Fans de una vida imposible

Kate Scelsa

Fragmento

cap-2

Mira

Los primeros días de colegio no estaban concebidos para ser fáciles, y esos no fueron una excepción. Mira pensaba que tal vez podría ayudarle tener a Sebby a su lado esa mañana, pero en cuanto se reunió con ella en el banco situado al pie de la colina que conducía al edificio principal de Saint Francis supo que había cometido un error al invitarlo. Él le recordaba su otra vida, su vida real, que no tenía cabida allí.

Hacía un calor impropio del mes de septiembre, y la lana de la falda del uniforme era demasiado abrigada y le picaba. Las medias que llevaba debajo para impedir que los muslos le rozaran entre sí cuando empezara a sudar tampoco ayudaban. Era la clase de tiempo que solía asociarse a la visión de un verano idealizado de la niñez. Cielo azul, sol deslumbrante, veintiocho grados. Un día para comprarse un helado e ir a un parque acuático, o para dormitar sobre la hierba con un polo derritiéndose en la mano.

—¿A este lugar no le falta una gran verja de hierro o algo así para ahuyentar a la chusma? —preguntó Sebby.

Tenía la cabeza apoyada en el regazo de ella y jugueteaba con los pliegues de su falda escocesa.

—Creo que nosotros somos la chusma.

—Precisamente.

Todo habría resultado más fácil si ella hubiera podido escoger el atuendo de ese día. Tal vez el muumuu hawaiano de seda con las mangas abombadas, rojo con bambúes blancos estampados, combinado con un cinturón amarillo neón y zapatillas verdes sin cordones. Pintalabios rosa, esmalte de uñas plateado. Al menos se habría sentido protegida tras la armadura de una de sus visiones estéticas: «el look abuela jugando al tejo se vuelve glamuroso». O quizá el traje de raso marrón de corte trapezoidal y abotonado que se cerraba por el cuello con un lazo, y una chaqueta de punto suelto, «estilo bibliotecaria», para conmemorar su regreso al mundo académico. Pero el uniforme estaba concebido para borrar todo rastro de individualidad, evitando todo lo que pudiera considerarse «vestimenta inapropiada para los que representan la institución de Saint Francis», como explicaba en el folleto para los alumnos. De modo que ella había hecho lo que había podido. Uñas plateadas pero sin pintalabios. Fuera de contexto le parecía que el pintalabios rosa perdía su carácter irónico. Se recogió el pelo en un desordenado moño en lo alto de la cabeza con un lazo que le colgaba por la nuca, de un verde intenso contra su piel morena. Los rizos le salían del lazo en ángulos extraños, a punto de escaparse, revelando su deseo oculto de huir de ese lugar lo más rápido posible.

En su antigua escuela podía ir vestida como quería. Pero era pública. Mountain View High, o Mou Vi, como la llamaban los alumnos (al menos aquellos a los que les gustaba lo suficiente para ponerle un apodo gracioso), era la escuela pública regional donde Mira había pasado los últimos diez años. Pero Mou Vi no estaba preparada para lidiar con alumnos como Mira que requerían una «atención especial». Lo habían dejado muy claro. Y tras nueve meses de ausencia, el Saint F fue la solución de compromiso.

—Mira a esos gilipollas —dijo Sebby contemplando a los alumnos que subían la colina.

—Considéralos presas fáciles. Te divertirás más.

—Las presas fáciles nunca son divertidas —replicó él irguiéndose—. No suponen un reto. ¿Cómo voy a superarme entonces?

—Podrías intentar ir al instituto. He oído decir que está muy de moda.

—¿Cómo te atreves? Ya voy al instituto.

—Entonces ¿cómo es que estás aquí conmigo ahora?

—Me gusta que hagan conjeturas sobre mi asistencia. De todos modos, sabes que el instituto no es mi fuerte.

—Ya, bueno, tampoco es el mío.

—Pero tú tienes un gran potencial.

Ella puso los ojos en blanco.

—Nunca llegarás a nada en la vida con esa actitud —continuó él.

—Mierda, no sé si puedo hacer esto.

Él le cogió la mano y la miró a los ojos.

—Puedes hacer… —dijo, y guardó silencio unos segundos de manera teatral— todo lo que te propongas. —Y se echó a reír como un demente.

—De acuerdo, gracias.

—Espera. No he acabado. Puedes alcanzar… todos tus sueños.

—Sí, sí que has acabado.

Ella se levantó y se echó al hombro su raído macuto de la tienda de segunda mano. Era el mismo que había utilizado en su anterior escuela, pero sin los parches y los botones que solían cubrirlo.

«Están prohibidas las consignas, los logos o las imágenes en cualquier prenda o accesorio —se leía en la guía de Saint Francis—. Por favor, elimina todo rastro de personalidad individual. Entrégate, si no te importa, al reino de los drones sin alma.»

—¿Qué tal si consigo llegar al final de este día sin sufrir una crisis nerviosa?

—Supongo que por algo se empieza. —Él se levantó y la besó en la mejilla—. No finjas que no estás destinada para grandes cosas, cariño.

Mira se quedó impresionada consigo misma al ver que no pisaba la enfermería en toda la mañana. Aguantó las clases en silencio sentada en uno de los pupitres de la última fila. Resultó bastante fácil pasar inadvertida en medio de la emoción de los reencuentros del primer día entre los alumnos que regresaban y que comparaban peinados nuevos, zapatos nuevos y nuevos ademanes adquiridos durante el verano.

Pero la hora de comer era otro cantar. Implicaba relacionarse. La cafetería consistía en quince grandes mesas redondas, dispuestas para dividir a los cuatrocientos alumnos del colegio en una jerarquía autoimpuesta basada en un complicado algoritmo de historia, intereses y estatus compartidos. De modo que Mira se encontró con su bandeja repleta de comida, que sin duda no cumplía los rigurosos requisitos del elaborado régimen de su madre, recorriendo con la mirada la cafetería de la segunda planta inundada de sol e intentando contener un pánico creciente. Las ventanas antisuicidio estaban entreabiertas para dejar entrar el aire cálido, y los alumnos más jóvenes contemplaban con ansia a los mayores, que disfrutaban de «privilegios al aire libre» durante las horas de descanso. Como en la cárcel, los ganabas tras años de buena conducta.

Al lado de Mira apareció una rescatadora que no esperaba, su vecina Molly Stern.

—¡Miranda! ¡Oh, Dios mío! —Molly la abrazó a medias para evitar volcar las bandejas que las dos sostenían.

—Oh. Hola, Molly.

—Mi madre oyó decir que ibas a venir al Saint F este año, pero no lo sabía con seguridad y yo no quise hacerme ilusiones por si no era verdad.

—Bueno, pues aquí estoy. Es verdad.

Molly vivía en la misma calle que Mira, en una casa enorme incluso para los criterios de un vecindario amante de las mansiones desmesuradas y pretensiosas. Habían jugado juntas de niñas, montando de vez en cuando puestos de limonada y pintando la acera con tizas. Ya entonces, Molly tenía un aire desesperado. Sus tres hermanos mayores tenían mala fama en el vecindario por lanzar pelotas de hockey contra las ventanas. Algo en el rostro de Molly dejaba entrever la sospecha de que el destino la había tratado injustamente al traerla al mundo sin una hermana, y que nunca se lo perdonaría del todo.

Se habían perdido la pista cuando Molly empezó a ir a Saint Francis y Mira siguió los p

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