Hellfriend

Myriam M. Lejardi

Fragmento

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ARTÍCULO 1

CUANDO TU COMPAÑERA DE PISO ES MONSTERFUCKER

21 de julio, 13.53

—Creo que nuestro vecino es un demonio o, como mínimo, está poseído por uno.

Lina levanta la vista de su cámara de fotos y me observa en silencio durante unos segundos. No se fija en mi americana ni en mis pantalones de vestir, y eso que insiste en que llevar traje en verano es un claro síntoma de tener problemas no resueltos («De los graves», ha recalcado más de una vez). Sus ojos marrones se entrecierran al encontrarse con los míos, buscando indicios de humor. Me conoce desde que empezamos a compartir piso al entrar en la universidad, hace casi seis años, y jamás he bromeado con ella. Ni con nadie, en realidad.

Mientras espero a que responda, cierro la puerta de la entrada, cuelgo el bolso en el perchero y avanzo los siete pasos necesarios hasta el sofá en el que permanece sentada. No me sorprende que todavía esté en pijama, ya me he acostumbrado a sus horarios de sueño caóticos. Lo que me sorprende es que suspire, deje la Nikon sobre la mesa que tiene enfrente y se meta el dedo en la nariz. «La confianza da asco» es una frase que se vuelve insoportablemente literal cuando convives con Lina.

La quiero, de todos modos. Por eso necesito que entienda la gravedad del asunto que acabo de plantearle. Me subo las gafas sobre el puente de la nariz y taconeo en el suelo con impaciencia.

—¿No tienes nada que decir al respecto? —insisto.

—Depende.

Lina no arrastra las palabras porque acabe de despertarse, o no solo por eso. Lo hace porque sabe que me exaspera y hace tiempo decidió que su meta en la vida, además de vivir de la fotografía, sería convertirse en la primera persona en conseguir que pierda los nervios. «Cuando suceda, lo incluiré en el currículo —me dijo—, eso demostrará mejor que cualquier otro logro que soy alguien de ideas fijas que no se achanta ante imposibles».

—¿De qué depende?

—De varios puntos. —Se aparta un mechón azul de la cara y se lo recoge de mala manera en el moño que lleva en lo alto de la cabeza—. El primero, ¿de qué vecino hablamos?

—El del sexto.

Me deshago de los mocasines y los coloco en el zapatero, perfectamente alineados con el resto de calzado.

Nuestro piso es pequeño. «Sesenta metros cuadrados, muy luminoso. Ideal para compartir», rezaba el anuncio. Lo que no mencionaba es que varios de esos metros cuadrados pertenecen a nuestra parte correspondiente del rellano y del portal, ni que el sol hace acto de presencia de cuatro a cinco de la tarde porque el edificio que tenemos delante lo bloquea durante el resto del día. Tampoco que ese hipotético compañero de piso ideal no debía parecerse a Lina, cuyo desorden, según alardea, es una parte fundamental de su personalidad.

Nada más entrar en la casa, te das de bruces con el salón, que también hace las veces de despacho gracias a dos mesas destartaladas que conseguimos en Wallapop. Están la una al lado de la otra, bajo ese par de ventanas que de poco sirven. La mía está limpia, con los bolígrafos dentro de un recipiente de metal y un ejemplar de la Constitución lleno de pósit colocado justo en el centro. La de Lina… iba a mencionar que no está limpia, pero la verdad es que no tengo ni idea porque soy incapaz de verla entre la montaña de papeles, objetivos, tazas usadas y ropa que hay encima.

En ese anuncio tan poco fiable se indicaba que la «cocina americana» estaba completamente amueblada. Al ver el piso, nos dimos cuenta de que nuestra casera es una mujer optimista. Llamar «cocina» a una barra metida en el salón, una vitrocerámica diminuta en la que solo puede colocarse una cazuela, un microondas colgado de cualquier manera en la pared y un frigorífico de hace por lo menos veinte años es ser muy generoso con la denominación. Decidimos que no necesitábamos horno porque buscar casa en Madrid es deporte de riesgo, y aquí, además de estar muy cerca del centro, solo nos pedían trescientos euros a cada una. De todos modos, insistimos en lo de la lavadora. La dueña, un poco menos optimista y un poco más «Las jóvenes de hoy en día sois muy tiquismiquis», mandó que nos instalaran una en el baño.

Utilizo el mando a distancia para apartar un calcetín sucio del sofá sin tocarlo y me siento al lado de Lina.

—¿Te refieres al del sexto A? —Una sonrisa perezosa empieza a treparle por la cara—. Vale que Manolo se tome muy en serio que hay que ahorrar agua y prefiera hidratarse con Mahou y no ducharse, pero tampoco lo consideraría un demonio. ¿Sigues cabreada porque vende aguacates ilegales?

Manuel Sánchez López, de sesenta y ocho años, lleva meses tentando a su suerte. Lo de que salude muy específicamente a mi pecho cada vez que nos cruzamos me molesta, lo de que no esté dado de alta como autónomo y trapichee con fruta y verdura que, estoy segura, roba de algún comercio cercano me resulta mucho más complicado de gestionar.

—No, aunque te repito que deberíamos denunciarlo. Al que me refiero es al del sexto B.

—¿El DJ?

—Exacto —respondo, esforzándome por no rechinar los dientes.

—Si debe de llevar dos o tres semanas en el edificio, ni siquiera me he cruzado con él.

En lugar de explicarle que eso no significa gran cosa dado que se pasa el día fuera de casa, o bien trabajando en el Burger King, o bien haciendo sesiones de fotos, le digo:

—Pues yo sí y te aseguro que es un demonio o que…

—Está poseído por uno, sí —me interrumpe—. ¿Tiene cuernos?

—¿Lo preguntas en serio?

—Por supuesto que sí. Jamás bromearía con los cuernos. ¿Y bien?

—No.

—¿Alas?

—Tampoco.

—¿Escamas? ¿Tentáculos?

—Carolina, no seas ridícula. Por supuesto que no tiene nada de eso.

—Entonces, Milena, no me interesa.

Dicho lo cual, vuelve a coger la cámara, se arrellana contra el sofá y se dedica a repasar las últimas fotos que ha tomado. Me cruzo de brazos, poco dispuesta a rendirme.

—¿Cómo es? —murmura, toqueteando una serie de botones de la Nikon—. El hipotético demonio.

—Muy alto. —Me mira de reojo, repentinamente interesada—. De forma casi antinatural. Agacha la cabeza al salir del ascensor, para que te hagas una idea. Y sus ojos también son extraños.

—¿Como si todo fuera pupila?

—No, como si a alguien se le hubiera olvidado que debían tener un color. Son demasiado negros. —Resopla e intuyo que la he vuelto a perder. Pruebo de nuevo—: Además, parece que llevara años sin peinarse y, a la vez, es como si acabara de salir de la peluquería. Es imposible que esos rizos rubios…

—Espera —me interrumpe de golpe. Se gira hacia mí, horrorizada, y durante un segundo pienso

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