La amante cautiva

Shirlee Busbee

Fragmento

Capítulo 1

1

Era uno de esos días cálidos y perezosos de agosto que de tanto en tanto acariciaban las onduladas colinas y valles de Surrey, cerca de la pequeña aldea de Beddington’s Corner. Los rayos del sol se filtraban en la habitación de Nicole Ashford como dorados hilos de telaraña irresistiblemente tentadores y, sin embargo, por unos minutos más, Nicole rehusó abandonar la mullida comodidad del colchón de plumas. Ignoró resueltamente el impulso de levantarse y encarar el nuevo día. Hundió más la cabeza en la almohada tibia y acogedora y arrebujó la fina sábana de hilo alrededor de su cuerpo espigado. Pero el sueño la esquivó y con un suspiro indolente se dio la vuelta hasta quedar tendida de espaldas sobre el amplio lecho con colgaduras de delicada muselina y ojalillos bordados. Lánguidamente, su mirada de topacio vagó sin rumbo por la encantadora habitación observando, inconscientemente, la cómoda de patas largas de brillante palisandro, el armario de madera de cerezo y los brillantes tonos de la alegre alfombra floreada que cubría el suelo. De las altas ventanas colgaban las cortinas blancas con cenefas de la misma tela bordada de las colgaduras del lecho; un arcón de caoba, repleto ahora de juguetes descartados, se hallaba debajo de una de esas ventanas y a su izquierda se veía la mecedora de roble sobre uno de cuyos brazos había caído descuidadamente el vestido arrugado que usara ayer.

La vista de esa prenda le recordó que muy pronto tendría que levantarse, puesto que hoy era un día especial; esa tarde sus padres ofrecerían una fiesta en el jardín y tanto Giles, su hermano gemelo, como ella misma, estaban autorizados a asistir. Una fiesta en el jardín podría no parecer un acontecimiento social muy excitante para algunos, pero como Nicole aún no tenía doce años y ésta sería su primera fiesta de adultos, su regocijo era bien comprensible. Además, no era frecuente que Annabelle y Adrian Ashford fijaran su residencia en Ashland, la casa de campo de la familia, y Nicole apreciaba mucho los pocos momentos que pasaba con sus padres.

Con una sensación de dichosa anticipación, el cabello largo enmarcando unas delicadas facciones que ya eran llamativas por lo bellas, echó las sábanas atrás para levantarse cuando se detuvo bruscamente al ver que la puerta del dormitorio se abría de golpe y Giles irrumpía en la habitación.

—¡Nicky! ¿Todavía estás en la cama, grandísima holgazana? ¡Vístete deprisa, Sombra tuvo su potrillo anoche! —gritó Giles y la voz juvenil resonó llena de orgullo y excitación. Los ojos topacio, tan iguales a los de su hermana, brillaban con destellos leonados y un mechón de pelo castaño oscuro caía sobre su frente.

La carita de Nicole se iluminó súbitamente con el mismo arranque de júbilo y se bajó de la enorme cama al tiempo que llenaba el aire de preguntas..

—Oh, ¿por qué no me has despertado antes? ¿Estabas allí cuando nació el potrillo? ¿De qué color es? ¿Es una potranca o un potro?

Giles se rio a carcajadas.

—¡Dame una oportunidad, parlanchina! No, no estaba allí cuando nació, así que quita esa expresión enfurruñada de tu cara... no te gané de mano. Es una potranca, una hermosa hembrita negra, igualita a Sombra y nació apenas pasada la medianoche. ¡Oh, espera a verla, Nicky! Está tan bien formada y es tan suave con esos grandes ojos café... —Con el pecho infantil henchido de orgullo, terminó altivamente—: ¡Papá dice que ha de ser mía!

—¡Oh, Giles! ¡Qué suerte tienes! ¡Me alegro tanto! —exclamó Nicole con auténtico placer. Había recibido su propio caballo, Maxwell, el año anterior y estaba realmente encantada de que ahora Giles tuviese el suyo.

Se puso precipitadamente el vestido arrugado del día anterior y se preparó mentalmente para la reprimenda que le daría su doncella más tarde. Se lavó rápidamente la cara y se pasó un cepillo por la enmarañada masa de pelo rizado. Un segundo más tarde, los gemelos corrían escaleras abajo, cruzaban el amplio y elegante vestíbulo y salían por las sólidas puertas dobles de la entrada principal a la mansión. Les llevó sólo un momento descender a saltos los pocos escalones de mármol de la entrada y desaparecer por un costado de la magnífica casa de campo.

Asidos de la mano y casi sin resuello llegaron a las caballerizas situadas detrás de la casa unos minutos después. De puntillas y respirando el olor acre y fuerte que exudaban los caballos y el más dulce y fresco de la paja recién cortada, se acercaron a la amplia casilla del establo al final de la cuadra. Adrian Ashford, alto y elegante con pantalones de ante y ceñida chaqueta azul con botones de plata, ya estaba allí así como también el caballerizo principal, el señor Brown. Adrian miró por encima del hombro y les sonrió al tiempo que con un gesto les indicaba que podían acercarse más.

—Ya veo que la has despertado. ¿No podías esperar? —inquirió con una amplia sonrisa curvándole la boca aristocrática. Unas chispas burlonas aparecían y desaparecían en sus grandes ojos oscuros.

—¡No! Además, Nicky se habría puesto hecha una furia si no se lo hubiera dicho inmediatamente. ¡Ya sabes lo cascarrabias que es! —respondió Giles con ojos bailándole en la cara.

Nicole le sacó la lengua y sonriendo con dulzura a su padre, aclaró:

—Ahora estoy creciendo. ¡Las señoritas no son cascarrabias!

Giles se desternilló de risa y tanto Adrian como el señor Brown lo imitaron, para mayor incomodidad de Nicole. Apiadándose de su hija, Adrian la levantó en sus brazos y murmuró cariñosamente:

—Casi estás demasiado crecida para esto, mi pequeña. En unos pocos años más tendré que recordar que ya no eres más mi niñita mimada.

—¡Oh, papá! ¡Siempre seré tu niñita mimada! —prometió Nicole apasionadamente al arrojarle los brazos al cuello y abrazarlo con desesperación, casi convulsivamente. Su padre la besó en la frente y volvió a depositarla en el suelo. Le retiró un mechón de pelo castaño rojizo oscuro detrás de la oreja y dijo:

—Estoy seguro de que lo serás, amorcito. Pero venid, admiremos a la hermosa hijita de Sombra.

La potranca era exactamente como la había descrito Giles: negra, tan negra y lustrosa como el ébano y con enormes ojos curiosos color café. Con un suspiro de puro deleite y sin preocuparse por el posible daño a su vestido, Nicole se arrodilló en la mullida paja que servía de cama a los animales y, acariciando a la potranca, canturreó:

—¡Oh, cosita bonita! ¡Qué hermosa eres!

Sombra, una extraordinaria yegua pura sangre de patas largas, tan negra como su hija, frotó la nariz contra la zanquilarga y desgarbada réplica de sí misma y resopló por los ollares. Nicole soltó una carcajada.

—Creo que Sombra está muy orgullosa de su hijita. —Alzando el rostro de facciones exquisitas hacia su hermano, preguntó, excitada—: ¿Cómo vas a llamarla?

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