A pesar de todo

Elizabeth Urian

Fragmento

a_pesar_de_todo-2

PRÓLOGO

Nueva York, junio de 1910.

—¡Deja de llorar de una vez! —exclamó sulfurada Agatha, desde la otra punta de la habitación, a la que había sido la niña de sus ojos.

Rosemary Clarson, desorientada y perdida como no lo había estado en su vida, hizo un supremo esfuerzo por no molestar, pero estaba en contra de su naturaleza. Aun así, gimoteó en silencio, preguntándose qué había ocurrido para terminar encerrada en un mugroso cuartucho de Chinatown, sin un dólar, y con sus escasas pertenencias a cuestas. No tuvo que pensarlo demasiado; la razón estaba clara: todo era culpa de los Broderick. Esa insana familia solo les había ocasionado quebraderos de cabeza, sobre todo los dos hijos.

Debido a sus problemas financieros, su madre había tratado de casarse con Paul Broderick, pero los hijos se habían aliado para que fracasara con una serie de tretas rastreras y manipuladoras. Su madre decía que la culpa de todo la tenía Samantha, su hermana mayor, cuyo sentido del honor no acababa de entender, porque había ayudado a esos mequetrefes a desbaratar un plan meticulosamente trazado que habría encumbrado a las Clarson a la alta sociedad.

Al final, la muy tonta había conseguido lo mismo que ellas, quedarse sin nada; aunque al menos Rosemary seguía teniendo a su madre.

Desde que se marcharon de casa de los Broderick, habitaban en ese cubículo inmundo y apestoso perteneciente a la parte más decadente de la ciudad. Cómo lograba su progenitora pagarlo, no lo sabía, pero sospechaba que al salir a patadas de la casa de Paul, su madre se había llevado alguna cosa de valor que no le pertenecía.

La comida era escasa y el hambre empezaba a hacer mella en Rosemary, amén del hecho de tener prohibido salir fuera de esas deprimentes cuatro paredes. Aunque, a decir verdad, no lo habría hecho aun sin esa orden, pues su belleza destacaba demasiado entre la gentuza que vivía y frecuentaba el lugar. Temía acabar violada y asesinada antes de conseguir dar la vuelta a la esquina oeste.

De todas formas, estar encerrada no encajaba con ella. Prefería salir a pasear con sus mejores vestidos y peinados para lucir su perfecto rostro y su maravillosa figura. Le encantaba ser admirada más que cualquier otra cosa en el mundo. Eso sin contar los lujos, su mayor debilidad. El placer que sentía al saberse deseada por hombres de toda clase y condición no podía compararse con nada más… O quizá sí. El gozo de paladear la envidia que las otras mujeres experimentaban al verla era un afrodisíaco poderoso. No había nada que ellas pudieran hacer para eclipsarla, por eso no lograba entender cómo a sus casi veinte años cumplidos se encontraba en la miseria. Ni tan siquiera tenía una horda de babosos hombres peleando por permanecer cinco minutos a su lado y anhelando en secreto convertirla en su esposa.

Poco tiempo antes había deseado a Hugh Broderick, siendo ella, por primera vez en su vida, la que perseguía y arrinconaba, pero en vano. Quizá las inclinaciones sexuales de ese hombre iban por otros derroteros. Sí, eso debía ser, pues por nada en el mundo habría podido resistirse a semejante asedio si fuera un hombre como Dios mandaba.

—Vuelvo enseguida —le avisó Agatha después de ponerse un sombrero escogido con sumo cuidado del baúl con sus escasas pertenencias—. Ya sabes… —La señaló amenazadoramente con el dedo.

—No salir —canturreó malhumorada por enésima vez.

Ya a solas meditó sobre su futuro y eso la llevó a pensar otra vez en su hermana. La cruda realidad era que ambas no se querían ni se respetaban desde su más tierna infancia. O al menos era así por su parte. Tal como le decía su madre, eso era debido a las malas decisiones que Samantha había tomado a lo largo de su vida. Quién sabía dónde podía encontrarse a esas alturas. Con toda seguridad había caído en lo más bajo y había terminado vendiendo sus favores para sobrevivir. Al menos ella había tenido suerte. La confianza en los recursos de su madre para sacarlas de ese atolladero era absoluta. Bueno, acaso «absoluta» no era ya la palabra más acertada, sobre todo cuando descubrió el doble juego que se traía con Hugh Broderick, el hijo de su prometido, motivo por el cual fueron expulsadas de la casa.

Por supuesto, su madre se había explicado, pero por primera vez en su vida no creyó nada de lo que salió de su boca.

Rosemary se levantó de la cama y miró a la calle a través de la mugrienta ventana. Echaba de menos con desesperación el lujo, la ropa cara y bonita, las fiestas y ser el centro de atención. Por eso era indispensable encontrar un buen partido; y pronto. Conseguir ser la esposa de un acaudalado y poderoso hombre le traería toda la suerte del mundo y eso la llevaría a la felicidad definitiva.

Una hora más tarde, su madre volvió al cuchitril en un estado de ansiedad poco frecuente en ella.

—Ya está —dijo nada más entrar—. Lo he conseguido. —Empezó a sacar vestidos del baúl mientras iba descartándolos uno a uno—. Este sí, este no… —iba murmurando.

—Mamá, ¿qué ocurre?

—He encontrado la manera de marcharnos de este infierno —repuso ella—. Tengo al hombre perfecto.

—¿Tan deprisa? No importa. Ahora es indispensable dejarte preciosa.

—No lo entiendes. —La observó con atención y creyó ver en el fondo de su mirada un atisbo de oscuridad que no alcanzó a definir—. No voy a ser yo la que nos saque de este aprieto, serás tú, así que empieza a arreglarte porque el chófer no tardará en venir a por ti.

—No lo entiendo —manifestó sorprendida—. ¿Acaso mi futuro marido quiere conocerme, llevarme a la ópera?

—Sé una buena hija y no hagas preguntas estúpidas. Sí —levantó el vestido—, este es el adecuado.

Se trataba de uno de sus antiguos vestidos preferidos, uno que ya hacía tiempo que no lucía debido al nuevo guardarropa que habían comprado a costa de Paul Broderick. Era de cachemira verde, en talle alto y con una amplia faja drapeada de crepé de seda en el mismo color pero en un tono más claro, a juego con sus ojos. Lo que más personalidad daba al vestido era las mangas de murciélago con puños largos que resaltaban sus estilizados brazos.

—Empezaré con el recogido.

Rosemary pensó que con uno sencillo quedaría espectacular.

—No. —Agatha fue contundente—. Déjalo suelto.

—¿Suelto? —Eso solo lo hacían las mujeres descaradas y coquetas.

—Bueno… utiliza las hebras de los lados para enlazarlo por detrás a media altura —rectificó al ver su expresión escandalizada.

—Pero… —balbuceó.

—¡Obedece!

Rosemary hizo lo que le pidió, pero su estado de ánimo estaba cerca del llanto. Su madre nunca le había hablado de esa forma y, por primera vez, pensó si así se había sentido Samantha cada vez que su madre se dirigía a ella.

A las once en punto llamaron a la puerta.

—Abajo las esperan. —La amortiguada voz del dudoso casero les informó que debían darse prisa.

Agatha apenas retocó la ropa y el peinado de su hija, contemplándola con aire crítico. A continuación la tomó del brazo.

—Recuerda: haz todo lo que te digan y mañana habremos abandonado la miseria.

Abrió la puerta y bajaron a la calle, donde un automóvil negro y reluciente aguardaba.

El conductor salió de

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos