Más locos que enamorados

Violeta Boyd

Fragmento

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1

Una novia a la fuga

Mr. Sandman

The Chordettes

—Levina, hoy es el gran día.

Estas son las palabras que me digo para calmar mi nerviosismo. Estoy frente al viejo tocador de mi habitación que alguna vez perteneció a mi regordeta y ajada tía. También es de ella el vestido de novia que llevo puesto.

Hoy una de mis peores pesadillas se cumplirá: me voy a casar. Finalmente, tío Gideon se salió con la suya.

—Debí huir cuando tuve oportunidad. O la primera vez que intentó atacarte.

Desvío la mirada hacia la cama, justo al sitio donde Ambrosio está sentado mirándome con cara de «te dije que huyéramos, pero no quisiste hacerme caso». Odio cuando se pone en plan juzgón, me llega al alma.

—Ya sé, ya sé, fui egoísta, pero… —Me muerdo el labio con frustración y vuelvo a colocarme frente al espejo—. Tenía miedo, ¿sí? Me acobardé, lo sé. Es que ese mundo es nuevo para mí.

Le echo otro vistazo a Ambrosio. Ahora, el condenado animal me mira como diciendo «¿y es que el matrimonio no es un mundo nuevo?».

—Sí, el matrimonio también lo es. La vida de casada es un mundo opuesto al que imaginé para mí alguna vez. Es tan deprimente…

Resoplo, y ese aire mueve el velo de novia que tengo sobre la mesita. Me lo coloco procurando no pillar algún punto del encaje y lo acomodo sobre los hombros. Odio admitirlo, pero me veo bien, como una princesa. O eso quiero pensar para ver el lado positivo de todo esto.

Casarme estaba muy lejos de mis planes.

Ambrosio se baja de la cama y se acerca a la puerta, a la que llaman con apremio. Al parecer no se trata de tío Gideon. Si fuera él, Ambrosio ya le estaría insultando con sus ladridos de odio.

Al abrir, descubro que se trata de la señora Naranjo, una amable anciana tan arrugada como los frutos secos que vende los fines de semana en el centro. La conozco desde que tengo memoria y siempre la he visto igual. Normalmente está en el pórtico de su casa, sentada en la mecedora aguardando, tal vez, que algún día el señor Naranjo regrese a la vida.

—¡Estás preciosa! —dice contemplándome—. Eres la novia más hermosa que he visto, y eso que en mis setenta años he visto muchas.

Por cortesía, le sonrío. Quiero decirle algo más, pero las palabras se me atoran en la garganta.

—Vamos, tu tío está esperando abajo.

A diferencia de la señora Naranjo, tío Gideon no tiene lindas palabras para mí. Como siempre, su expresión es seria. No soporto que me examine con su mirada analítica; ni ese semblante de satisfacción porque al fin se va a librar de mí.

—Ya es la hora —se limita a decir con esa voz ronca y rasposa que lo caracteriza.

Eso quiere decir: «Llegó el momento de que dejes atrás tus sueños y no salgas jamás de este pueblo». Me da miedo la sola idea de decirle que no me quiero casar y que las circunstancias me han abocado a tomar esta decisión.

Aunque… hay una salida, una muy descabellada. Tan descabellada como suplicarle a tío Gideon que vuelva a pensarse la propuesta. Pero ya es demasiado tarde: ya estamos sobre su camioneta.

Me quedo en blanco hasta que la música empieza a sonar. El sendero hacia el altar me parece infinito. Mucho más largo que en mis oscuras pesadillas. Cada paso que doy con estos absurdos tacones me hace retroceder; quizá no físicamente, pero sí me aleja de la tonta idea de contraer matrimonio con alguien que no amo y que no amaré jamás. Por lo que a mí respecta, no existe la más remota posibilidad de que yo quiera a Tom, pero ya nada puedo hacer. Mis demandas no son de valor para la persona que me crio tras la muerte de mis padres. Tío Gideon solo piensa en que sus cultivos sean productivos, agrandar sus terrenos y deshacerse de mí, con la loca idea de casarme con Tom Hopper.

No quiero casarme… ¡Soy demasiado joven aún! Mi boda soñada no se celebrará en un escuálido corral, que en la mañana olía a excremento de caballo, mientras muchos vecinos me sonríen al verme del gancho de mi tío.

¿Quién querría casarse así? Yo no. Y si lo llegase a hacer, me casaría con el hombre que amo, no con el arrogante de Tom, que se cree mucho por pertenecer a una de las familias más adineradas de Lebestrange. Tener dinero no quiere decir que seas el dios del pueblo, alardear de ello es una forma de compensar carencias. O eso es lo que dicen los turistas citadinos. Evité por los pelos reírme a carcajadas cuando esa amable mujer que se hospedó aquí hace unos días me explicó a qué se refería con «carencia de otras cosas». Tom, en ese momento, estaba rogándole a tío Gideon unir nuestros lazos.

Algo de verdad debe de haber en esa afirmación. Tom siempre llega con cosas…, ¿cómo se le dice?, ostentosas. Siempre presume de ellas. Y siempre quiere que lo acompañe, como si a mí me interesara lo que tiene que mostrar.

Detenemos el paso.

¡Oh, no! ¿Por qué llegamos tan pronto al altar?

«Tranquila, Lev, respira hondo».

El reverendo de la iglesia, a la que todo el pueblo va los domingos por la mañana, me regala una sonrisa. Alza las cejas y hace un movimiento de cabeza, como si quisiera que le respondiera con amabilidad y una sonrisa resplandeciente.

—Está nerviosa.

El que habla es Tom. Está a mi lado, hablando por mí —como siempre— y creyendo que tiene la razón.

No estoy nerviosa, lo que pasa es que no quiero casarme. Odiaré el resto de mi vida el día en que me vi obligada a dar el sí quiero.

¿Puede venir ese sujeto con capa roja a salvarme?

Trago saliva sintiendo un nudo iracundo en la garganta que me hace gritar: «¡No me quiero casar!». Aferro el ramo de lilas blancas con más fuerza en cuanto el reverendo comienza a parlotear y a dar su discurso. Mi tiempo de libertad se agota por momentos. La barbilla comienza a temblarme y Tom lo nota claramente; seguro que por el rítmico castañeo de dientes que he compuesto. Mi futuro marido coloca su mano sobre la mía para tranquilizarme. Vaya ironía, porque su calor me incomoda y quiero apartarla de un manotazo. Daríamos un buen espectáculo, pero opto por cerrar los ojos y suspirar.

Respirar para calmarme puede servir para aceptar mi camino lento hacia la demencia. No será una sorpresa terminar como el vecino Brighton: loco y gritando todas las mañanas que su mujer fallecida lo visita.

Debo aceptar la realidad.

—Ríndete y estarás toda tu vida preguntándote qué habría pasado si lo hubieses intentado.

¿Eh? ¿Eso lo dije yo? ¿Lo dijo alguien más? ¿Ya me entregué a la locura? ¿Lo dije o lo pensé?

—¿Dijiste algo, Levina? —Tom me mira muy serio.

Mis ojos casi se escapan por mis cuencas. No fue un pen

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