuando ambas estábamos en el otro edificio, y siempre habíamos tenido una conexión especial. Era una mujer mayor, con el pelo cano y los ojos muy verdes y rodeados de arruguitas.

Le di un beso rápido en la mejilla por dejarme entrar y desfilé por su lado como una exhalación para llegar a mi aula; no podía entretenerme más.

—¡Ya no tienes que venir por aquí! Ay, Usune, ¿dónde tienes la cabeza? ¡Los mayores entráis por abajo! —me gritó desde la distancia que yo ya había abierto entre nosotras.

—¿Dónde está el aula de D? —grité a mi vez, sin mirar atrás.

—¡En la planta baja! ¡La última del pasillo! ¡Por eso los alumnos de último curso entráis por abajo!

«Tiene todo el sentido, sí».

Entonces me tocaba bajar cuatro pisos. Uno, por escaleras estrechas de madera que resonaban bajo mis pisadas como si estuvieran a punto de quebrar, y otros tres, acabados en mármol. Aquel fue un maratón en toda regla. Para cuando llegué a la puerta de mi nueva aula, era un despojo humano.

Pasé sin llamar y sin detenerme a mirar la hora en mi reloj: eran más de las nueve, seguro. Y más de las nueve y diez, también.

—Hola. Perdón por el retraso —dije, nada más entrar, a todos en general.

Bien. Me encontraba en una clase nueva. Con compañeros nuevos (en su gran mayoría). Sudada. Con la respiración agitada. Muy agitada. La mochila colgaba de un asa a la altura de mi costado; se me había caído durante la carrera y, de nuevo, por razones obvias, no me había detenido a colocarla bien. Tenía la mirada desenfocada, no sabía ni hacia dónde mirar. Y todos fijaban su atención en mí. No soy una persona introvertida, pero aquello me hizo sentir un tanto avergonzada. Creo que hasta me encogí. A nadie le gusta ser el centro de atención.

—¡Piojo! —exclamó con sorpresa y en voz alta un alumno desde las últimas filas, junto a la pared. Sorpresa que le duró poco; enseguida recobró su desdén habitual—. Te has confundido de clase. Jamás pensé que te vería cometer un error de ese calibre.

Reformulo. A casi nadie le gusta ser el centro de atención. Porque a Paul Uribe, por ejempl

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