Sin descanso (Buchanan 3)

Julie Garwood

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

Jilly, la madre de Avery Elizabeth Delaney, estaba loca de remate. Afortunadamente se fue a quién sabe dónde sólo tres días después de que naciera Avery.

Avery se crió con su abuela Lola y su tía Carrie. Las tres generaciones de mujeres vivieron tranquila y modestamente en una casa de dos plantas de la calle Barnett, a sólo dos manzanas de la plaza de Sheldon Beach (Florida). El ambiente cambió radicalmente después de la marcha de Jilly. La casa de Lola dejó de ser un constante alboroto para convertirse en un remanso de paz. Carrie hasta aprendió de nuevo a reír, y durante cinco maravillosos años la vida fue casi idílica.

De todos modos, los años junto a Jilly habían pasado factura a la abuela Lola. Ésta no se había convertido en una verdadera madre hasta que casi era lo bastante mayor para tener la menopausia, y ahora se sentía vieja y cansada. El día en que Avery cumplió cinco años, Lola empezó a tener fuertes dolores en el pecho. Apenas consiguió colocar la guinda que coronaba el pastel de cumpleaños de la pequeña sin tener que sentarse un rato a descansar.

Lola no habló con nadie sobre su problema de salud y no fue a ver a su médico de Sheldon Beach porque no confiaba en que supiera mantener en secreto lo que le pudiera encontrar. Temía que se tomara la libertad de contárselo a Carrie. Por eso pidió hora de consulta con un cardiólogo de Savannah y condujo hasta allí para que la visitara.

Después de explorarla a fondo, su diagnóstico fue inexorable. Le recetó medicación para aliviarle el dolor y para ayudar a funcionar a su corazón, le aconsejó que bajara el ritmo y, con toda delicadeza, le sugirió que pusiera sus cosas en orden.

Lola hizo caso omiso de los consejos del médico. ¿Qué sabía aquel medicucho? Tal vez fuera cierto que ya tenía un pie en la tumba, pero por Dios que iba a mantener el otro firmemente asentado sobre la tierra. Tenía una nieta a quien criar, y no se iba a ir a ninguna parte hasta que cumpliera su cometido.

Lola era una experta en simular que todo iba bien. Había perfeccionado ese arte durante los turbulentos años en que intentó en vano controlar a Jilly. Cuando volvió a casa tras la visita médica, se había convencido a sí misma de que estaba más sana que una manzana.

Y así fueron las cosas.

La abuela Lola se negaba a hablar sobre Jilly, pero Avery quería saber cuanto pudiera sobre aquella mujer. Cuando la niña preguntaba algo acerca de su madre, su abuela fruncía el ceño y siempre le contestaba lo mismo: «Le deseamos lo mejor. Le deseamos lo mejor lejos de casa.» Y, antes de que Avery pudiera intentarlo de nuevo, cambiaba de tema. Pero aquello, por supuesto, no era una respuesta satisfactoria para una niña curiosa de cinco años.

La única forma que tenía Avery de averiguar alguna cosa sobre su madre era preguntándoselo a su tía. A Carrie le encantaba hablar sobre Jilly, y nunca se olvidaba de ninguna de las maldades que había hecho su hermana, las cuales, al parecer, ascendían a una cifra considerable.

Avery idolatraba a su tía. La encontraba la mujer más hermosa del mundo, y deseaba parecerse a ella más que a su mamá, que no era buena. Carrie tenía el cabello de un color idéntico al de la confitura de melocotón que hacía la abuela y los ojos más grises que azules, como el peludo gatito que Avery había visto en las ilustraciones de uno de sus cuentos favoritos. Carrie siempre estaba haciendo dieta para perder los nueve kilos que según ella le sobraban, pero Avery la encontraba perfecta tal y como estaba. Con casi un metro setenta de estatura, Carrie era alta y atractiva y, cuando se ponía uno de sus pasadores brillantes para retirarse el pelo de la cara mientras estudiaba o hacía las tareas domésticas, parecía una verdadera princesa. A Avery también le encantaba cómo olía su tía, a gardenias. Carrie le había dicho a Avery que aquélla era su fragancia personal, y Avery sabía que tenía que ser especial. Cuando Carrie se ausentaba de casa y Avery se sentía sola, la niña se colaba sigilosamente en el dormitorio de su tía y se rociaba brazos y piernas con aquel perfume tan especial para hacerse a la idea de que su tía estaba allí, en la habitación de al lado.

Pero lo que más le gustaba a Avery de su tía era que le hablaba como a una persona mayor. No la trataba igual que a un bebé, como hacía la abuela Lola. Cuando Carrie le hablaba sobre su mamá, que no era buena, siempre empezaba diciéndole con suma seriedad: «No voy a endulzar las cosas sólo porque seas pequeña. Tienes derecho a saber la verdad.»

Una semana antes de que Carrie se fuera a vivir a California, Avery entró en su dormitorio para ayudarle a hacer las maletas. No dejaba de importunarla, de modo que, cuando Carrie se hartó, sentó a su sobrina ante el tocador y le puso delante una caja de zapatos llena de bisutería. Había comprado aquellas chucherías en una subasta de objetos usados del barrio para entregárselas a Avery como regalo de despedida. La pequeña se quedó fascinada con aquellos resplandecientes tesoros e inmediatamente empezó a acicalarse delante del espejo.

—¿Por qué tienes que irte a California, Carrie? Se supone que deberías quedarte en casa con la abuela y conmigo.

Carrie se rió.

—¿«Se supone»?

—Eso es lo que dice Peyton que dice su mamá. Peyton dice que su mamá dice que ya has ido a la universidad y que ahora se supone que deberías quedarte en casa para cuidar de mí porque soy un demonio.

Peyton era la mejor amiga de Avery y, como era un año mayor que ella, ésta se creía a pies juntillas todo lo que ella decía. Carrie opinaba que la madre de Peyton, Harriet, era una entrometida, pero era amable con Avery, de modo que a veces Carrie toleraba que metiera las narices en los asuntos familiares.

Después de coger su jersey favorito, de angora y color azul pastel, y colocarlo dentro de la maleta, Carrie intentó explicarle por enésima vez a Avery por qué se iba.

—Me han dado esa beca, ¿recuerdas? Voy a hacer un máster, y creo que ya te he explicado por lo menos cinco veces por qué es importante que siga estudiando. Tengo que marcharme, Avery. Es una magnífica oportunidad para mí y, cuando haya montado mi propia empresa y me haga rica y famosa, tú y la abuela vendréis a vivir conmigo. Tendremos una mansión en Beverly Hills con sirvientes y una gran piscina.

—Pero entonces no podré seguir con mis clases de piano, y la señorita Burns dice que debo hacerlo «porque tengo oídos».

Puesto que la niña lo había dicho muy en serio, Carrie no se atrevió a reírse.

—Lo que dice es que tienes «buen oído» y eso significa que, si practicas, podrías ser buena. Pero puedes ir a clases de piano en California. Y allí también podrías seguir con tus clases de kárate.

—Pero a mí me gusta ir a kárate aquí. Sammy dice que cada vez lo hago mejor, pero ¿sabes una cosa, Carrie? Sé que la

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