El tiempo de las orquídeas silvestres

Nicole C. Vosseler

Fragmento

TiempoOrquideas.html

El cielo estaba en llamas.

Vivas lenguas de fuego iluminaban el horizonte y ascendían hacia el cielo. Los primeros bancos de nubes se encendieron, y con el resplandor que goteaba de sus bordes el mar se tiñó de rojo.

Aún resonaban los disparos en el agua. Un eco del estridente y metálico entrechocar de las espadas. El tenue recuerdo de voces de hombres, heridos en la lucha y diseminados en la negrura de la noche, flotaba a la deriva.

Él ni siquiera sabía cómo había caído por la borda, justo antes de que las estrellas palidecieran y la oscuridad se deshilachara. Antes de que el sol restregara el horizonte e hiciera saltar las primeras chispas de luz.

Quizá perdiera el equilibrio al esquivar un golpe de espada. O debido al impacto del proyectil que acertó en él. O puede que se dejara caer sin más, tal vez incluso que saltara, espoleado por un deseo de vivir desenfrenado, movido por una cobardía humillante.

Se hundió como una piedra en las tenebrosas aguas, que clavaron sus colmillos de sal en sus heridas, y un dolor agudo, lancinante, le desgarró la carne.

Un instante de vacío aturdidor. Una nada sin límites.

Después, recuperó el conocimiento.

Una opresión en el pecho, los pulmones a punto de estallar, empezó a mover los brazos y las piernas. Y por fin, por fin, salió del agua y cogió aire con avidez.

El viento le sabía a humo, a polvo rojo y a ceniza. Avanzaba con una pierna y un brazo entumecidos, inservibles, a través de una luz dorada como azafrán líquido que se entremezclaba con la bruma azul de la madrugada. Bajo la sombra de los pájaros, que describían círculos y despertaban al nuevo día desgañitándose. En dirección a la isla hacia la que su brújula interior había puesto rumbo fijo. Como una tortuga que recorre los océanos durante décadas y, sin embargo, siempre sabe volver a la playa en que nació.

El mar había perdido la paciencia, lo asediaba por todas partes, lo zarandeaba sin compasión. Antes incluso de oírla, sintió la ola que se aproximaba. Se sometió dócilmente a su voluntad, dejó que se apoderase de él y lo arrastrara, y tampoco opuso resistencia cuando lo engulló rápidamente. E, igual que la última contracción fuerte que lo expulsó del vientre de su madre y lo hizo venir al mundo, al cabo lo escupió a la orilla.

Con un zumbido que parecía perforarle los oídos y el corazón latiendo con desenfreno, se alejó a rastras, sin aliento, de aquel mar turbulento. La arena le desollaba las heridas, las piedras y las hierbas lo despellejaban.

El blanco satinado de las casas reflejaba la luz del sol naciente, y, cegado, entornó los ojos. Unas sombras esbeltas se materializaron en árboles, mudos guardianes de los cuidados jardines que se extendían al otro lado de unas tapias bajas. Ninguno se alzaba en solitario, y, sin embargo, entre uno y otro había una distancia amplia, que no ofrecía amparo alguno.

Reparó de pronto en una oscura nube de hojas. Una isla de espesura solitaria, casi irreal, envuelta en velos de vaho y humo, allí donde la polvorienta cinta de la carretera Jalan Pantai, contra la que ya rompían las olas, describía una curva.

Demasiado cansado para continuar hasta el río, demasiado joven para darse por vencido, titubeó.

La niña se hallaba en el umbral de la casa, con la barbilla alta y la espalda recta.

«Este día importante han venido todos. Todos mis caballeros y nobles. Todos los sabios y los magos, las hechiceras y las hadas. Han venido de los rincones más remotos de mi reino, de los cuatro puntos cardinales, para expresarme su gratitud.»

La pequeña extendió los brazos, abriendo con afectación los infantiles dedos.

–Levantaos.

«Con el frufrú de los tejidos más exquisitos, la multitud se meció como el mar con las olas cuando los hombres concluyeron su obsequiosa reverencia, y las mujeres, su amplia genuflexión. Y cual flores que giraran hacia el sol, todos los rostros se volvieron hacia ella.»

La niña se recogió con las manos la estampada falda cruzada y bajó la escalera despacio.

«La corona le pesaba en la cabeza, pero se sentía orgullosa de lucirla. La seda de su magnífico vestido crujía de un modo prometedor, y las paredes, que brillaban como las piedras preciosas, devolvían el eco de cada uno de sus pasos, los pies enfundados en las chinelas recamadas en oro. Sus pasos eran ligeros, como si apenas rozasen la lisa piedra del suelo.»

Una leve sonrisa asomó al rostro de la niña mientras continuaba caminando por la baja, áspera hierba.

«El gentío, reverente, se apartaba a su paso. Un murmullo de numerosas voces recorría la sala, se iba extinguiendo entre las imponentes columnas de mármol oscuro y se perdía bajo la bóveda de esmeraldas y lapislázuli, tan alta y vasta como el mismo cielo.»

Su corazón latía con fuerza, le costaba mantener la regia postura.

«Los ojos de la multitud se fijaron en el aguerrido héroe que hincaba una rodilla en el extremo opuesto de la sala. Con la cabeza muy baja, en señal de humildad, como si no supiera si le aguardaba la recompensa o el castigo por las proezas con las que había logrado romper el encantamiento de la malvada bruja. La esperaba tímidamente el unicornio blanco plateado que el joven sostenía a su lado de los arreos, los oscuros, brillantes ojos clavados en ella. Como si...»

–Miss Georgina, buenos días.

La niña dio un respingo. La espléndida sala empezó a desdibujarse ante sus ojos hasta esfumarse, y el viento se llevó los deslustrados restos como si de polen se tratara. Más allá de los arbustos y las copas de los árboles, cuyo follaje hizo crepitar, mientras en las ramas altas los pájaros trinaban y gorjeaban.

–No te habré asustado, ¿no?

Georgina parpadeó deprisa. Entre surtidores de flores púrpura y carmesí, delicadas como farolillos de papel de seda, estaba Ah Tong, apoyado en el rastrillo. Una sonrisa de satisfacción en el rostro, un cuero amarillo curtido por el sol.

–¿Qué te trae tan temprano por aquí?

Las mejillas de Georgina se tiñeron de rojo; sus dedos estrujaron con fuerza la tela de su falda y la hierba se le clavó en los descalzos pies. En su pecho anidaban tantas cosas de las que quería hablarle a Ah Tong, de las hadas y los gentileshombres y los caballeros y de sus aventuras en el mágico reino, que casi no podía respirar. Sin embargo, cada palabra se le asentaba pesadamente en la lengua antes de que pudiera pronunciarla, y como si tuviese la boca llena de piedrecitas, se quedó callada.

–Haces muy bien.–Ah Tong siguió rastrillando las flores marchitas–. Retoza por el jardín mientras aún esté seco.

Georgina miró al cielo: las nubes, que la noche había dejado inmaculadas y a las que ella había saludado alegremente por la ventana nada más levantarse de la cama, para entonces ya estaban tiznadas. Oprimían pesadamente la isla, y el cielo, antes de un azul celeste, era de un gris lechoso.

–Y a mí más me vale que acabe las tareas de hoy.–Ah Tong desprendió las flores que se habían quedado sujetas en lo

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