El secreto de Jane Austen

Gabriela Margall

Fragmento

1
Palabras azules

Era como estar enamorada.

Pero mejor.

Laura estaba sentada sobre la cama. Tenía las manos apoyadas sobre las rodillas, el cuerpo inclinado hacia adelante y respiraba muy fuerte. Delante de ella estaba su escritorio cubierto por un caos ordenado que solo ella comprendía. No miraba la computadora, ni a su gato que la miraba fijo pidiendo mimos. Miraba las hojas apiladas en un costado del escritorio.

Le sonreía a un montón de palabras azules.

Había escrito la primera hoja dos años atrás con una lapicera que ya no tenía. Cuatro blocks tamaño A4 de hojas rayadas. Trescientas veinte hojas escritas por ambos lados. Numeradas. Con palabras tachadas con dos líneas paralelas y prolijas. Con párrafos completos descartados con garabatos que denunciaban lo poco que le habían gustado y la vergüenza que le provocaban. Hojas, letras, tachaduras, signos de preguntas, borrones, palabras incompletas, palabras ilegibles, palabras azules formaban su novela.

Ella las miraba como se mira a un nuevo amor. Todo era perfecto, incluso en sus fragilidades. Los ojos le brillaban de la alegría y en su boca, por más que se esforzara en reprimirla, bailaba una sonrisa vestida de lentejuelas.

La novela era un montón de papeles acurrucados uno contra otros sobre el escritorio. Encima tenían dos libros: uno, sobre Juan Manuel de Rosas y, el otro, una compilación de artículos sobre historia de género y poder durante el siglo XIX. No se animaba a tocarlos. Quería que las ideas de esos libros le dieran consistencia a las hojas escritas, las apelmazaran, les dieran un sentido que ella temía no haber podido darle a la novela. Que le dieran un halo mágico, algo que a ella se le había escapado, eso que no había sido capaz de imprimirle a las palabras por más que hubiese querido.

No era la primera novela que escribía. Tenía una caja de cartón donde guardaba todos sus experimentos de escritura desde los doce años. Cuentos, argumentos, resúmenes, novelas fallidas, su primera novela terminada —a los 17 años, en hoja de carpeta, escrita a lápiz— y dos novelas que le habían gustado mucho pero que jamás mostraría a nadie. Las guardaba, a medias risueña, a medias convencida, con el propósito de que la posteridad las editara cuando ella cumpliera ochenta años. Era el material inédito que se reuniría para sus Obras completas. A esa edad, si llegaba, ¿qué vergüenza iban a darle? Se rió sin dejar de mirar su novela con forma de trescientas veinte páginas escritas con cinco lapiceras diferentes. Era capaz de desafiar a duelo a quien dijera que se podía contener lo que ella sentía.

Era como estar enamorada, enajenada con su novela.

Estrellitas, corazoncitos y flechas por todas partes.

Y brillitos, muchos brillitos.

Tenía las sandalias puestas, el bolso colgando del hombro y un bretel del vestido se le había caído. Tenía que irse en ese momento, pero robaba los segundos a la espera del colectivo. No podía dejarla. Un ratito más. Un ratito más como cuando la tía la levantaba a las seis y media de la madrugada para ir al colegio y era invierno y la cama era el lugar más hermoso del mundo.

Un ratito más y se iba a la facultad a tomar finales, aprobar y desaprobar, escuchar mil veces las mismas palabras y a evitar la carcajada cuando algún alumno se equivocaba. Un ratito más para disfrutar de la idea de que una novela, una de la que estaba realmente orgullosa, estaba frente a ella con sus trescientas veinte páginas escritas a mano.

—¡Laura!

La voz de su tío le recordó que tenía que irse o perdería el colectivo. Besó a su gato en la cabeza, respondió al maullido con un “¡Chau, Darcy!” y bajó las escaleras corriendo.

—Ya me voy. Ya me voy. Ya me voy —le dijo rápido a su tío alzando las manos.

—Se te va a ir el colectivo.

—¡No, no se va! ¡Saludá a la tía!

—Sí, andá, andá.

Cerró la puerta casi segura de que tenía trece años y caminaba hacia la escuela. Faltaban sus dos primos caminando con ella. Corrió hasta la esquina como si la corriera el Batuque, el perro malo de doña Francisca que vivía frente a su casa cuando ella era adolescente. Llegó a la parada justo cuando frenaba el colectivo porque alguien más lo estaba esperando. Recuperó la respiración diez minutos después, colgada del pasamano.

Amado y odiado, el 96 semirápido era la forma más rápida de llegar a Capital. En cuarenta minutos llegaba a la intersección de las avenidas San Juan y Entre Ríos y desde ahí, Buenos Aires era suya. Claro, no era la forma más cómoda. Pero, ¿qué colectivo que viajaba hacia Capital a las ocho de la mañana era cómodo? El horario era el problema, no el colectivo, o al menos eso se decía para consolarse un poco.

Suspiraba resignada con la cabeza apoyada en el brazo que se sostenía del pasamano. Hacía un calor espantoso y la única razón por la que no se largaba a llorar era porque el verano ya terminaba. El aire fresco de la mañana servía para aliviar esa masa gelatinosa hecha de sudor que se respiraba dentro del colectivo.

Laura se dormía parada. Ya se le había pasado la agitación por la corrida y dormitaba sobre su hombro con una sonrisa alegre en la cara. Le había llevado tanto trabajo. Horas robadas a su familia, a sus amigos; horas robadas a la noche, a la preparación de clases, a la beca que le permitía hacer su tesis, al proyecto de investigación del que era parte. Horas trabajadas en secreto porque nadie, nadie, sabía que desde los doce años lo único que quería era ser escritora.

Jane Austen tenía la culpa.

Y su mamá que le leía Orgullo y prejuicio cuando era chica y se aburría en las tardes de lluvia. Había intentado recuperar ese tono de voz y transformarlo en el narrador de su novela: una mezcla entre la voz de Jane Austen y su mamá, Isabel Oliveira, para contar la historia de Manuelita Rosas y Máximo Terrero.

De inmediato, sus pensamientos se fueron hacia ese otro recuerdo que se presentaba alrededor de los libros. Se sentía otra vez con trece años cumplidos y con sus tíos y sus primos dando vueltas alrededor de ella para esconder el secreto. No le habían festejado el cumpleaños porque ella no quería, pero le habían hecho un regalo hermoso: una habitación nueva, solo para ella, en la terraza. Había dormido en el sillón del comedor por unos meses, pero, para su cumpleaños, la habitación estaba lista. Su cama, su escritorio y la biblioteca de sus padres, amada biblioteca, trasladada a Isidro Casanova sin que ella supiera. Orgullo y prejuicio, el que su mamá le leía, estaba en el estante central. Los primos Gustavo y Edgardo iban y venían mostrándole todo. La tía Claudia le besó la frente. El tío Renato lloró abrazado a ella durante media hora antes de dejarla siquiera entrar más de dos pasos en la habitación.

Esperó un rato que el dolor en el pecho se le pasara. Habían pasado veinte años. Podía hablar de sus padres sin llorar, pero no podía pensar en ese regalo de cumpleaños sin que se le apelotonaran las lágrimas en la garganta, la nariz y los ojos. Su tío arrodillado frente a su cama, ella sentada, justo como había estado sentada

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