El príncipe encantado

Julie Garwood

Fragmento

Capítulo 1

1

La virtud es audaz y la bondad nunca teme.

WILLIAM SHAKESPEARE,

Medida por medida

Londres, Inglaterra, 1868

Los buitres se estaban reuniendo en el vestíbulo. El salón ya estaba totalmente colmado, al igual que el comedor y la biblioteca de arriba. Había más de esas negras aves de rapiña a lo largo de la escalera curva. De vez en cuando, dos o tres daban un cabezazo al mismo tiempo para tragar el champán de sus copas. Estaban a la expectativa, vigilantes, esperanzados. Eran detestables e infames.

Eran los familiares.

También se habían hecho presentes unos cuantos amigos del conde de Havensmound. Estaban allí para expresar apoyo y compasión por la infortunada tragedia que se produciría en breve.

La celebración vendría después.

Durante un breve rato, todos trataron de comportarse de una manera digna, adecuada a la solemne ocasión. Sin embargo, el licor les aflojó pronto los pensamientos y las sonrisas; no pasó mucho tiempo sin que se oyeran rotundas carcajadas por encima del tintineo de las copas de cristal. La matriarca agonizaba, por fin. En el último año se habían producido dos falsas alarmas, pero muchos creían que este tercer ataque resultaría ser el de la buena suerte. Era demasiado vieja, la condenada, para seguir desilusionando a todos. Caramba, si ya tenía más de sesenta años.

Lady Esther Stapleton había pasado la vida acumulando una fortuna y ya era sobradamente hora de que muriera, para que sus parientes pudieran comenzar a gastarla. Después de todo, se decía que era una de las mujeres más ricas de Inglaterra. También se decía que su único hijo sobreviviente era uno de los más pobres. No era justo; cuanto menos, eso decían los comprensivos acreedores del conde, cuando ese libertino los tenía al alcance del oído. Malcolm era el conde de Havensmound, Dios bendito, y debía tener autorización para gastar cuanto quisiera y cuando quisiera. Claro que el hombre era un derrochón declarado y, además, un calavera cuyo apetito sexual se dirigía a las muy jovencitas, pero esos no eran defectos que los prestamistas miraran con malos ojos; todo lo contrario, en realidad. Si bien hacía ya tiempo que los banqueros más respetables se negaban a prestar más dinero al licencioso conde, los usureros lo hacían con mucho gusto. Estaban en la gloria. Disfrutaban plenamente del libertinaje de su cliente. Cada uno le había cobrado intereses exorbitantes por sacarlo de su último fiasco en el juego, por no hablar de las pasmosas cantidades que debían facilitarle para acallar a los padres de las damiselas seducidas y abandonadas por el conde. Las deudas se habían amontonado, sí, pero los pacientes acreedores recibirían muy pronto su rica recompensa.

Al menos, eso creían todos.

Thomas, el joven auxiliar del mayordomo enfermo, sacó a empujones a otro acreedor y se permitió el gran placer de cerrar con un portazo. La conducta de esa gente lo tenía horrorizado. Simplemente, nada les importaba.

Thomas había vivido en esa casa desde los doce años y, en todo ese tiempo, no creía haber visto nunca algo tan vergonzoso. Allí arriba, su querida Señora luchaba por resistir hasta que todos sus asuntos estuvieran debidamente arreglados, esperando que llegara Taylor, su nieta predilecta, para poder despedirse de ella; abajo, mientras tanto, el hijo de la moribunda recibía a sus cortesanos, riendo y comportándose como bruto insensible que era. Su hija Jane no se apartaba de su lado, con expresión muy ufana. Thomas supuso que, si parecía tan satisfecha, era por la seguridad de que su padre compartiría con ella su fortuna.

«Dos manzanas podridas en el mismo canasto», se dijo Thomas. Oh, sí: padre e hija eran muy parecidos, tanto en carácter como en apetito. El mayordomo no se consideraba desleal a su ama por albergar tan pobre opinión de sus familiares: ella pensaba lo mismo. Caramba, si en varias ocasiones había oído decir a lady Esther que Jane era una víbora. Y lo era, sí. Thomas, en secreto, opinaba de ella cosas mucho peores. Era una joven cruel, llena de mañas; él no recordaba haberla visto sonreír sino después de destrozar deliberadamente el amor propio de alguien. Los enterados decían que Jane manejaba a la aristocracia con mano maliciosa; por eso los más jóvenes, los que comenzaban a ocupar sus puestos dentro de la sociedad, le tenían miedo, aunque se cuidaban de admitirlo. Thomas ignoraba si esos chismorreos eran veraces o no, pero de una cosa estaba seguro: Jane era una destructora de sueños.

Pero la última vez había llegado demasiado lejos al atreverse a atacar lo que más apreciaba lady Esther: había tratado de destruir a lady Taylor.

El mayordomo dejó escapar un fuerte gruñido de satisfacción. Muy pronto esa muchacha y su mal afamado padre se verían obligados a apreciar las ramificaciones de sus actos traicioneros.

La querida lady Esther, afligida por su mala salud y por las pérdidas familiares, no había notado lo que estaba pasando. Su declinación comenzó cuando Marian, la hermana mayor de Taylor, se estableció en Boston con sus bebés gemelas. Desde entonces venía decayendo. En opinión de Thomas, si no se había entregado por completo era porque estaba decidida a ver casada y establecida a la niña que había criado como propia.

La boda de Taylor se había cancelado gracias a las interferencias de Jane. Sin embargo, de esa horrible humillación surgió algo bueno: que lady Esther abrió los ojos, por fin. Hasta ese último escándalo había sido una mujer dada a perdonar; ahora se mostraba simplemente vengativa.

En el nombre de Dios, ¿dónde estaba Taylor? Thomas rogó que llegara a tiempo para firmar los papeles y despedirse de su abuela.

El mayordomo se paseó durante varios minutos más, nervioso y preocupado. Luego se dedicó a hacer que los invitados, que holgazaneaban con tanta insolencia en los peldaños, pasaran al solario de la parte trasera, ya atestado. Usó el ofrecimiento de comida y más licores como incentivo para obtener su colaboración. Después de amontonar allí a la última de aquellas viles criaturas, cerró la puerta y volvió apresuradamente al vestíbulo.

Una conmoción, allí afuera, atrajo su atención, haciendo que corriera a mirar por la ventana del costado. Al reconocer el escudo de armas del carruaje negro que se estaba deteniendo en el centro del camino circular, lanzó un suspiro de alivio y pronunció una breve plegaria de agradecimiento: Taylor acababa de llegar, por fin.

Thomas echó una mirada al salón, para asegurarse de que el conde y su hija siguieran entretenidos con sus amigos. Como ambos estaban de espaldas a la entrada, corrió a cerrar las puertas del salón. Si la suerte lo acompañaba podría llevar a Taylor a través del vestíbulo y escaleras arriba sin que su prima ni su tío lo notaran.

Cuando abrió la puerta, Taylor iba atravesando la mult

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