La rueda del olvido

Cari Ariño

Fragmento

rueda-2

Contenido

PRIMERA PARTE

  1

  2

  3

  4

  5

  6

  7

  8

  9

10

11

12

13

SEGUNDA PARTE

14

15

16

17

18

19

20

21

22

23

24

25

26

TERCERA PARTE

27

28

29

30

31

32

33

34

35

36

Agradecimientos

rueda-3

A todas las personas que se convierten en ciudadanos
del mundo a la fuerza y a todas aquellas que,
con buena voluntad, las acogen.

rueda-4

PRIMERA PARTE

rueda-5

1

Mientras el avión daba vueltas sobre El Prat a la espera de autorización para entrar en pista, Alicia contemplaba las cuadrículas verdes de los cultivos que lindaban con el aeropuerto. Mucho antes de que ella naciera, parte de aquellas pistas de aterrizaje habían sido campos de sus antepasados.

Con la nariz apoyada en la ventanilla, jugueteaba con un mechón de cabello, enroscándolo en el dedo índice, al tiempo que recordaba las palabras de Baptiste, el viejo exiliado republicano al que acababa de entrevistar en un pueblecito de la Alta Normandía.

«La vida es una carrera de fondo, Alis.»

Mientras se desplegaba el tren de aterrizaje, notó un vacío en el estómago, como el que las revelaciones del viejo republicano habían abierto en su existencia.

Aquel hombre hasta hacía un año desconocido le había desdibujado de repente su pasado familiar.

La primera parte de la odisea personal de Alicia había empezado el año anterior.

En agosto de 2005 había viajado a Francia con la excusa de iniciar el proyecto fotográfico, continuamente aplazado, sobre el exilio español del treinta y nueve. Sin embargo, en el fondo el verdadero motivo para escapar de Barcelona había sido alejarse de la ciudad con el fin de poner en orden sus sentimientos.

Hacía mes y medio que Javier, el hombre que iba a ser su marido, había dado un vuelco a su vida.

—Estoy en Nueva York, nena —le había soltado por el móvil, como si encontrarse a más de seis mil kilómetros de distancia fuera la cosa más natural del mundo.

—¿Qué haces ahí, Javier?

—Cancélalo todo, Alis. No habrá boda. —Con voz falsamente afectada, prosiguió—: Lo siento muchísimo. Sé que te estoy haciendo una putada muy gorda, pero he descubierto que no puedo quererte como mereces y nuestro matrimonio sería un fracaso.

Dichas estas palabras, que la habían dejado anonadada, en el aparato se hizo el silencio. Apenas cinco minutos atrás Alicia había confirmado con la floristería que todo estaría a punto para el domingo.

Las manos le temblaban cuando apagó el móvil sin decir palabra.

Durante la hora siguiente, por más que daba vueltas a aquella situación absurda, seguía sin entender nada.

«Se suponía que ni siquiera iba a hacer noche...», se dijo entre sollozos, mientras recordaba cómo, a las seis de la mañana, habían hecho el amor antes de que él se levantara para viajar a Bruselas. Al menos ese era el destino que le había dicho.

«Solo tengo que presentar al cliente un informe previo a la auditoría. Le justifico el recorte de sueldos y vuelvo.» Tal había sido su explicación apenas once horas atrás.

Sobre la mesa del comedor aún seguía abierto el plano que les había procurado el restaurante para la distribución de los invitados. Habían acordado que esa noche decidirían juntos el sitio donde sentar a cada uno.

Al coger la taza de té para dar un sorbo, Alicia la volcó. El líquido se derramó libremente como un arroyo por la mesa y goteó en el parqué, como las lágrimas que a ella le caían de la barbilla.

Aquello le sucedía a finales de junio y, pese al calor, un escalofrío la recorrió de pies a cabeza. La lista de encargos para que el domingo todo saliera redondo se había convertido de pronto en un montón de urgencias que había que resolver.

Llevaba tres años viviendo con aquel auditor de empresas en crisis que tenía cuarenta años, diez más que ella. Por San Jorge le había pedido: «Casémonos, Alis.» Tras meditarlo mucho, ella había aceptado.

Ahogada en un llanto sin fin, pensó en el traje de novia que esperaba en casa de sus padres. Había querido sorprender a Javier y que no lo viese hasta el momento de la ceremonia.

Le costaba creer que lo que le estaba pasando fuera real.

Al cabo de dos horas Alicia seguía debatiéndose entre el deseo de huir y desaparecer ella también y el deber de avisar a la familia para que lo parasen todo. El tiempo corría contra reloj.

Hasta última hora de la tarde no tuvo ánimos para hacer lo correcto.

Cogió el metro hasta San Antonio. Al salir delante del mercado, caminó lentamente hasta la calle Calabria y, antes de subir al piso, se armó de valor en el pequeño parque de al lado.

Al entrar en casa de sus padres, el ambiente rezumaba calma. Antes de quebrar aquella paz con la novedad que les traía, estuvo a punto de echarse atrás, pero se ordenó a sí misma: «¡Dilo y acaba de una vez!»

En el comedor, su padre levantó la vista del periódico que estaba leyendo. Le dio un beso, y otro a su madre, que en aquel momento enseñaba el vestido que luciría en la boda a su hija mayor, Lourdes.

Alicia frunció el ceño al ver a su hermana. No esperaba encontrarla allí.

—¿Y para mí no hay besos, hermanita? —se quejó esta al tiempo que le ofrecía la mejilla.

Le dio uno rápido antes de encerrarse en su antigua habitación, donde aquel vestido fantasmal la esperaba en la oscuridad.

—¿Qué le pasa hoy a Alis? —oyó que preguntaba su madre—. Ha entrado muy callada y mustia.

—No te preocupes, mamá... Deben de ser los nervios.

Tumbada sobre la colcha, Alicia pensó de nuevo en huir y así librarse del interrogatorio de su hermana en cuanto se enterase de la noticia.

En todos sus recuerdos de infancia, Lourdes, que le llevaba dieciocho años, era ya una mujer casada. Nunca habían compartido el mismo techo. Pese a ello, seguía desempeñando con ella el papel de segunda madre. Nada que ver con la rel

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos