El retorno de los caídos

Lauren Kate

Fragmento

El retorno de los caídos

Prólogo

Que nunca nos separen

Las botas de Cam se posaron en el alero de la vieja iglesia bajo un cielo frío y estrellado. Plegó las alas y contempló el paisaje. El musgo español, blanco a la luz de la luna, colgaba como carámbanos de árboles más viejos que la Guerra Civil. Edificios de bloques de hormigón enmarcaban un campo herboso y un par de graderías desvencijadas. El viento llegaba murmurando desde el mar.

Principios de invierno en la escuela Espada y Cruz. Ni un alma en el campus. ¿Qué hacía él ahí?

Eran pocos minutos pasada la medianoche, y acababa de volar desde Troya. El viaje transcurrió como entre niebla, una fuerza desconocida había guiado sus alas. Se sorprendió a sí mismo tarareando una tonada que no se había permitido recordar en varios miles de años.

Tal vez había vuelto porque ahí era donde los ángeles caídos habían conocido a Luce en su última vida maldita. Había sido su encarnación número trescientos veinticuatro, y la vez número trescientos veinticuatro que los ángeles caídos se reunían para ver cómo se desarrollaba la maldición.

Ahora la maldición estaba rota. Luce y Daniel eran libres.

Y vaya que Cam sentía envidia.

Recorrió el cementerio con la mirada. Nunca habría creído que sentiría nostalgia por ese basurero, pero aquellos viejos días en Espada y Cruz habían tenido un aire emocionante. La chispa de Lucinda era más brillante, y mantenía a los ángeles en vilo donde antes habían creído saber qué esperar.

Durante seis milenios, cada vez que ella cumplía diecisiete años, ellos interpretaron una variación de la misma obra: los demonios —Cam, Roland y Molly— intentaban de todo para que Luce se aliara con Lucifer, mientras que los ángeles —Arriane y Gabbe, y a veces Annabelle— se esforzaban por llevarla de vuelta al rebaño celestial. Ningún bando se había acercado jamás a convencerla.

Y es que cada vez que Luce conocía a Daniel —y siempre lo conocía—, nada importaba tanto como su amor. Una y otra vez se enamoraban, y una y otra vez Luce moría entre llamas.

Hasta que una noche en Espada y Cruz, todo cambió. Daniel besó a Lucinda, y ella vivió. Entonces todos lo supieron: por fin Luce iba a tener la oportunidad de elegir.

Unas semanas después todos volaron al sitio de su caída original, a Troya, donde Lucinda eligió su destino. Ella y Daniel volvieron a negarse a aliarse con el Cielo o el Infierno. En vez de eso, se eligieron uno al otro. Renunciaron a su inmortalidad para pasar una vida mortal juntos.

Ahora Luce y Daniel no estaban, pero Cam aún los recordaba. Su amor triunfante lo hacía anhelar algo que no se atrevía a expresar con palabras.

Estaba tarareando de nuevo. Esa canción. Aun después de tanto tiempo, la recordaba…

Cerró los ojos y vio a la intérprete: la parte trasera de su cabello rojo peinado en una trenza holgada, sus largos dedos acariciaban las cuerdas de una lira mientras se apoyaba contra un árbol.

No se había permitido pensar en ella en miles de años ¿Por qué ahora?

—Esta lata se acabó —dijo una voz familiar—. ¿Me pasas otra?

Cam dio la vuelta. No había nadie.

Percibió un leve movimiento a través del vitral roto del techo. Se inclinó hacia adelante y asomó a la capilla que Sophia Bliss había usado como oficina cuando era la bibliotecaria de Espada y Cruz.

Dentro de la capilla, las alas iridiscentes de Arriane se plegaban mientras ella agitaba una lata de pintura en aerosol y se levantaba del piso, apuntando la válvula hacia la pared.

El mural que estaba pintando mostraba una niña en un resplandeciente bosque azul. Llevaba un vestido negro de varias capas y contemplaba a un niño rubio que le extendía una peonía blanca. Luce y Daniel por siempre, escribió Arriane con letras góticas plateadas sobre la campana de la falda de la niña.

Detrás de Arriane, un demonio de piel oscura, con rastas, estaba encendiendo una alta vela de cristal con la efigie de la Santa Muerte. Roland erigía un adoratorio en el lugar donde Sophia había asesinado al amigo de Luce, Penn.

Los ángeles caídos no podían entrar a los santuarios de Dios. En cuanto cruzaban el umbral, todo el lugar se incendiaba e incineraba a cuanto mortal estuviera dentro. Pero aquella capilla se había desantificado cuando Sophia se mudó ahí.

Cam extendió las alas y se dejó caer por la ventana rota; aterrizó detrás de Arriane.

—Cam —Roland abrazó a su amigo.

—Con calma —dijo Cam, pero no se apartó.

Roland ladeó la cabeza.

—Qué coincidencia encontrarte aquí.

—¿Ah, sí? —preguntó Cam.

—No lo es si te gustan las carnitas —dijo Arriane mientras le lanzaba a Cam un pequeño paquete envuelto en papel aluminio—. ¿Recuerdas el camión de tacos de Lovington? He tenido antojo de esto desde que huimos de este pantano —abrió su propio paquete y devoró su taco en dos mordidas—. Delicioso.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Roland a Cam.

Cam se apoyó en un frío pilar de mármol y encogió los hombros.

—Dejé mi Les Paul en el dormitorio.

—¿Viniste hasta acá por una guitarra? —Roland asintió—. Supongo que todos debemos encontrar maneras de ocupar nuestros días sin fin, ahora que Luce y Daniel no están.

Cam siempre había odiado la fuerza que atraía a los ángeles caídos hacia amantes malditos cada diecisiete años. Él mismo había abandonado campos de batalla y coronaciones. Había abandonado los brazos de exquisitas jóvenes. Una vez se había ido durante la filmación de una película. Había dejado todo por Luce y Daniel, pero ahora que la atracción irresistible había desaparecido, la echaba de menos.

Su eternidad estaba abierta de par en par. ¿Qué haría con ella?

—¿Lo que pasó en Troya te dio, no sé…? —Roland se distrajo.

—¿Esperanza? —Arriane sujetó el taco sin comer de Cam y se lo zampó—. Si, después de tantos miles de años, Luce y Daniel pueden hacerle frente al Trono y lograr un final feliz, ¿por qué no podría cualquier otro? ¿Por qué no nosotros?

Cam miró por la ventana rota.

—Tal vez no soy esa clase de tipo.

—Todos llevamos pedazos de nuestros viajes —dijo Roland—. Todos aprendemos de nuestros errores. ¿Quién podrá decir que no merecemos la felicidad?

—Escúchanos —Arriane se tocó las cicatrices del cuello—. ¿Qué sabemos del amor nosotros, que somos tres cansadas aves de rapiña? —miró a Cam y luego a Roland— ¿Verdad?

—El amor no es propiedad exclusiva de Luce y Daniel —dijo Roland—. Todos lo hemos probado. Quizá lo probemos de nuevo.

El optimismo de Roland fue como una nota discordante para Cam.

—Yo no —dijo.

Arriane suspiró, arqueando la espalda para extender las alas y elevarse unos centímetros del suelo. El aleteo llenó la iglesia vacía. Con diestros movimientos de su lata de pintura blanca, añadi

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