Si decido quedarme

Gayle Forman

Fragmento

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8:17

Subimos al coche, un Buick herrumbroso que ya era viejo cuando nos lo dio la abuela al nacer Teddy. Mis padres me preguntan si quiero conducir. No quiero. Papá se sienta al volante. Ahora le gusta conducir. Se había negado tercamente a sacarse el carnet durante años, e insistía en ir en bicicleta a todas partes. Cuando tocaba en la banda, su negativa a conducir obligaba a los demás a turnarse al volante, algo que les exasperaba. Mamá era más insistente. Le daba la lata, trataba de engatusarlo y a veces le gritaba que obtuviera el permiso de una vez, pero él se obstinaba en que prefería pedalear. «Entonces ponte a fabricar una bicicleta en la que quepamos los tres y no nos mojemos cuando llueva», le exigía ella. Y él siempre se reía y aseguraba que lo haría.

Pero cuando mamá se quedó embarazada de Teddy, se plantó y dijo basta. Papá pareció comprender que algo había cambiado. Dejó de discutir y se sacó el carnet. También volvió a estudiar para obtener el título de profesor. Supongo que no pasaba nada por seguir siendo inmaduro con un hijo, pero con dos había llegado la hora de convertirse en adulto, la hora de ponerse pajarita.

También la lleva esta mañana, a conjunto con una chaqueta jaspeada y zapatos vintage con puntera.

—Ya veo que te has vestido para la nieve —le digo.

—Soy como el correo del zar —replica, rascando el hielo del coche con unos de los dinosaurios de plástico que Teddy suele dejar esparcidos por el césped—. Ni la lluvia, ni la cellisca ni un centímetro de nieve me obligarán a vestirme como un leñador.

—Oye, que yo vengo de una familia de leñadores —le advierte mi madre—. Nada de burlarse de los blancos pobres de este país.

—Nada más lejos de mi intención, milady. Sólo me refería a un contraste de estilos.

Papá tiene que darle al contacto varias veces para que el coche arranque por fin con un ruido ahogado. A continuación se produce la habitual batalla por el dominio de la radio. Mamá quiere la emisora NPR. Papá prefiere Frank Sinatra. Teddy exige Bob Esponja. Y yo querría la emisora de música clásica, pero, siendo la única aficionada a los clásicos en la familia, estoy dispuesta a conformarme con los Shooting Star.

Papá interviene.

—Dado que hoy todos nos estamos saltando las clases, deberíamos escuchar las noticias si no queremos sufrir de ignorantitis…

—Ignorantemia —lo corrige mamá, burlona.

Él pone los ojos en blanco, le aprieta la mano y carraspea de esa forma tan profesoril.

—Como decía, primero la NPR, y luego de las noticias, la emisora clásica. Teddy, no vamos a torturarte con eso, puedes ponerte un CD —decide, y desconecta el reproductor de CD portátil que tiene acoplado a la radio—. Pero cuidado: Alice Cooper no está permitido en mi coche. —Mete la mano en la guantera y revuelve el interior—. ¿Qué tal Jonathan Richman?

—Quiero Bob Esponja. ¡Mira, ya está puesto! —grita Teddy, dando botes y señalando el portátil. Por lo visto, los crepes con trocitos de chocolate y sirope han disparado su hiperactividad.

—Hijo, me decepcionas —bromea papá. Tanto Teddy como yo nos hemos criado con las tontorronas melodías de Jonathan Richman, el santo patrón musical de mis padres.

Una vez hecha la selección de la banda sonora, nos ponemos en marcha. Hay algo de nieve en la carretera, pero en su mayor parte sólo está mojada. Claro que esto es Oregón y aquí las carreteras siempre están mojadas. Mamá solía bromear con que es peor una carretera seca: «Los conductores se ponen chulos, olvidan toda precaución y empiezan a conducir como idiotas. Los polis hacen su agosto endosando multas por exceso de velocidad.»

Apoyo la cabeza en la ventanilla y contemplo el paisaje que pasa, un retablo de abetos verde oscuro salpicados de nieve, finos jirones de niebla blanca y pesados nubarrones en el cielo. El interior del coche está tan caldeado que las ventanillas se empañan. Dibujo garabatos con el dedo.

Cuando termina el boletín de noticias, sintonizamos la emisora de música clásica. Escucho los primeros compases de la Sonata para violonchelo n.º 3 de Beethoven, precisamente la obra que iba a practicar esta tarde. Parece una especie de coincidencia cósmica. Me concentro en las notas, imaginando que las toco, agradecida por la oportunidad de practicar mentalmente, feliz de ir calentita en un coche con mi sonata y mi familia. Cierro los ojos.

Uno no espera que la radio funcione después. Pero funciona.

El coche ha quedado destripado. El impacto de un camión de cuatro toneladas que circula a cien kilómetros por hora y se estrella contra el lado del acompañante tiene la fuerza de una bomba atómica. Arranca las puertas de cuajo y el asiento del pasajero atraviesa la ventanilla del conductor. Lanza el chasis dando tumbos por la carretera y el motor se desgarra como si fuese una telaraña. Manda las ruedas y los tapacubos al interior del bosque. E incendia fragmentos del depósito de gasolina, así que ahora hay unas llamas diminutas lamiendo la carretera mojada.

Además, produce un ruido de mil demonios. Toda una sinfonía al triturar, un coro al reventar, un aria al explotar y, finalmente, el triste aplauso de trozos metálicos impactando contra los árboles. Después todo queda en silencio excepto la Sonata para violonchelo n.º 3, que sigue sonando. No se sabe cómo, la radio del coche aún funciona, así que Beethoven se escucha en la que antes era una tranquila mañana de febrero.

Al principio creo que no ha pasado nada demasiado grave. Todavía oigo a Beethoven. Y estoy de pie en la cuneta, junto a la carretera. Cuando me miro, la falda tejana, la chaqueta de punto y las botas negras que me puse por la mañana están igual que cuando salimos de casa.

Trepo por el terraplén para ver mejor el coche. Ni siquiera es ya un automóvil, sino un esqueleto metálico sin asientos y sin pasajeros. Lo que significa que el resto de mi familia tiene que haber salido despedida igual que yo. Me limpio las manos en la falda y camino por la carretera en su busca.

Primero veo a papá. Desde varios metros de distancia distingo el bulto de la pipa en el bolsillo de su chaqueta. «¡Papá!», grito. A su alrededor el asfalto está pegajoso y encuentro trozos grises que parecen de una coliflor. Sé lo que estoy viendo, pero en principio no consigo relacionarlo con mi padre. Lo que me viene a la mente son esas noticias sobre tornados e incendios, cuando explican que han destrozado una casa pero han dejado intacta la de al lado. En el asfalto hay trozos del cerebro de mi padre. Pero su pipa sigue en el bolsillo superior izquierdo.

A conti

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