Besar el cielo (Serie Adictos)

Krista Ritchie
Becca Ritchie

Fragmento

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—¡Eh, tú! ¿Quieres saber de qué va la vida de verdad? —me dijo un hombre una vez—. Pues lo primero que tienes que hacer es conocerte a ti mismo. —Estaba bebiendo alcohol de una botella escondida en una bolsa de papel, sentado en los escalones de la puerta trasera de un hotel de cinco estrellas. Era mi décimo cumpleaños y había salido a tomar un poco de aire fresco. Lo necesitaba. En aquella convención, todos los asistentes tenían más de treinta y cinco años. No había ni uno solo de mi edad.

Mi cuerpo preadolescente estaba embutido en un traje que me apretaba demasiado y estaba intentando ignorar a mi madre, que, con su abultada barriga, se mezclaba entre sus socios en el interior. Incluso embarazada, era capaz de imponerse sobre cualquiera de los presentes, se valía de una reticencia y un estoicismo que a mí no me costaba nada imitar.

—Ya sé quién soy —le contesté. Era Connor Cobalt, el chico que siempre se portaba bien. El chico que siempre sabía cuándo cerrar el pico y cuándo hablar. Me mordí la lengua hasta sangrar.

Echó un vistazo a mi traje y resopló.

—No eres más que un mocoso, niño. Si quieres ser como esos tíos que hay ahí dentro… —señaló la puerta que había tras él y luego se inclinó hacia mí, como si quisiera confesarme un secreto. Retrocedí al notar el hedor a vodka, casi tropezándome. Y, sin embargo, ya me imaginaba lo que me iba a decir—, tendrás que ser mejor que ellos.

El consejo de ese viejo borracho me acompañó durante más tiempo que ninguna de las enseñanzas de mi padre. Dos años después, mi madre me sentaría en el salón de la casa familiar para darme una noticia que se pondría a la altura de ese recuerdo, que me moldearía de una forma catalítica.

Veréis, una vida puede descomponerse en años, meses, recuerdos y momentos que fluctúan. La mía la definieron tres de ellos.

Uno.

Tenía doce años. Estaba pasando las vacaciones en el Internado para Jóvenes Fausto, pero, por casualidad, un fin de semana decidí visitar la casa que mi madre tenía en las afueras de Filadelfia.

Fue el día que escogió para contármelo. No es que hubiera elegido la fecha con antelación. No había planificado el acontecimiento ni le dio más importancia de la que juzgó necesaria. Me dio la noticia como si estuviera despidiendo a un empleado, de forma rápida y constructiva.

—Tu padre y yo estamos divorciados.

«Estamos». Como si ya hubiera pasado. En algún momento, me había perdido un acontecimiento dramático de mi propia vida. Lo había tenido delante de las narices y no me había enterado, solo por la poca importancia que ella le daba. Y me hizo creer a mí lo mismo.

La consideraron una separación amistosa. Simplemente, se habían ido alejando. Katarina Cobalt nunca me abrió las puertas de su vida al cien por cien. No permitía que nadie viera más allá de lo que ella mostraba, y fue en ese momento cuando aprendí ese truco. Aprendí a ser fuerte e inhumano a la vez.

Perdí el contacto con Jim Elson, mi padre. Tampoco tenía ningún deseo de retomar mi relación con él. Las verdades que guardaba cerca de mí solo eran dolorosas si yo se lo permitía, así que me convencí bastante bien de que no eran más que hechos. Y pasé página.

Dos.

Tenía dieciséis años. En la sala de estudio tenuemente iluminada de Fausto, con el aire lleno de humo, dos chavales de los cursos superiores evaluaban una fila de diez chicos, deteniéndose delante de cada uno. Unirse a una sociedad secreta te proporcionaba tanto prestigio como que te aceptaran en el equipo de lacrosse. Con nuestros pantalones de traje, nuestras americanas y nuestras corbatas, estábamos destinados a honrar los pasillos de Harvard y Yale, y a repetir los mismos errores una y otra vez.

Le hacían a cada no iniciado la misma pregunta. Este respondía con un simple y sumiso «sí» y luego obedecía a una nueva orden, la de arrodillarse. Después pasaban al siguiente no iniciado.

Cuando se detuvieron delante de mí, mantuve bastante bien la compostura. Intenté cuanto pude esconder una incipiente sonrisa engreída. Aquellos tipos me recordaban a dos orangutanes golpeándose en el pecho y pidiendo un plátano. Sin embargo, lo que me hace particular es que no estaba dispuesto a darle mi puto plátano a nadie. Todo beneficio debe ser mayor que su coste.

—Connor Cobalt —dijo el rubio con una sonrisa lasciva—. ¿Me chupas la polla?

Al responder a esa pregunta, debíamos demostrar que estábamos dispuestos a seguir órdenes, y lo cierto es que no estaba seguro de lo lejos que eran capaces de llegar.

«¿Qué saco yo de todo esto?», me había preguntado.

El premio sería formar parte de la élite. No obstante, yo creía que podía conseguirlo de otro modo. Vi un camino que nadie más vio.

—Creo que lo has entendido al revés —contesté dejando que por fin asomara mi sonrisa—. Eres tú quien debería chupármela a mí. Lo disfrutarías más.

Los no iniciados rompieron a reír y el rubio dio un paso al frente. Su nariz casi rozaba la mía.

—¿Qué has dicho?

—Creo que he sido bastante claro. —Me estaba dando otra oportunidad para doblegarme, pero, si yo hubiera querido que me liderara un grupo de orangutanes envenenados de testosterona, me habría apuntado al equipo de fútbol americano.

—No, no lo has sido.

—Pues permíteme que te lo repita. —Me incliné hacia delante; la seguridad en mí mismo rezumaba por todos los poros de mi piel. Le rocé la oreja con los labios, lo que le gustó más de lo que pensaba—. Chúpame la polla.

Me dio un empujón, rojo como un tomate, y enarqué las cejas.

—¿Algún problema? —le pregunté.

—¿Eres gay, Cobalt?

—Simplemente, me quiero a mí mismo. Visto así, tal vez lo sea. Pero no pienso hacerte ninguna mamada.

Y, con esa frase, dejé la sociedad secreta atrás.

Ocho de los diez no iniciados me acompañaron.

Tres.

Tenía diecinueve años y estaba en la Universidad de Pensilvania, que forma parte de la Ivy League.

Corría por los pasillos del centro de estudiantes, aunque reduje la velocidad al llegar al baño de las chicas. Abrí la puerta y me encontré a una chica morena con unos tacones de diez centímetros y un vestido azul de corte conservador junto a la pila, frotándose una mancha con papel mojado y con los ojos rojos de ira y angustia.

Al verme entrar, dirigió toda su frustración acumulada hacia mí.

—Este es el baño de las chicas, Richard. —Solía usar mi verdadero nombre. Intentó tirarme una bola de papel, pero esta se limitó a revolotear hasta el suelo, como derrotada.

No era yo quien le había derramado una lata de refresco

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