Pétalos de papel

Selene M. Pascual
Iria G. Parente

Fragmento

petalos_de_papel-3

Dani

Todo fue por culpa del licántropo al principio del callejón.

Antes he escrito que cuando llegué a Albión pensé que estaba soñando, pero no fue exactamente así. Lo cierto es que en cuanto llegué, todo pareció real. Cuando abrí los ojos, tirada en el suelo en aquella calle angosta y sin salida, sentí el dolor de cabeza, el frío de la llovizna, la dureza de los adoquines debajo de mi cuerpo, el escozor de un arañazo en mi muñeca que no recordaba haberme hecho. También sentí miedo. El pavor absoluto de no saber dónde estás, de no recordar cómo has llegado a un lugar desconocido. Estuve a punto de entrar en pánico, porque lo último que recordaba era estar bebiendo en casa con Lía y, definitivamente, ya no estaba en casa ni con Lía.

Y entonces lo escuché. El aullido. Y después lo vi. Al licántropo. Su cuerpo inhumano y deforme, las fauces grandes y las garras que podrían haberme destrozado con un solo roce.

Era inmenso. Era aterrador.

Era total e innegablemente imposible.

Así que me relajé.

Quizá pienses que eso no tiene ningún sentido, pero es posible que esto pase varias veces a lo largo de lo que te quiero contar; muchas cosas de las que he hecho en los últimos tiempos no lo han tenido. Sin embargo, mi lógica fue la siguiente: había vivido noches de fiesta suficientes como para que despertarme en algún sitio extraño sin recordar mucho de la noche anterior no fuera algo demasiado raro. Lo que sí que era totalmente ilógico era que una figura peluda de casi dos metros se tambalease hacia mí entre gruñidos. Así que, aunque tendría que haber sido aquello lo que me asustara, aunque debería haber tenido ganas de gritar y salir corriendo, no fue así. En su lugar, aquella criatura me pareció, simple y llanamente, la prueba de que todo era un sueño. No tenía nada de lo que preocuparme: no era real. La bestia podría haberme matado, sí, pero en aquel momento solo pensé: «Si me mata, me despertaré en casa. Con resaca, probablemente».

Por eso no entré en pánico. Por eso tan solo me dejé llevar.

Lía siempre dice que ese es mi problema, que siempre me dejo llevar, que no pienso las cosas dos veces. Si hubiera estado allí, me habría echado la bronca. O quizá solo habría tirado de mí para intentar huir. Pero es que también fue justo eso lo que de­sencadenó todo lo demás: que Lía no estaba. Si Lía hubiera estado allí, esta historia no existiría.

La criatura aulló y se fijó en mí. Olfateó el aire y me enseñó los dientes; cualquiera habría temblado, pero yo no lo hice. No te equivoques: no es que yo sea la protagonista valiente e invencible que no le tiene miedo a nada. Estoy más cerca de ser la protagonista estúpida e inconsciente que tiene poco aprecio por su vida. Por eso me levanté, me sacudí la ropa y dije:

—¿Y tú de dónde sales?

Resulta que aquella era una pregunta bastante acertada, pero yo no podía ni imaginarlo por entonces. Por supuesto, la criatura no entendió mi intento de entablar una agradable conversación: se encogió sobre sí misma, gruñó y se lanzó hacia mí.

Ahí sí cerré los ojos y grité. Por mucho que pienses que estás soñando, impresiona ver a una especie de lobo retorcido ir hacia ti con la clara intención de arrancarte la cabeza de un bocado.

Pero el mordisco nunca llegó.

En su lugar, lo hizo la luz. La sentí por detrás de mis párpados apretados. Cuando los volví a abrir, confusa, creo que esperaba haberme despertado. Pensé que lo que vería sería mi habitación, con mi mural de fotos e ilustraciones junto al escritorio, mi estantería llena de libros pendientes y el teclado electrónico justo al lado. Supuse que la luz vendría de mi ventana, que Lía habría levantado la persiana de golpe y pronto la escucharía gritarme que iba a llegar tarde al trabajo.

Pero la luz no venía de mi ventana. Seguía siendo de noche, yo seguía en aquel callejón y Lía seguía sin estar conmigo. Delante de mí, a centímetros, tan cerca que podía sentir su respiración acelerada, la criatura se debatía contra un lazo dorado que le apretaba el cuerpo y el cuello. Los hilos que ataban al animal venían de unos pasos más atrás, donde dos siluetas se recortaban contra la oscuridad. Las miré un segundo. Una de ellas se acercaba. La otra, aquella que parecía controlar a la criatura, se quedó atrás.

Entonces tiró de la criatura y esta emitió un aullido que sonó a nota triste y sostenida.

No sé por qué me dio pena considerando que había estado a punto de acabar conmigo, pero lo hizo. Quizá fue por aquel lamento. Porque no fue solo un sonido furioso, sino… asustado. Quizá una parte de mí ya sabía que aquello estaba pasando de verdad y estaba aterrada. Quizá fuese aquel miedo lo que me conectó a la criatura. Lo que me hizo gritar:

—¡Espera! ¡Con cuidado!

La criatura me miró. Y de pronto me pareció más humana. Fueron los ojos, vistos de cerca, no tan distintos a los míos, aunque estuvieran rodeados de un pelaje fino y castaño y encima de un hocico alargado. En aquella mirada entendí que solo estaba desesperada, como quizá lo hubiera estado yo si hubiera elegido entender desde el principio que ya no estaba en mi casa. Estaba, de hecho, muy lejos de ella, sin poder volver.

Levanté la mano. Lo hice tal y como había visto a Lía hacerlo con algunos animales abandonados, enseñándosela apenas. Y la criatura entrecerró aquellos ojos humanos. Supe que me entendía. Sentí su aliento agitado en mi palma; observé la saliva en sus fauces entreabiertas; escuché el gruñido que emitió desde el fondo de la garganta, pero no me aparté. Alguien habló, lejos, pero yo no estaba escuchando.

Yo solo tenía ojos para la bestia, que parecía que empezaba a relajarse. Tras una duda y un resoplido, echó la cabeza hacia delante. Su pelaje encontró mis dedos, sus ojos se cerraron.

Y entonces cambió.

Primero lo hizo su estatura: de sacarme una cabeza, pasó a ser un palmo más baja. La forma del cuerpo mutó también: donde antes había habido un hocico alargado, ya solo había una cara humana; donde antes había habido pelaje, ya solo había un cuerpo desnudo y menudo. Los lazos dorados dejaron de sostenerlo y se derrumbó sobre mí.

Era apenas una niña, no podía tener más de diez años.

Se echó a llorar en cuanto me abrazó.

Tragué saliva, confusa. Quizá yo estuviera temblando en ese momento, no lo sé. Quizá fuese entonces cuando me convencí todavía más de que estaba soñando. Me dije que en aquella fantasía yo tenía que proteger a la niña a la que otra gente intentaba cazar, por eso la rodeé con los brazos y la sostuve mientras ella sollozaba. Cuando las figuras del callejón dieron pasos hacia delante, la apreté más contra mi cuerpo.

—No os acerquéis —gruñí.

La silueta que estaba más cerca de nosotras siguió avanzando, con una mano levantada como si yo fuese otra fiera a la que calmar.

Fue la primera vez que lo escuché:

—Estoy aquí para ayudar.

La persona que se había quedado en la retaguardia se acercó. Un haz de luz flotaba de manera imposible sobre la palma de su mano. Iluminó un rostro de tez morena y unos ojos ambarinos que me observaron con curiosidad antes de que yo me fijara en la persona que había hablado. La luz también llegaba hasta él.<

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