El secreto del amor

Daniel Blanco

Fragmento

1

La doncella Estefanía cruza el patio de palacio alumbrada solo con un candelabro de tres brazos. No corre todo lo que quisiera porque teme que se le apaguen las velas. No hay luna esta noche, ni tampoco estrellas: el cielo parece un techo negro y bajo. La doncella se remanga el vestido con la mano que le queda libre y aprieta el paso. Tiene prisa, mucha prisa. Atraviesa a grandes zancadas el patio, las caballerizas y unos pequeños jardines con flores mustias; después enfila un sendero desde el que se ve la inmensa catedral que mandó construir el rey Joaquín I. A pesar de que todo está oscuro, no tiene miedo. Echa una mirada atrás, hacia el palacio, y ve que solo hay luz en las ventanas de la habitación de la reina. Al poco llega a un edificio pequeño y ostentoso del que no sale ningún ruido. Estefanía se coloca en el umbral y llama a la puerta con la mano abierta. Da cuatro golpes.

—Abran, por favor; es urgente.

Tiene frío. Ha salido de palacio sin su capa de lana. Tirita y encoge los hombros. Nadie contesta, así que vuelve a palmear la puerta.

—Abran, por el amor de Dios; es urgente. ¡Vengo en nombre de la reina! —grita con todas sus fuerzas—. ¡Ábranme, la reina Josefina se está muriendo!

9

Se oye el sonido de varios cerrojos y, al otro lado de la puerta, aparece un joven en camisón blanco, con la cara arrugada y los ojos a medio abrir. Se toca el pelo, como intentando colocárselo en su sitio.

—¿Qué ocurre? ¿A qué vienen esas voces? —Y bosteza.
—Es la reina Josefina… Lleva en cama desde esta tarde y… y está enferma, ha vomitado y… y no deja de temblar. Parece que la fiebre le ha subido. —Habla de forma confusa por culpa de los nervios.

—Lo siento. ¿Y en qué puedo ayudaros? ¿Necesitáis algún jarabe de la botica?

—No tenemos tiempo que perder. La princesa Isabel me ha pedido que os lleve de inmediato a su presencia.

—¿A su presencia? ¿Para qué? —Él se restriega los ojos. —Cree que vos podéis curarla.

Al joven se le quita el sueño de golpe.
—¿Yo? Pero solo soy…
—Dejaos de excusas. Debéis acompañarme antes de que sea demasiado tarde —insiste ella tomándolo del brazo.

El joven no entiende nada, pero sabe que jamás debe desobedecer a un miembro de la familia real. Eso podría conducirlo a los calabozos o, mucho peor, a la guillotina. Aturdido, coge un gabán que tiene a mano —marrón, cálido y algo gastado— y se lo coloca encima del camisón.

—No creo que este sea el mejor atuendo para ver a su majestad —dice él.

—No os preocupéis por eso ahora. ¡Vamos!

Los dos echan a correr por el sendero de vuelta a palacio mientras la puerta de la casa pequeña y ostentosa vuelve a abrirse. Por ella asoma un hombre joven.

—Diego, ¿adónde vas? ¡Es de madrugada!
—La reina me reclama —contesta él desde lo lejos—. Volveré enseguida, hermano.

—¿La reina? ¿A ti? ¿Para qué?
—Te lo contaré después. Vuelve a la cama.

Diego sigue a la doncella Estefanía, que con el candelabro ilumina tenuemente el camino. Ella mira hacia atrás para suplicarle que apure el paso:

—Aligerad, por favor.

De repente él se da cuenta de que ha salido de casa descalzo, pero no se atreve a decirlo. Quizá nadie lo note. Sigue corriendo mientras siente la tierra fría y blanda bajo los pies e intenta esquivar las piedrecillas y las plantas con espinas que hay en el jardín. A la doncella Estefanía se le apaga una de las velas, pero no le importa. Vuelven a pasar junto a las caballerizas, cruzan el patio y suben los siete peldaños que conducen a palacio. Con la respiración entrecortada, hacen una leve reverencia a los guardias que custodian la puerta principal y entran. Es la primera vez que Diego pisa este edificio. Se le escapa un bufido de asombro. Es enorme, fascinante, lujoso. Le gustaría pararse y quedarse boquiabierto, embobado con los tapices de colores que cubren las paredes, con las lámparas de miles de cristales que cuelgan del techo y con las estatuas de mármol que decoran los rincones, pero la doncella Estefanía le tira del brazo.

—Es por aquí. Daos prisa.

Los dos corren por unas amplias escaleras que llevan a la primera planta, donde se ubican los dormitorios reales. Él intenta no acercarse demasiado a nada: todo le parece frágil, valioso y carísimo.

Piensa en que quizá tenga los pies manchados de barro y esté ensuciando las alfombras. ¡Dios, qué vergüenza! ¿Lo pueden mandar a la guillotina por eso? Ojalá que no. La doncella lo guía hasta una habitación que permanece vigilada por dos guardias en posición de firmes.

—Estos son los aposentos de la reina. Entrad, su hija os está esperando —anuncia ella.

Él asiente, toma aire y se yergue. Piensa en pedirle sus zapatos a uno de los guardias, pero sabe que no es buena idea. Abre la puerta y entra en una habitación gigantesca —como cuatro casas suyas—, presidida por una cama con dosel donde reposa la reina Josefina con el pelo suelto y tapada hasta el cuello con sábanas de seda. Parece dormida y muy enferma: la cara recuerda a una calavera y tiene la piel más amarillenta que la cera de las velas que sostenía la doncella Estefanía. Nada más verlo, la princesa Isabel, que permanecía de rodillas junto a la cama, se levanta. Él le hace una reverencia mientras ella se aproxima.

—¿Sois vos el boticario?
Él niega con la cabeza e intenta esconder —no sabe dónde— sus pies desnudos y sucios.

—No exactamente. Os pido mil disculpas por presentarme así ante…

—Dejaos de protocolo. ¿Sois el boticario?
—Mi padre es el boticario real, pero salió de expedición con el rey hace tres días… Aún no ha vuelto.

La princesa Isabel se toca el cuello, del que le cuelga un collar de perlas blanquísimas. Luego mira a Diego con tristeza. Se le nota que ha estado llorando.

—¿Sabéis algo de medicinas?

—Aún estoy estudiando. Quiero ser boticario, como mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo, pero todavía no me he presentado a los exámenes.

Ella, que tiene su misma edad, se acerca más a él y lo coge de un brazo. Tiene los dedos helados.

—Salvad a la reina.
Él da un par de pasos hacia atrás.
—Con todos mis respetos, ¿eso no es labor del médico?
—Don Ramón de Cascabellos lleva todo el día con ella, pero no sabe qué le pasa. Dice que no encuentra motivos a sus vómitos ni a su fiebre. Lo ha intentado todo: tisanas de eucalipto, de lilas y hasta de raíz de arce. Nada ha funcionado. La reina no ha dejado de sudar en todo el día y lo peor es que ha empezado a toser sangre. —La princesa mira fugazmente a su madre. Se hace un silencio denso—. El médico está ahora en su laboratorio investigando con algunas plantas, pero creo que no tiene ni idea de cómo curarla. Os lo suplico, salvad a la reina.

Diego arruga el entrecejo y baja la voz.
—Sinceramente, no sé si podré.
—Habéis trabajado con vuestro padre, ¿no?
Él asiente, asustado, descompuesto, tembloroso. Es demasiada responsabilidad para un joven de diecisiete años. El reloj de cuco interrumpe la conversación. Suenan tres campanadas. Son las tres de la madrugada.

—Sabéis de plantas y de flores, ¿no? —insiste ella. —Sí, sí —contesta Diego con la boca pequeña. —Y conocéis sus propiedades, ¿no?
—Sí, creo que sí. Algunas, no todas.

—Pues salvad a mi madre —le implora ella, que parece que volverá a llorar en cualquier momento.

—Con

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