Luna quebrada

Gloria V. Casañas

Fragmento

PRÓLOGO

Mina del cerro Fantasma, Córdoba, 1895

El socavón parece tragarlos a todos en su penumbrosa humedad. Las paredes de la galería, resplandecientes de cuarzo, contemplan a los mineros con oscuros ojos que revelan el tesoro incrustado en la roca: tungsteno. Aquellas piedras negras y lustrosas que Luis y sus compañeros apilan sobre los rieles sin descanso, viajan en montacargas hacia la luz del sol. ¡Dichosas piedras, que pueden sentir la brisa embalsamada que esconden las sierras en sus valles y quebradas!

A Luis le cuesta respirar, el aire frío se le pega al cuerpo a través de las ropas. Le toca bajar después de que la dinamita vacíe las entrañas del cerro y exponga sus valiosas vísceras. Pasada una espera prudente, y si no se ha desmoronado el techo de roca, Luis y los otros descienden hasta el vientre de la montaña, donde la luz de sus linternas les permite distinguir el material que deben escoger. Casi no hablan entre ellos, tienen estudiados los movimientos para conservar el aliento. Y cuando alguno da señales de mareo, los otros lo suben al montacargas para que se beneficie del aire de arriba, donde los jotes vuelan en círculos, compadeciendo a los hombres que viven a ciegas más abajo.

Luis enjuga el sudor frío de su frente con el dorso de la mano y tose. Ha tosido mucho en los últimos días. Sus compañeros del pabellón de los “hombres solos” le han dicho que se calle, se tape con la manta o salga, pues no les deja dormir en paz. Y el sueño es la única liberación de los mineros. También se burlan un poco de que un muchacho guapo y viril como él, capaz de cargar un tronco de molle bajo un brazo, demuestre debilidad. Luis calla. Los pulmones han sido el estigma de la familia Morán desde siempre. Su madre era tísica ya desde joven, y su padre, que trabajaba en la mina del otro lado de la sierra, había muerto de un edema pulmonar. Luis se sorprende, sin embargo, de haber sucumbido tan pronto al mal. Ni siquiera el intenso frío de las alturas le había afectado cuando pasaba noches enteras al raso, al pie de su tostado, mirando las estrellas. Aquella sí era vida, guiando a los geólogos que inspeccionaban la zona en busca de minerales para analizar. Luis es experto en la montaña, conoce los senderos que se entreveran con las cortaderas, presiente los malos pasos y es capaz de alertar a los demás para enderezar el rumbo cuando la cañada termina en punto muerto. Nadie entiende cómo Luis puede oler el peligro, confundirse con el monte o comprender las señales que otros pasan por alto. Lo consideran un rastreador, un baqueano, un guía.

Nadie sospecha que, además, Luis es poeta.

Ni siquiera sus padres supieron de sus escritos a la luz del farol en la galería o memorizados en voz alta a lomos del caballo, para no perder la rima hasta llegar a casa. Había guardado ese secreto por pudor. ¿Qué haría un hombre desgranando versos? ¡Hasta su madre se hubiese escandalizado! La pobre, que no hizo sino lavar ropa ajena para sustentarlo, mientras el padre iba y venía entre Córdoba y San Luis, trabajando en lo que pudiera. Hasta que él creció y pudo secundarlo, fue su madre la que salvó el puchero.

Los Morán nunca supieron que tenían un hijo poeta.

Mejor así, habría sido una burla del destino pretender algo más que partirse el lomo en los labrantíos. Luis apenas había terminado la escuela.

La tos le sube en un remolino por el pecho y lo sacude en un espasmo incontenible. Las fauces del socavón se la tragan también.

Un hombre arrugado como pasa de higo lo mira con preocupación.

—Hijo, hay que ver esa tos —le dice en voz baja.

Luis se inclina para recoger la linterna que perdió durante el acceso, y descubre una mancha roja que había salpicado el vidrio. En la oscuridad nadie la ve, pero para él es la condena de muerte. Ha heredado el mal de la familia y el trabajo en la mina sólo lo aceleró. Qué pena no haber escrito más versos… Algo de él hubiese perdurado entre los cerros, en el aire fragante de los yuyos que el viento mece en los faldeos. Qué triste morir sin haber conocido el amor de una mujer, la espera anhelante para tomarla en sus brazos y recostarla sobre el tapiz de hierba, hacerla suya mientras la cascada se arroja de bruces en el río que atraviesa el cañadón, muy abajo.

—¡Eh! —escucha decir Luis, envuelto ya en una marea algodonosa.

Y la cueva de negro mineral se traga su mundo en un instante.

Lo llevaron en angarillas a través del puente que se balanceaba sobre el arroyo sembrado de piedras. En la enfermería lo auscultaron, le hicieron oler alcohol mezclado con hierbas y llamaron al médico, que a la sazón se hallaba almorzando en el sector reservado al personal jerárquico. El doctor meneó la cabeza, apesadumbrado.

—Este hombre no puede seguir acá —dijo, confirmando lo inevitable—. Está tuberculoso.

—¡Pero si es fornido como un toro! —se asombró el encargado de la botica del pueblo minero.

—Eso no significa que esté sano. Desde esta distancia puedo escuchar el silbido de sus pulmones. ¿Cuánto hace que se instaló en la mina?

El boticario se alzó de hombros. Jamás lo había visto antes, y a su juicio ese muchacho tenía salud para repartir, pero si el doctor decía que estaba enfermo, él lo sabría mejor que nadie. Cosas más raras se habían visto.

—Un grupo nuevo vino a quedarse hace cosa de un año, cuando el alemán instaló el molino y la piedra de moler.

El doctor asintió, pensativo. En la mina del cerro Fantasma se encontraba toda clase de gente, desde profesionales y aventureros que buscaban el éxito repentino, hasta lugareños que veían en el socavón la oportunidad de llevar algo de dinero a sus ranchos, sin saber que la mayor parte se les evaporaría en comer y beber en los puestos que la propia compañía levantaba en la zona. A esa altitud y en un sitio tan alejado de cualquier población, no quedaba otra que gastar en el comercio instalado a esos fines, y al cabo los jornales se agotaban y los resignados mineros regresaban a sus hogares con la bolsa vacía. Destino fatal de la pobreza.

El médico escribió algo en su talonario y estampó su firma.

—Entrégale esto al capataz —indicó a uno de los mineros que había cargado a Luis y aguardaba afuera—. Dile que este hombre debe darse de baja y que hay que llevarlo al sanatorio de la sierra alta. ¡Urgente! —agregó al ver la expresión atónita del otro.

—¿A la colonia climatérica, doctor? —inquirió el boticario.

—Ahí mismo. Es lo único que podemos hacer por él. No está inconsciente, sólo agotado y falto de oxígeno. A ver, pongámoslo en la tarima junto al tanque y deme la mascarilla.

Entre ambos trasladaron el cuerpo inánime de Luis y lo conectaron a un tubo metálico que le daría aire puro a sus estropeados pulmones. Poco a poco, sus ojos negros se abrieron y contemplaron con estupor los rostros que lo rodeaban.

¿Habría muerto, acaso? ¿Estaría a las puertas del Purgatorio? Cuando niño, su madre le hablaba de ese sitio donde las almas cumplían una penitencia para llegar al Cielo. Y aunque creía que no

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