Tierra de fugitivos

Mariana Guarinoni

Fragmento

Corporativa

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A Lucas y Bruno, mis amores.

A Leo, siempre

LA ALDEA

Puerto de Santa María del Buen Ayre,

en las colonias españolas de las Indias.

Noviembre de 1618.

1

Un enorme cascote de adobe se desprendió del fuerte y cayó al río. La oscuridad impedía seguir su recorrido, pero se escucharon los golpes al chocar repetidas veces contra la pared, y finalmente con el agua.

—¡De prisa, sargento! ¡Llame a los hombres! ¡Que vengan más soldados! ¡Hay que sacar los cañones de ese sector! —el capitán del fuerte gritaba sus órdenes para hacerse oír debajo de la tormenta—. ¡Y que traigan más antorchas!

Iluminado por la luz de un rayo, el hueco en la esquina de la torre reveló la debilidad de la construcción. La fortaleza, levantada para proteger al puerto del Buen Ayre de posibles ataques de naves piratas, ni siquiera soportaba los embates del agua y del viento.

La lluvia aumentaba y pegaba con fuerza. El capitán Fabrizio Positano ignoró su golpeteo constante y, empapado, ayudó a los soldados a empujar el pesado cañón de bronce. Con botas o descalzos, todos los pies resbalaban en el barro. Los hombres caían y volvían a levantarse con esfuerzo. La tarea resultaba titánica. El capitán arengó a su tropa:

—¡Todos juntos con fuerza! ¿Listos? ¡Ahora!

Finalmente ocho pares de manos lograron levantar la pesada pieza de artillería y alejarla de los bordes del muro, pero todavía faltaban otros dos. Sin detenerse a descansar, se quitó los cabellos mojados de los ojos como pudo. Sus guantes de cuero pesaban por el agua, pero los ignoró. Había luchado batallas más difíciles que esa contra la naturaleza. No iba a permitir que una tormenta le robara sus armas. Como capitán del fuerte tenía la responsabilidad de proteger esa ciudad.

Desde su llegada al Nuevo Mundo, cuatro años antes, el capitán Positano había luchado al servicio del rey. Había derramado sangre de unos cuantos corsarios enemigos frente a las costas de Portobelo, y la de muchos nativos en las selvas entre Cartagena de Indias y Lima. Su espada abrió camino en territorios hostiles para nuevas poblaciones, por lo que el virrey de Lima, don Francisco de Borja y Aragón, se vio obligado a darle un nombramiento.

Cuando llegó a la lejana aldea de la Santísima Trinidad el capitán descubrió que el traslado, en vez de ser una recompensa, parecía un destierro: lo enviaron a defender el puerto más alejado del virreinato. Un puerto cerrado, de tránsito vedado, un puerto prohibido.

Habían pasado varios meses desde la llegada del capitán Positano a su nuevo destino, en el sur del mapa colonial español. Se acomodó a la situación gracias a su endurecido espíritu militar. Acostumbrado a luchas desiguales en la selva tropical, decidió que una planicie ventosa en la orilla de un ancho río no iba a amedrentarlo. Tampoco le preocupó la falta de comodidades en ese rústico poblado con calles de barro y húmedas viviendas. Las construcciones eran precarias, con paredes de adobe, techos de madera y juncos. Hasta las iglesias estaban hechas con pobres materiales y necesitaban arreglos frecuentes. Distaban mucho de las de Lima, Cartagena o Potosí que conocía. Y más lejos aún de las que llevaba el capitán en su memoria de Torino, su ciudad natal en el Piamonte italiano. La Trinidad ni siquiera podía aspirar a llamarse ciudad, pero Positano decidió enfrentar las dificultades y apostar al crecimiento de ese poblado. Se instaló como capitán del fuerte, a cargo de la seguridad de la aldea. Ignoraba entonces que también debería luchar contra la naturaleza. Descubrió los implacables vientos invernales que soplaban desde el sur, arrojando las aguas del río contra las precarias paredes. Después, con la primavera, llegaron las lluvias: inagotables tormentas lavaban el fortín casi a diario, debilitando la mezcla de barro con la que estaba construido. El capitán pidió a Lima dinero para reforzar la construcción, pero el virrey lo derivó al gobernador local, y don Hernandarias no soltó ni un maravedí. Las míseras arcas de la aldea no permitieron las mejoras tan necesarias. Apenas consiguió algunos ladrillos, que se utilizaron para apuntalar las paredes más débiles. A pesar del trabajo realizado por sus soldados, esa tormenta estaba a punto de hacerle perder tres cañones en las aguas del Río de la Plata. Un trueno retumbó en la noche y Positano maldijo en silencio a Hernandarias. Deseó que el próximo gobernador fuese menos avaro. No podrían luchar contra barcos piratas sin un muro protector, necesitaba

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