ÍNDICE
Portadilla
Índice
Capítulo uno. Mia
Capítulo dos. Ethan
Capítulo tres. Mia
Capítulo cuatro. Ethan
Capítulo cinco. Mia
Capítulo seis. Ethan
Capítulo siete. Mia
Capítulo ocho. Ethan
Capítulo nueve. Mia
Capítulo diez. Ethan
Capítulo once. Mia
Capítulo doce. Ethan
Capítulo trece. Mia
Capítulo catorce. Ethan
Capítulo quince. Mia
Capítulo dieciséis. Ethan
Capítulo diecisiete. Mia
Capítulo dieciocho. Ethan
Capítulo diecinueve. Mia
Capítulo veinte. Ethan
Capítulo veintiuno. Mia
Capítulo veintidós. Ethan
Capítulo veintitrés. Mia
Capítulo veinticuatro. Ethan
Capítulo veinticinco. Mia
Capítulo veintiséis. Ethan
Capítulo veintisiete. Mia
Capítulo veintiocho. Ethan
Capítulo veintinueve. Mia
Capítulo treinta. Ethan
Capítulo treinta y uno. Mia
Capítulo treinta y dos. Ethan
Capítulo treinta y tres. Mia
Capítulo treinta y cuatro. Ethan
Capítulo treinta y cinco. Mia
Capítulo treinta y seis. Ethan
Capítulo treinta y siete. Mia
Capítulo treinta y ocho. Ethan
Capítulo treinta y nueve. Mia
Capítulo cuarenta. Ethan
Capítulo cuarenta y uno. Mia
Capítulo cuarenta y dos. Ethan
Capítulo cuarenta y tres. Mia
Capítulo cuarenta y cuatro. Ethan
Capítulo cuarenta y cinco. Mia
Capítulo cuarenta y seis. Ethan
Capítulo cuarenta y siete. Mia
Capítulo cuarenta y ocho. Ethan
Capítulo cuarenta y nueve. Mia
Capítulo cincuenta. Ethan
Capítulo cincuenta y uno. Mia
Capítulo cincuenta y dos. Ethan
Capítulo cincuenta y tres. Mia
Capítulo cincuenta y cuatro. Ethan
Capítulo cincuenta y cinco. Mia
Capítulo cincuenta y seis. Ethan
Capítulo cincuenta y siete. Mia
Sobre el autor
Créditos
CAPÍTULO UNO
MIA
¿Alguna vez has tenido un rollo de una noche?
El día más importante de mi vida, me despierto pensando: Jo, ¿dónde está mi ropa interior?
Me lo pregunto porque, casualmente, acabo de abrir los ojos en la cama de un desconocido, uno de esos radiantes rayos de sol característicos de Los Ángeles está ensañándose con mi muslo desnudo y no hay ni rastro de mi ropa interior ni de ninguna otra prenda a mi alrededor.
Qué impropio de mí y, sin embargo, aquí estoy, enredada en unas cálidas sábanas que, lo mires como lo mires, no son las mías.
Vagos recuerdos de la noche anterior se abren paso por mi resacoso cerebro. Recuerdo haberme sentado en el bar Duke después de la entrevista con Adam Blackwood. Todo mi ser zumbaba de la emoción al pensar que, por fin, mi carrera iba a despegar. Terminaría el documental sobre mi abuela, lo presentaría y, por fin, le diría sayonara a la universidad. Y el contrato en prácticas con una de las empresas de medios más importantes de todo el país supondría el inicio de una verdadera carrera cinematográfica que me ayudaría a encontrarme, a perfilar mi propio estilo en lugar de imitar estilos ajenos como llevo haciendo durante toda la carrera.
Y sí, recuerdo al chico, pero muy vagamente. Hombros anchos, aire tranqui y esa electricidad que chisporrotea entre dos personas cuando la cosa promete. Poco más. No tiene cara. No tiene nombre. E ignoro cómo este… este pequeño milagro que, en mi caso, supone el sexo en vivo y en directo se ha producido.
Por desgracia, el misterio quedará en el aire, porque tengo que marcharme. Mientras me levanto, forcejeo para extraer varios rizos de debajo del hombro —fibroso y bronceado— de mi nuevo amigo. Tengo la cabeza como una licuadora en funcionamiento y tan mal sabor de boca que parece como si algún animal se me hubiera colado entre los dientes mientras dormía para estirar la pata allí dentro.
Desplazo por fin los pies desnudos al frío suelo de cemento y me levanto, haciendo esfuerzos por ahuyentar las náuseas que amenazan con invadirme.
Mil gracias, tequila Patrón Silver.
Rodeo la cama como puedo, con la esperanza de tener la suerte esta vez de encontrar mi ropa interior —o alguna prenda, la que sea— a este lado del mundo. Vale, lo reconozco, y también porque me muero de ganas por echar un vistazo.
Mi curiosidad se ve recompensada, ya lo creo que sí. Aunque el chico tiene la cara espachurrada contra la almohada y el cabello, corto y de color caramelo, completamente apelmazado, está buenísimo. Veo una mandíbula cuadrada, bien contorneada, con una hendidura que apenas se insinúa en la punta de la barbilla, unos labios carnosos y esas pestañas oscuras y onduladas que la naturaleza —injusticias de la vida— suele reservar a los chicos.
Está tendido, tapado tan solo con una esquina de la sábana (culpa mía, por acaparar las mantas) y con los pies prácticamente colgando de la cama. De modo que es alto. Y, aun dormido, se le dibuja en la frente un ceño la mar de interesante, como si estuviera soñando con salvar el mundo. Seguro que tiene una personalidad fascinante. De no ser así, las posibilidades de que yo hubiera despertado en su cama serían nulas.
No veo envoltorios de condón ni el estuche de mi diafragma por ninguna parte, lo que me induce a preguntarme qué pasó exactamente ayer por la noche. No es propio de mí ser imprudente. Así pues, ¿no pasó nada? Lo dudo mucho; no llevo bragas.
Mientras estoy sumida en esas cavilaciones, mis ojos vagan hasta el despertador de la mesilla de noche. Las cifras 8:02 se abren paso entre la bruma de mi mente y la adrenalina inunda hasta la última de mis células.
Las prácticas en Boomerang —mi gran oportunidad de convertirme en algo más que la hija de una famosa fotógrafa, de experimentar el mundo real e inmortalizar a la persona que más quiero en el mundo— comienzan dentro de, exactamente, cincuenta y ocho minutos. Y no tengo ni idea de dónde estoy ni de qué puedo haber hecho con mi puñetera ropa interior.
—Mierda, mierda, mierda.
Echo una rápida ojeada al dormitorio, mesándome el cabello, y deduzco que la ropa debe de estar en alguna otra parte.
Esto promete.
Mientras recorro a toda prisa un exiguo pasillo, veo aquí y allá fotografías y carteles motivadores que muestran águilas surcando el cielo y amaneceres en las montañas. Uno reza: «La vida empieza al final de tu zona de confort». De ser eso cierto, mi propia vida acaba de empezar en este mismo instante.
Voy a parar a una sala de estar amueblada con el típico sofá destartalado de los pisos de soltero, la clásica mesita baja pringosa y una gigantesca pantalla de televisión que impide el paso a los escasos rayos de sol que se cuelan por dos ventanales cubiertos con lienzos a guisa de cortinas. La sala también desprende la clásica peste a piso de soltero: alcohol, sudor y, de propina, una especie de tufi