Un regalo que no esperabas

Daniel Glattauer

Fragmento

libro-3

1.

MANUEL

A mi hijo me lo habría imaginado de otra forma. Aparté la mirada varias veces de la pantalla e hice como que reflexionaba, pero en realidad observaba a Manuel sin que se diera cuenta…, y no resultaba precisamente majestuoso. Para ser sincero, me parecía una falta de respeto que se llamara Manuel, una falta de respeto hacia él y hacia mí. ¿Por qué nadie me preguntó? Nunca habría aceptado Manuel, me habría opuesto. A Manuel el nombre, al menos. A Manuel la persona…, en fin, qué puedo decir, fue cosa de un destino superior. Por lo general el destino tendía a quedarse a un palmo de mi cabeza, algo que no me habría importado si hubiera tenido la bondad de quedarse allí arriba. Pero no: todos y cada uno de mis destinos superiores encontraron el momento de bajar a saludarme. Y este lo hizo adoptando la forma de un hijo de catorce años.

El décimo día con Manuel a mi lado transcurrió de forma poco espectacular, como casi todos los lunes de aquel año. Y como todos los martes. Los miércoles solía tomármelos libres, y el resto de la semana pasaba de manera casi automática. El verdadero significado de ese lunes solo se me reveló después, y he de reconocerle a mi memoria de cuarenta y tres años y sensiblemente nublada por el alcohol el mérito de poder reunir a posteriori tantas imágenes y sonidos originales, la mayoría de ellos de mi hijo, que, sentado a mi lado en el despacho, hacía los deberes o fingía hacerlos.

—¿Qué tal? ¿Avanzas? —le pregunté.

—¿Y por qué no iba a avanzar?

A lo mejor todos los adolescentes en plena pubertad, con su pelusa en el bigote y un registro vocal que oscila entre un violín mal afinado y un contrabajo carcomido, son igual de antipáticos, no lo sé, en cualquier caso aquello me molestó bastante.

—No quiero saber por qué no ibas a avanzar, lo que quiero saber es si avanzas o no —le respondí.

—¿Y quién ha dicho que no quieras saber por qué no iba a avanzar? —preguntó él.

Me lo preguntaba porque sabía que yo no iba a meterme en una discusión tan absurda y que con eso zanjaba la conversación. Uno de los problemas de mi aún muy reciente relación con mi hijo era que Manuel no me aguantaba, lo que explicaba tanto las miradas apagadas, vacías y aburridas como el bostezo que me dedicaba ya desde la segunda semana. Eran el reflejo de lo que veía: a mí. Seguramente saber que era su padre no habría hecho que le cayera mejor, pero al menos me habría tratado con más indulgencia.

No, Manuel no lo sabía. Y, por decirlo todo, hacía solo unas pocas semanas que yo mismo lo sabía.

ALICE

A principios de verano me llamó Alice y se lamentó de que hubiéramos perdido el contacto. Quizá podríamos vernos, me dijo, tenía un montón de novedades que contarme. La verdad, yo ya ni siquiera contaba con ella. Con Tanja sí, y con Kathi y con Brigitte; con Corinna quizá, y, llegado el caso, incluso con Sonja; pero no con Alice. Tampoco se me habría ocurrido pensar, después del modo en que me dejó, que algún día llegara a lamentarse de haber perdido el contacto conmigo, pero en fin, uno siempre puede equivocarse con la gente. Con las mujeres desde luego, para eso yo tenía un talento natural.

—Sí, claro, estaré encantado de que nos veamos. ¿Dónde? —le pregunté.

—En mi casa mejor.

«En mi casa mejor.» Esas palabras ejercieron una cierta fascinación sobre mí, y si aquí los hombres consiguen no pensar de determinada manera, y más aún a principios de un verano en el que además están sin compromiso, les doy mi más sincera enhorabuena. Yo no lo conseguí. Para rellenar los tres días que faltaban para la cita saqué todas las viejas fotos de Alice, las de nuestro fin de semana en Hamburgo, y deseé que no hubiera engordado más de medio kilo por año. Siete kilos y medio más me veía capaz de soportarlos.

Hay que decir que solo habíamos estado juntos aquel fin de semana en Hamburgo, porque yo aún estaba casado con Gudrun, que estaba embarazada de Florentina y más o menos en el séptimo mes, cosa que, muy a mi pesar, Alice descubrió en el vuelo de vuelta, porque cuando tengo miedo soy lo que suele llamarse un libro abierto. Y volar me da mucho miedo. No puedo reprocharle a nadie que piense que era un cabronazo o incluso que lo sigo siendo, pero no siempre las cosas son lo que parecen, ni siquiera cuando lo parecen muchísimo. Pero volvamos al reencuentro con Alice.

En realidad me bastaron unos pocos segundos en el umbral de la puerta para darme cuenta de que me había afeitado en vano. No hace falta que describa el fantástico aspecto que una mujer puede tener quince años después, ni lo bien que sienta seguir tu propio camino; en el caso de Alice todo eso no podía importarme menos, puesto que yo ya no le importaba a ella en absoluto. Había estudiado Medicina y trabajaba para algo así como Médicos sin Fronteras, aunque alguna frontera sí debía de haber porque solo se dedicaban a proyectos en África. Alice estaba a punto de viajar a Somalia, donde, a partir de septiembre, se pondría en marcha una nuevo base de apoyo. Y era muy urgente que me contara todo eso precisamente a mí, después de haberme mandado al diablo hacía quince años tras una aventura de un fin de semana. No dejaba de preguntarme por qué.

—Bueno, Geri, ¿y tú en qué andas? —me preguntó.

Aquello era una doble ofensa. Que me llamara «Geri» significaba que, a sus ojos, aún no había madurado lo bastante para ser Gerold. Y «en qué andas» sonaba como si no me viera capaz de nada más que eso, de andar a tontas y a locas, de andar sacándome cosas de la manga, de andar en asuntos sin importancia. Sin duda me lo vio en la cara.

—Sigo siendo periodista, pero ya no estoy en el Rundschau sino en un periódico más pequeño y… eeeh… gratuito. No creo que lo conozcas. Llevo la sección de Sociedad.

—¿La de Sociedad? Ah, estupendo.

—Sí, estupendo.

—¿Y dónde está la redacción?

—En la Neustiftgasse.

—¿Y tienes tu propio despacho?

No es que pensara que mi vida era sensacional, pero, en mi opinión, el tema quince años de Gerold Plassek merecía alguna pregunta más interesante.

—Pues sí, tengo un pequeño espacio de oficina.

Ambos términos eran una exageración total: tanto «oficina» como «espacio». Lo único cierto era el adjetivo «pequeño».

—Qué bien —dijo ella.

Se quedó dudando un poco. Y al final empezó a hablarme de su maravilloso niño, al que había criado ella sola. En realidad era ya un muchacho. Un muchacho mayorcito. Tenía catorce años y era un estudiante ejemplar. En la escuela contaba con muchos, muchos, muchos, innumerables amigos; tantos que estaba absolutamente arraigado y resultaba imposible moverlo de allí. Era impensable plantearle medio año en Somalia, tenía que seguir en Viena. Se iba a quedar en casa de su tía Julia y todo estaba pensado menos…

—¿Tienes un hijo de catorce años? —la interrumpí.

—Eso es.

—Yo tengo una hija de quince.

—Ya lo sé. Sé sumar —contestó, o más bien bufó, como bufaba Leslie, la gata siamesa de mi exmujer, cuando te acercabas demasiado.

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