Eclipse (Saga Crepúsculo 3)

Stephenie Meyer

Fragmento

Ultimatum

Ultimátum

Bella:

No sé por qué te empeñas en enviarle notas a Billy por medio de Charlie como si estuviéramos en el colegio. Si quisiera hablar contigo, habría contestado la

Ya tomaste tu decisión, ¿verdad? No puedes tenerlo todo cuando ¿Qué parte de «enemigos mortales» es la que te
resulta tan complicada deMira, ya sé que me estoy comportando como un estúpido, pero es que no veo otra forma No podemos ser amigos cuando te pasas todo el tiempo con esa panda de

Simplemente, lo paso peor cuando pienso en ti demasiado, así que no me escribas más

Bueno, yo también te echo de menos. Mucho. Aunque eso no cambia nada. Lo siento.

Jacob

Deslicé los dedos por la página y sentí las marcas donde él había apretado con tanta fuerza el bolígrafo contra el papel que casi había llegado a romperlo. Podía imaginármelo mientras escribía, le veía garabateando aquellas palabras llenas de ira con su tosca letra, acuchillando una línea tras otra cuando sentía que las palabras empleadas no reflejaban su voluntad, quizá hasta partir el bolígrafo con esa manaza suya; esto explicaría las manchas de tinta. Me imaginaba su frustración, lo veía fruncir las cejas negras y arrugar el ceño. Si hubiera estado allí, casi me hubiera echado a reír. Te va a dar una hemorragia cerebral, Jacob, le habría dicho. Simplemente, escúpelo.

Aunque lo último que me apetecía en esos momentos, al releer las palabras que ya casi había memorizado, era echarme a reír. No me sorprendió su respuesta a mi nota de súplica, que le había enviado con Billy, a través de Charlie, justo como hacíamos en el instituto, tal como él había señalado. Conocía en esencia el contenido de su réplica antes incluso de abrirla.

Lo que resultaba sorprendente era lo mucho que me hería cada una de las líneas tachadas, como si los extremos de las letras estuvieran rematados con cuchillos. Más aún, detrás de cada violento comienzo, se arrastraba un inmenso pozo de sufrimiento; la pena de Jacob me dolía más que la mía propia.

Mientras reflexionaba acerca de todo aquello, capté el olor inconfundible de algo que se quemaba en la cocina. En cualquier otro hogar no hubiera resultado preocupante que cocinase alguien que no fuera yo.

Metí el papel arrugado en el bolsillo trasero de mis pantalones y eché a correr, bajando las escaleras en un tiempo récord.

El bote de salsa de espaguetis que Charlie había metido en el microondas apenas había dado una vuelta cuando tiré de la puerta y lo saqué.

—¿Qué es lo que he hecho mal? —inquirió Charlie.

—Se supone que debes quitarle la tapa primero, papá. El metal no va bien en los microondas.

La retiré precipitadamente mientras hablaba; vertí la mitad de la salsa en un cuenco para luego introducirlo en el microondas y devolví el bote al frigorífico; ajusté el tiempo y apreté el botón del encendido.

Charlie observó mis arreglos con los labios fruncidos.

—¿Puse bien los espaguetis, al menos?

Miré la cacerola en el fogón, el origen del olor que me había alertado.

—Estarían mejor si los hubieras movido —repuse con dulzura.

Encontré una cuchara e intenté despegar el pegote blandengue y chamuscado del fondo.

Charlie suspiró.

—Bueno, ¿se puede saber qué intentas? —le pregunté.

Cruzó los brazos sobre el pecho y miró la lluvia que caía a cántaros a través de las ventanas traseras.

—No sé de qué me hablas —gruñó.

Estaba perpleja. ¿Cómo era que papá se había puesto a cocinar? ¿Y a qué se debía esa actitud hosca? Edward todavía no había llegado. Por lo general, mi padre reservaba este tipo de actitud a beneficio de mi novio, haciendo cuanto estaba a su alcance para evidenciar con claridad la acusación de persona no grata con cada una de sus posturas y palabras. Los esfuerzos de Charlie eran del todo innecesarios, ya que Edward sabía con exactitud lo que mi padre pensaba sin necesidad de la puesta en escena.

Seguí rumiando el término «novio» con esa tensión habitual mientras removía la comida. No era la palabra correcta, en absoluto. Se necesitaba un término mucho más expresivo para el compromiso eterno, pero palabras como «destino» y «sino» sonaban muy mal cuando las introducías en una conversación corriente.

Edward tenía otra palabra en mente y ese vocablo era el origen de la tensión que yo sentía. Sólo pensarla me daba dentera.

Prometida. Ag. La simple idea me hacía estremecer.

—¿Me he perdido algo? ¿Desde cuándo eres tú el que hace la cena? —le pregunté a Charlie. El grumo de pasta burbujeaba en el agua hirviendo mientras intentaba desleírlo—. O más bien habría que decir, «intentar» hacer la cena.

Charlie se encogió de hombros.

—No hay ninguna ley que me prohíba cocinar en mi propia casa.

—Tú sabrás —le repliqué, haciendo una mueca mientras miraba la insignia prendida en su chaqueta de cuero.

—Ja. Ésa ha sido buena.

Se desprendió de la chaqueta con un encogimiento de hombros porque mi mirada le había recordado que aún la llevaba puesta, y la colgó del perchero donde guardaba sus bártulos. El cinturón del arma ya estaba en su sitio, pues hacía unas cuantas semanas que no había tenido necesidad de llevarlo a comisaría. No se habían dado más desapariciones inquietantes que preocuparan a la pequeña ciudad de Forks, Washington, ni más avistamientos de esos gigantescos y misteriosos lobos en los bosques siempre húmedos a causa de la pertinaz lluvia…

Pinché los espaguetis en silencio, suponiendo que Charlie andaría de un lado para otro hasta que hablara, cuando le pareciera oportuno, de aquello que le tenía tan nervioso. Mi padre no era un hombre de muchas palabras y el esfuerzo de organizar una cena, con los manteles puestos y todo, me dejó bien claro que le rondaba por la cabeza un número poco frecuente de palabras.

Miré el reloj de forma rutinaria, algo que solía hacer a esas horas cada pocos minutos. Me quedaba menos de media hora para irme.

Las tardes eran la peor parte del día para mí. Desde que mi antiguo mejor amigo, y hombre lobo, Jacob Black, se había chivado de que había estado montando en moto a escondidas —una traición que había ideado para conseguir que mi padre no me dejara salir y no pudiera estar con mi novio, y vampiro, Edward Cullen—, sólo me permitían ver a este último desde las siete hasta las nueve y media de la noche, siempre dentro de los límites de las paredes de mi casa y bajo la supervisión de la mirada indefectiblemente refunfuñona de mi padre.

En realidad, Charlie se había limitado a aumentar un castigo previo, algo menos estricto, que me había ganado por una desaparición sin explicación de tres días y un episodio de salto de acantilado.

De todos modos, seguía viendo a Edward en el instituto, porque no había nada que mi progenitor pudiera hacer al respecto. Y además, Edward pasaba casi todas las noches en mi habitación, aunque Charlie no tuviera conocimiento de

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