En el huerto de las Mujercitas

Gloria V. Casañas

Fragmento

LA “OTRA” LOUISA
Introducción

“Amo demasiado mi libertad como para tener prisa alguna en renunciar a ella por ningún hombre.”

Me gustaría que alguien confeccionara para mí un gorro de seda verde con cintas rojas como el que la madre de Louisa May Alcott cosió para que su hija usara en sus arrebatos de escritura. También quisiera remar en las aguas de Walden, el lago que inspiró a Henry David Thoreau para escribir La vida en los bosques, como lo hizo Louisa en compañía del pensador. O visitar el estudio crepuscular de Ralph Waldo Emerson y recorrer su biblioteca, igual que Louisa mientras fueron vecinos en Concord. Nada de eso puedo hacer y me conformo con imaginar aquellas escenas, y a una joven Louisa May Alcott lanzándose colina abajo a todo correr, dejando atrás a los muchachos del vecindario a los que gustaba desafiar en alocadas carreras. Julian Hawthorne, el hijo del escritor de La letra escarlata y vecino también en Concord, decía admirado que Louisa corría como una gacela, saltaba vallas y trepaba árboles. Eso solo bastaría para convertir a una muchacha de la época victoriana en un caso difícil. Y es que mucho antes de escribir la obra que la convirtió en la autora estadounidense más querida en su tiempo y para siempre, Louisa May Alcott ya crecía como una “mujercita” impulsiva, observadora y de carácter poco convencional.

Desde la infancia convivió con las ideas de vanguardia de sus padres y luego de los amigos y vecinos de Boston y Concord que daban conferencias y se visitaban unos a otros, un grupo de intelectuales que dejó profunda huella en lo que hoy se considera el auténtico espíritu de América.

Su alter ego en la ficción de Mujercitas —Jo March— expresa el anhelo de la propia Louisa de alcanzar el éxito como escritora. Deseaba la fama.

Hay otra Louisa, sin embargo, antes y después de Mujercitas y sus secuelas, capaz de afrontar los riesgos de no ser como la mayoría en una época en que las mujeres sabían cuál era el camino correcto en sociedad. Al igual que Jo March, Louisa May desafiaba las convenciones. Y antes que eso, frustraba las esperanzas de su padre, el idealista Amos Bronson Alcott, para quien esa hija representaba algo así como una travesura del demonio para poner a prueba su propia bondad y paciencia. Louisa encontró más comprensión en su madre, la “Marmee” que conocimos en la ficción de su novela, ya que Abba Alcott también poseía un carácter al que le costaba dominar, y sus puntos de vista la acercaban mucho a esa hija de ojos y cabellos oscuros, tez olivácea y figura atlética.

Abigail May Sewall Alcott había sido una extraordinaria joven que, al no poder asistir a Harvard, devoraba los libros de su hermano Samuel. Y se comprometía con causas que pocas mujeres se animaban a sustentar. Digna madre de una hija fuera de serie.

La vida está llena de contradicciones, y quizá la más grande para Louisa haya sido que un hombre como su padre, que formaba parte de una élite de pensamiento divergente conocido como trascendentalismo, y se consideraba libre de las ataduras del gobierno y del mercado, abolicionista, partidario del sufragio femenino y de las libertades, sin importar el género ni la condición, bondadoso y dedicado en alma entera a la educación, se haya mostrado tan convencional con su segunda hija. ¡Si su mismísima esposa reflejaba esa rebeldía! Él intuía una complicidad entre madre e hija, que le llevaban la contraria. Es probable que Louisa haya pasado la vida tratando de complacer a su padre sin lograrlo, y tal vez sin quererlo en el fondo ya que, si hubo un pensamiento auténtico, era el de Louisa May Alcott, fiel a sus impulsos aunque le depararan inconvenientes. Dijo su madre: Creo que hay naturalezas demasiado elevadas para doblegarse, la de mi Lu es una de esas.

Las frases y los pensamientos que la autora de Mujercitas desliza en Jo March son expresión fiel de los suyos propios. Estamos tentados por ello de ver la novela como una autobiografía, y lo fue, aunque entretejida de manera tan sutil con la ficción que no podemos discernir cuánto hay de cierto y qué sucesos se inventaron o cambiaron. Recorremos los episodios con la duda permanente.

Antes de Mujercitas, Louisa ya escribía y publicaba. Sus primeros relatos fueron fábulas de hadas destinadas a niños; en realidad a una niña: la hija de Ralph Waldo Emerson, amigo de su padre hasta el último aliento y mentor de Louisa. Un hombre al que ella veneró siempre, incluso con un matiz romántico a los quince años, deslumbrada por su carácter digno, su mente clara y su bonhomía. Emerson fue el ángel protector de los Alcott, y siempre estuvo al lado de Louisa para aconsejarla. Es el dios que idolatro y lo ha sido durante años, escribió en su diario. En la bucólica vida de Concord, los lazos entre vecinos amigos eran fuertes, más si se compartían ideales de libertad y reforma con la pluma más elevada del trascendentalismo en Nueva Inglaterra.

Otros relatos mostraron un rincón más oscuro e inesperado de Louisa, un sesgo gótico que ella amaba y que reprimió bastante, en parte para evitar que esos cuentos, un poco desvalorizados en la opinión general, le impidiesen escribir “algo serio” cuando llegase la oportunidad. Más tarde en su vida, Louisa confesó que se inclinaba por esas historias escabrosas y espeluznantes de violencia y venganza, y que le hubiese gustado atreverse a exponerlas en público. Son potboilers, como se dice en inglés a los escritos de dudoso mérito que procuran dar de comer a su autor. “Detrás de la máscara” es el título de uno de esos relatos que las revistas compraban y la gente leía, y resulta simbólico si pensamos en la autora que se escondía tras un nombre falso para escribirlo. Nos revela a la Louisa desconocida, la que no podíamos adivinar cuando leíamos Mujercitas. Madeleine B. Stern, muy destacada entre sus biógrafos, descorrió el velo que nos ocultaba a la Louisa completa. Tanto deslumbró la saga de los March al público lector que durante años la otra literatura de Louisa May Alcott permaneció en la sombra, pues a ella pertenecía, a la sombra que la autora intentaba mantener a raya en su interior. Podemos inferir que Louisa se avergonzaba de esos cuentos góticos y apasionados, o podemos pensar que encontró en el pseudónimo con que los presentaba una manera de dar rienda suelta a su corazón, también apasionado. Elijo esto último, porque en la lectura adulta de Mujercitas pude percibir ese costado dramático aflorando entre líneas. La ventaja de las muchas lecturas es que ninguna es igual a la anterior. Tampoco los que leemos somos los mismos. Cuando releí Mujercitas en otra edad, me encontré riendo y llorando como cuando era niña, pero ahora por la comprensión profunda de las emociones y los sentimientos que laten bajo sus párrafos.

¡He aquí a Louisa May Alcott!

LA NOVELA

El pedido de su editor, Thomas Niles, de escribir una “histori

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