La ciudad de la luna eterna (El bosque 3)

Esther Sanz

Fragmento

La mejor noche de mi vida

El último sol del verano se filtraba con timidez a través de la ventana. Mientras me desperezaba con un suspiro, Álvaro se presentó en mi habitación con un vaso de leche fresca y unas magdalenas recién horneadas.

Me revolví perezosa entre las sábanas.

—¿Te he despertado? —Dejó la bandeja sobre la mesilla y me mostró unos papeles—. Ha llegado el momento de pensar en tu futuro.

Era la matrícula del instituto. Faltaba muy poco para que el curso empezara y, desde hacía semanas, tanto él como Ángela insistían en que me inscribiera cuanto antes.

—Has perdido un curso —continuó—. Y si el año que viene quieres ir a la universidad, tendrás que acabar el instituto...

¿Instituto? ¿Universidad? Aunque mi padre lo desconocía, yo no contemplaba ningún futuro que me alejara de Bosco.

—Ángela estará dando clases en Duruelo este año y podríais bajar juntas cada mañana.

—Todavía no he pensado qué quiero hacer.

—¡Clara! No hay nada que pensar. Tienes que estudiar. —Su voz adquirió un matiz imperativo.

Aparté los papeles con un brazo y contraataqué:

—¿Quién dice que tenga que terminar el bachillerato?

Le mantuve la mirada unos segundos. Sabía que mis palabras podían hacerle daño, pero aun así no las frené:

—En unos meses cumpliré los dieciocho y seré mayor de edad. ¡Puedo hacer lo que quiera!

—¿Y qué significa eso, Clara? ¿Vivir en el monte con un chico medio salvaje?

Sus palabras delataron que conocía mis planes mejor de lo que yo creía.

—¡No sabes nada de él!

—¿Y tú, Clara? ¿Conoces realmente a ese chico? —Su voz se dulcificó—. ¿Estás segura de que te merece?

Aquella pregunta me hizo sonreír. ¿Cómo iba a plantearme semejante tontería? Desde que conocía a Bosco, no había dejado de preguntarme qué había hecho yo para merecerle a él.

—No quiero hablar de esto... —respondí manteniéndole la mirada.

Cuando cerró la puerta, me sentí apenada. Aquella podía ser nuestra última conversación antes de mi partida y odiaba que hubiera acabado en discusión; cómo me odiaba a mí misma por marcharme de manera furtiva.

Hacía meses que había decidido trasladarme a la ciudad eterna con Bosco. Habíamos fijado nuestro reencuentro en la medianoche del segundo domingo de septiembre, cuando las aguas se hubieran calmado y él tuviera listo un lugar en el que estar juntos, cerca de la semilla dormida.

Y mientras esperaba el momento, vivía con mi padre en Colmenar. Habían sido casi cuatro meses de convivencia pacífica y hogareña. ¿Por qué habíamos tenido que discutir precisamente esa noche?

Él solo se preocupaba por mí. Después de todo lo ocurrido, había insistido en que me alojara con él en Colmenar. También había hablado de recuperar el tiempo perdido... Pero lo cierto era que entre sus abejas y Ángela —con quien parecía estar en continua luna de miel— no disponía de muchos momentos para estar con su hija.

Tras reconocerme como tal, me había abierto las puertas de su casa y de su corazón. Poco dado a expresar sus sentimientos, aprendí a interpretar las señales amorosas que me enviaba con gestos como cederme su habitación con baño independiente o ponerle mi nombre a una variedad de miel. En la etiqueta, con su perfecta caligrafía, podía leerse:

Elaborada por las abejas más exigentes

de la comarca de Pinares,

Clara es una miel de flores, fina y deliciosa,

que activa el corazón y eleva el ánimo.

El sonido grave de las campanas de la iglesia, tocando a misa, me recordó que apenas faltaban quince horas para la noche más importante de mi vida.

Me senté en la cama con las piernas cruzadas y recogí todos los papeles que había traído mi padre. Había dos sobres junto a la matrícula del instituto. Uno contenía propaganda de una tienda de ropa en Soria, el otro era una carta con matasellos de una ciudad italiana en la que no conocía a nadie y en la que jamás había estado: Florencia.

Después de leer el destinatario, me pareció un milagro que aquel sobre hubiera llegado con aquellas señas incompletas:

Clara

Fábrica de miel

Colmenar (Soria)

Spagna

Había tenido suerte de que Colmenar fuera un pueblo diminuto y yo la única Clara. Me hizo reír que llamara «fábrica» al pequeño negocio artesanal de mi padre.

Giré el sobre con curiosidad para ver quién me la enviaba, pero no había remitente. Me dispuse a abrirla cuando la melodía de «River Man» sonó en mi móvil anunciándome una llamada.

La imagen de Berta iluminó la pantalla.

Supuse que me llamaba para despedirse. Ella sabía que aquel era el gran día y que los próximos meses estaría incomunicada en la Aldea de los Inmortales.

—¡Hola, lechuguina! ¿Cómo estás?

—¿Cómo quieres que esté? —respondí—. Nerviosa, feliz... ¡Atacada!

—¿Se lo has dicho ya a Álvaro?

—No. —Enmudecí un instante.

—¿No piensas despedirte de él?

—Mi padre no va a entenderlo, Berta. Él quiere que estudie y que me olvide de todo lo que ha pasado en el bosque.

El recuerdo del incendio que había acabado con las vidas de los padres de Robin y de los chicos de la República del Bosque, tan solo unos meses atrás, me produjo un escalofrío.

A pesar de los cabos sueltos —tres de los cuerpos no habían sido identificados—, las autoridades habían decidido dar por zanjado el asunto y aceptar que se trataba de un fatal accidente causado por encender fuego de forma temeraria en una zona frondosa. El viento había propiciado que las llamas se propagasen y acorralaran a las víctimas al cambiar de dirección.

Mi padre era el único colmenareño que intuía lo que había pasado realmente, y por eso quería cerrar ese dramático capítulo de mi vida alejándome del chico del bosque.

—No sufras —reflexionó Berta—. Podrás ver a tu padre en primavera. Ahora debes ir con Bosco. Tu lugar está a su lado.

—Tienes razón —dije animada por sus palabras—. ¿Qué tal os va a James y a ti?

—¡Muy bien! Estamos viviendo en Chelsea, en una casa que era de su abuelo. Tendrías que verla, Clara, ¡es una pasada! Tiene biblioteca y hasta un jardín impresionante.

Podía imaginarlo. Aquella era la zona más chic, elegante y rica de Londres. Un barrio para las familias con mayor poder adquisitivo de la ciudad.

—Ya veo que te ha tocado la lotería —bromeé.

—Sí, pero el premio gordo es James. Creo que es la única persona en este mundo capaz de considerar encantadoras todas mis rarezas.

Ambas reímos.

—Hablando de rarezas, ¿qué tal le va al Kolgao?

Aquella era su forma habitual de referirse a Koldo. Tuve que admitir que, desde que vivía solo en el bosque, esa definición le iba que ni pintada.

—La última vez que estuve en la cabaña del diablo se paseaba medio desnudo entre las cuatro paredes que había logrado levantar de los escombros. Llevaba semanas sin lavarse y decía cosas muy extrañas, algo sobre volver a los orígenes del hombre puro, creo recordar...

—Ese no sabe lo que es u

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