Julieta

Anabella Franco

Fragmento

Corporativa

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El que es incapaz de perdonar es incapaz de amar.

MARTIN LUTHER KING

1

2008

—Tenía motivos —masculló el cliente, nervioso. Sudaba copiosamente—. ¡Ella me engañaba con él, un cantinero! ¿Qué quería que hiciera? ¿Felicitarla?

Julieta apenas pestañeó. Permanecía impasible tanto en la comodidad de su oficina como entre las paredes putrefactas de una cárcel, hablando de un fin de semana en Punta del Este como de un asesinato.

—¿Está seguro de que él pasó la noche con ella? —indagó—. No podemos cometer errores.

—¡Claro que estoy seguro! —exclamó el cliente—. De otro modo no habría reaccionado como lo hice. Sospecho que hasta podrían encontrar su semen en ella todavía. Pero claro, el maldito debe haber usado preservativo.

Julieta bajó la mirada, era fría incluso cuando se hablaba de sexo. Volvió a su cliente ni bien él se calló y respiró profundo antes de continuar.

—En ese caso, creo que tenemos la coartada perfecta.

—Lo mandé a investigar. Quiero que… —quiso seguir él.

—Solo voy a necesitar su foto —lo interrumpió Julieta. No iba a perder el tiempo hablando de ese hombre: a su cliente podía importarle, había sido el amante de su mujer, pero a ella no—. También dos testigos que digan que usted estuvo en algún lado esa noche. Tienen que ser hombres. No quiero mujeres, podría prestarse a confusiones. Pueden ser un chofer y el maître de algún restaurante. Además, hay que buscar testigos que certifiquen que el tal Leonardo Durán estuvo con ella en la escena del crimen, para eso necesito su foto. Por otro lado, no podemos perder de vista el arma. ¿Dónde la dejó?

El cliente tragó con fuerza. Miró hacia uno y otro lado como un paranoico y se inclinó hacia adelante.

—No me gusta hablar de eso acá —susurró.

Julieta enarcó las cejas y sonrió, insensible ante la situación.

—¿Quiere que salgamos al jardín de rosas? —preguntó con tono irónico, señalando la puerta. Dentro de una cárcel no había más que patios enjaulados y paredes enmohecidas.

El cliente ocultó su frustración. Si tan solo hubiera elegido otro abogado… Bajó la cabeza y trató de ser preciso.

—La escondí. Puedo decirle dónde encontrarla si piensa plantársela como prueba a ese maldito.

—No voy a plantarle ninguna prueba —contestó Julieta, enérgica—. Mi trabajo se resume a salvarlo a usted de una condena, no a propiciar la de un inocente. Lo usaré como distracción para que el juez aparte la atención de usted, pero no voy a ser el instrumento de una venganza personal contra el amante de su mujer. Concentraremos la atención sobre el amante, y eso reforzará nuestro argumento de que hubo falta de pruebas contra usted. Yo me ocuparé de los testigos, y usted, del arma; supongo que tiene a alguien de confianza para que se haga cargo de eso. Deshágase de ella lo antes posible. ¿Piensa hacerlo? —El culpable asintió con la cabeza. Ella se puso de pie—. En ese caso, bienvenido al sobreseimiento, señor Barrios —concluyó, y se retiró sin esperar respuesta.

Todo en ella —su ropa, su voz, sus movimientos— evocaba lo implacable de su conducta. No medía más de un metro sesenta y cinco, pero conseguía una altura aceptable gracias a los tacos, elegidos para acobardar a cualquiera. Le temía a muy pocas cosas. Siempre vestía ropa seria y distinguida, y caminaba con la frente en alto. En el universo machista de las cárceles y el afán competitivo de Tribunales convenía mantener una postura inquebrantable, sobre todo cuando defendía a grandes clientes. Jamás permitía que la vieran débil, por eso atacaba primero, y muchos le temían. Había forjado un mito y nunca dejaría que colegas despiadados y clientes soberbios le quitaran un ápice de todo lo que había logrado.

No existía ser alguno que pudiera doblegarla.

* * *

Recostado en su cama, apenas cubierto por la sábana y con la cabeza enterrada en la almohada, Leonardo deseó morir.

Quería tocarla una vez más. Anhelaba su cuerpo, su voz, su perfume. Su risa invadía los rincones más recónditos de su mente y rebotaba contra sus oídos, transformándose en lágrimas.

—Emilia… —balbuceó, consternado.

La recordó en el bar donde se habían visto por primera vez. La recordó desnuda en su sofá, bañada por la luz de la luna que entraba por la ventana abierta, en su cocina, en su cama. La recordó una noche de verano en su cuarto desordenado.

Él recorría su cuerpo con un dedo; ella giró la cabeza, estiró una mano y le acarició una mejilla.

—¿Cómo sería ser libres? —le preguntó, con la ternura propia de los sueños.

—Lo seremos —prometió él—. Estoy dispuesto a esperarte todo el tiempo que sea necesario.

Emilia sonrió en la penumbra. Él le besó los dedos.

—¿Cómo sería una vida juntos? —siguió preguntando ella.

Leonardo sonrió con la mirada dulcificada.

—Sería maravillosa —respondió antes de besarle los labios.

En su presente, tan distinto de aquel pasado todaví

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