Cuando llegue la noche

Javiera Paz

Fragmento

cuando_llegue_la_noche-5

DAMIÁN

—¡Estoy cansada de ti, Damián! —fue lo primero que escuché al despertar.

Pestañeé un par de veces, me estiré por debajo de las sábanas y traté de incorporarme. Ella no dejaba de gritarme que estaba cansada de mí, de mis problemas y de mi temperamento. Y, bueno, también de las colillas de cigarro que solía dejar en la entrada.

Me levanté y cogí en silencio el bolso que estaba en el armario. Puse dentro la poca ropa que tenía, agarré una manta y una almohada, me di la ducha más rápida de mi vida y me vestí. Me colgué el bolso en el hombro y caminé hasta la puerta.

—¡¿Dónde demonios crees que vas?! —me gritó una vez más. Esa era la forma más común que tenía para comunicarse conmigo.

—Me voy —respondí girando el picaporte sin siquiera mirarla a los ojos.

—¿Qué diablos pasa contigo, Damián? —me preguntó esta vez bajando la voz.

—Estoy cansado. —Volteé a mirarla—. Me voy de aquí para dejarte en paz. Y para que me dejes en paz tú también.

—¿Te he traído de vuelta para esto?

¿De verdad dijo eso?

La miré una vez más, vislumbrando su arrepentimiento, y luego salí de casa. ¿A dónde iría? Ni puta idea.

Caminé sin rumbo fijo alrededor de dos horas. Tenía ahorros, pero no eran suficientes para quedarme en algún lugar. Miré mi móvil repetidas veces, pero no tenía llamadas perdidas. ¿Para qué lo necesitaba? Tardé una hora en llegar al centro comercial y otra más en venderlo a un precio que me pareció adecuado. Rompí el chip y continué mi camino.

Llegué a un parque y, suponiendo que era público, busqué un árbol grande y me instalé debajo.

Demonios, ni siquiera tenía cigarrillos.

Las horas pasaban lentas y yo me hundía en mis pensamientos. El cielo se tornó anaranjado y luego se puso completamente negro, por lo que me acomodé en el césped y me quedé mirando las ramas encima de mi cabeza.

El reloj de mi muñeca marcaba las tres de la madrugada y todavía no podía dormir. Resoplé, frustrado, y miré a mi alrededor hasta que el humo de un cigarrillo llamó mi atención. Me puse de pie, agarré mi bolso y lo seguí dispuesto a conseguir al menos una calada.

El humo me llevó hasta la salida del parque, al callejón fúnebre y sombrío que estaba junto a él. Pensé en algún vagabundo pasando la noche a la intemperie como yo, pero me equivoqué. Grande fue mi sorpresa cuando frente a mí se dibujó una silueta femenina. Me acerqué un poco más para asegurarme de lo que veía, hasta que sus ojos hicieron contacto con los míos.

—¿Se te perdió algo? —me preguntó molesta.

Su cabello negro se mimetizaba con la oscuridad del callejón, pero sus ojos azules eran inconfundibles.

—Sí, una caja de cigarrillos —respondí y me detuve frente a ella.

—Es lo más doloroso que he escuchado hoy —dijo sar­cástica.

—¿Me regalarías unos?

—¿Unos? —Estaba seria, su rostro no tenía siquiera un ápice de agrado.

—Está bien, solo uno. ¿Me lo das?

Sostuvo el cigarrillo con la boca mientras buscaba la caja en los bolsillos de su chaqueta, hasta que finalmente la encontró y me la extendió abierta para que tomara uno. Rodé los ojos y le arrebaté toda la cajetilla, saqué uno y, bajo su fuerte mirada azul, la guardé en mi bolso.

—Gracias. —Sonreí—. Deberías prestarme un encendedor.

—¿Qué demonios te pasa? —me increpó con valentía—. Devuélveme mi cajetilla, solo era uno.

—La noche es larga para un solo cigarrillo. Y supongo que tú volverás a casa, podrás conseguir más.

—Eres un imbécil, devuélveme mi puta cajetilla o te romperé el rostro a patadas. —Me amenazó con violencia.

—No seas egoísta.

Se acercó a mí, me observó directamente a los ojos y sin pensárselo me dio un puñetazo en el rostro enterrándome su anillo con una roca encima.

—¡Demonios! —reclamé—. ¡Es solo una caja de cigarrillos! —Me toqué la mejilla, adolorido.

—Una caja que me pertenece. —Continuó mirándome, pero no logró intimidarme como quería.

—Que te pertenecía. Ya no —dije y me encogí de hombros.

—De todas maneras, no tienes encendedor —respondió burlándose.

Metí la mano en mi bolsillo, saqué mi encendedor y se lo mostré.

—Soy como el sol: siempre tengo fuego. —Le guiñé un ojo. Estaba haciendo alusión a una frase que había escuchado en una canción hacía un tiempo. Vi que casi se le escapa una sonrisa, pero se arrepintió.

—¿Qué haces aquí a esta hora?

—Salí a mirar las estrellas.

—¿Cuáles estrellas? —Inclinó la cabeza hacia el cielo y luego bajó la mirada para posarla en mis ojos—. Está nublado.

—Hay días peores. —Me senté en la solera y encendí el cigarrillo—. Y tú, ¿qué haces aquí?

—Me escapé. —Se sentó a mi lado con confianza.

—Chica rebelde —comenté mirando la calle que se extendía frente a nosotros. Probablemente era una de las calles menos transitadas en la ciudad, se encontraba a las afueras de un parque, apenas había casas y la iluminación era bastante indecente.

—Digamos que también salí a mirar las estrellas.

—Son muy lindas, ¿no?

—Y hoy brillan más que nunca. —Sonrió.

La verdad es que ni siquiera se veía la luna.

—Iré a dormir —dije. Di la última calada a mi cigarrillo y lo pisé.

—¿En el parque?

—Sí, me gusta dormir bajo las estrellas.

—¿Puedo acompañarte? No me apetece volver a casa esta noche.

—Vamos. —Alcé el mentón indicando que me acompañara.

¿Para qué iba a hacerle más preguntas? Quizá había tenido un mal día y no quería verle la cara a nadie, o tal vez se sentía cómoda conmigo. Tenía suerte de que yo no fuera un psicópata.

Regresamos al parque caminando en silencio hasta que divisé un árbol grande y frondoso. Ella solo me seguía, como si yo fuese su mejor amigo. Toqué el césped con mis manos y noté que estaba algo húmedo, así que saqué la frazada y el almohadón.

—¿Vives en la calle? —me preguntó cuando me vio estirar mis cosas.

—Al parecer, ahora sí.

—¿Has peleado con tus padres?

—Con mi madre —confesé restándole importancia.

Cuando mi cama improvisada estuvo lista, me senté encima y ella hizo lo mismo. Me tendí mirando hacia arriba con la cabeza apoyada en mi almohada y ella me siguió.

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