El chico que entra por mi ventana

Kirsty Moseley

Fragmento

El chico que entra por mi ventana

Estaba sentada sobre la cubierta de la cocina, viendo a mi mamá preparar una pasta que metería al horno. La notaba muy nerviosa; no dejaba de ver el reloj cada dos minutos. Yo sabía por qué lo hacía: mi padre debía de llegar a casa en exactamente dieciséis minutos y a él le gustaba que la cena estuviera sobre la mesa en cuanto llegaba.

Jake entró a la cocina, jugando distraídamente con su muñeco de Spider-Man.

—¿Mamá, puedo ir a jugar a casa de Liam? —preguntó con ojos grandes, como de cachorrito.

Ella vio el reloj de nuevo y negó con la cabeza rápidamente.

—Ahorita no, Jakey. Ya casi está lista la cena y tenemos que comer juntos en familia. —Al decir esas palabras, mi mamá se encogió un poco.

Jake se decepcionó, pero asintió y se sentó junto a mí. De inmediato, le quité el muñequito de las manos, luego me reí cuando él ahogó un grito y me lo arrebató de regreso, con una sonrisa y los ojos en blanco. Era un niño lindo, de cabello rubio y ojos grises con manchas color marrón. Comparado con otros hermanos mayores, él era el mejor. Siempre me estaba cuidando, en la casa y en la escuela, y se aseguraba de que nadie me molestara. El único que me podía molestar, en su opinión, era él; también, en menor medida, su mejor amigo, Liam, el vecino.

—Entonces, Ambs, ¿necesitas ayuda con tu tarea? —preguntó y me empujó un poco con el hombro. Jake ya tenía diez años, dos más que yo, así que siempre me ayudaba con cosas de la escuela.

—No. No me dejaron. —Sonreí y empecé a mecer las piernas, que colgaban de la cubierta.

—Muy bien, niños, vayan a poner la mesa, por favor. Ya saben cómo. Perfectamente bien, ¿entendido? —nos dijo mamá mientras le espolvoreaba queso a la pasta y la metía al horno. Jake y yo nos bajamos de un salto y empezamos a llevarnos las cosas hacia el comedor.

Mi papá era muy exigente con todo; si no estaba perfecto, se enojaba y eso no le gustaba a nadie. Mi mamá solía decir que era porque tenía un trabajo muy estresante. Siempre se enojaba con facilidad si hacíamos algo mal. Si conocen el dicho de «A los niños se les debe ver, pero no oír», bueno, pues mi padre lo llevaba al siguiente nivel. A él le gustaba más «A los niños no se les debe ver ni oír». Diario llegaba a la casa a las cinco y media, comíamos de inmediato, y luego Jake y yo nos íbamos a nuestras recámaras, donde jugábamos en silencio hasta las siete y media, hora de irnos a la cama.

Siempre odiaba ese momento del día. Todo iba bien hasta que él llegaba a casa y entonces todos cambiábamos. Jake siempre se quedaba callado y no sonreía. Mi madre adoptaba una expresión rara, como de miedo o preocupación, y empezaba a correr por la casa arreglando los cojines del sillón. Yo siempre me quedaba ahí parada y deseaba en silencio poder ir a esconderme a mi recámara y no salir nunca.

Jake y yo pusimos la mesa en silencio. Nos sentamos sin decir nada, a esperar el clic de la puerta que nos indicaría su llegada. Yo podía sentir un revoloteo de nervios en el estómago. Las manos me empezaban a sudar y rezaba en mi mente por que mi padre hubiera tenido un buen día y que esa noche todo fuera normal.

A veces, estaba de muy buen humor. Me abrazaba y me besaba, me decía que era una niñita muy especial y cuánto me quería. Eso por lo general sucedía los domingos. Mi mamá y Jake se iban al entrenamiento de hockey y yo me quedaba en casa con mi padre. Esos domingos eran los peores, pero yo nunca le decía a nadie; no mencionaba cómo me tocaba ni cómo me decía lo bonita que era. Odiaba esos días y deseaba que los fines de semana nunca llegaran. Prefería, por mucho, los días de escuela, cuando sólo lo veíamos a la hora de la cena. Definitivamente prefería que me viera con su mirada enfurecida que con su mirada sentimental. Eso no me gustaba nada; me incomodaba y me hacía temblar las manos. Afortunadamente, apenas era lunes, así que faltaba casi toda la semana para tener que preocuparme de nuevo por eso.

Un par de minutos más tarde, entró. La mano de Jake se cerró sobre la mía bajo la mesa y me miró para darme a entender que me comportara. Mi padre tenía el cabello rubio, del mismo color que Jake. Sus ojos eran color marrón y siempre tenía una expresión de fastidio.

—Hola, niños —saludó con su voz fuerte y profunda.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda al escuchar su voz. Mi padre puso el portafolios a un lado y se sentó en la cabecera de la mesa. Intenté no mostrar ninguna reacción; de hecho, intenté no moverme para nada. Parecía como si fuera siempre yo la que metía a los demás en problemas o la que hacía algo mal. Sentía que siempre empeoraba todo para todos. Antes no era así, antes era la consentida de papá, pero desde que había empezado ese nuevo trabajo hace tres años, era distinto. Nuestra relación con él cambió por completo. Seguía prefiriéndome a mí por encima de Jake, pero cuando regresaba del trabajo parecía fingir que ni Jake ni yo estábamos ahí. Por la manera en que miraba a Jake a veces, daba la impresión de que deseaba que no existiera. A mí me dolía el estómago verlo mirar así a mi hermano.

—Hola, papá —respondimos los dos al mismo tiempo.

Justo en ese momento, entró mi mamá con la pasta y un plato de pan de ajo.

—Se ve bien la comida, Margaret —dijo mi padre, sonriendo. Todos empezamos a comer en silencio y yo intenté no moverme mucho en mi asiento, a pesar de que me sentía incómoda—. ¿Cómo te fue en la escuela, Jake? —le preguntó a mi hermano.

Jake levantó la vista y abrió mucho los ojos, como si estuviera muy sorprendido.

—Me fue bien, gracias. Hice la prueba para el equipo de hockey sobre hielo, y Liam y yo… —empezó a hablar, pero mi padre asintió sin escuchar.

—Muy bien, hijo —interrumpió—. ¿Y a ti, Amber? —preguntó y me miró.

«Oh, no. Muy bien, pórtate amable, no divagues».

—Bien, gracias —dije en voz baja.

—¡Habla fuerte, niña! —gritó.

Me encogí un poco al escuchar su tono. Me pregunté si me golpearía o si me mandaría a la cama sin cenar.

—Me fue bien, gracias —repetí con voz un poco más alta.

Me miró con el ceño fruncido y luego volteó a ver a mi mamá, que estaba retorciéndose las manos y mordiéndose el labio.

—Entonces, Margaret, ¿qué has estado haciendo hoy? —preguntó y siguió comiendo.

Ella se aclaró la garganta.

—Bueno, fui al supermercado y te conseguí el champú que te gusta, luego estuve planchando —respondió sin titubear.

Sonaba como una respuesta planeada. Siempre hacía eso, preparaba sus respuestas para no hacerlo enojar por decir algo indebido.

Yo estiré la mano para tomar mi vaso, pero no me fijé bien en lo que hacía y lo volqué. El agua se derramó por toda la mesa. Todos volteamos a ver a mi padre, que saltó de su

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