En algún lugar del mar

V.M. Cameron

Fragmento

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PRÓLOGO

1679, Mar Caribe

Ni siquiera en un momento como ese, en el que la muerte se encontraba frente a ella cara a cara, dejó que nadie pudiera entrever que estaba asustada. ¿De qué servía tener miedo? ¿Iba a hacer que morir fuera menos doloroso? ¿Iba a acortar su sufrimiento de algún modo? No, en absoluto, tan solo lograría entorpecerla y hacer aún más amargos sus últimos momentos.

Pero aun así lo sentía: tenía tanto miedo que le costaba incluso respirar. Su corazón latía con fuerza y sentía sus manos temblando con impresionante violencia, por lo que optó por entrelazar sus dedos antes de que alguien más pudiera notarlo. Definitivamente, Joanna Taylor iba a morir con la cabeza alta y sin entrar en pánico, pues esa era la única forma que ella tenía de vivir. ¿Por qué iba a actuar de forma diferente con la muerte?

Una ola particularmente grande zarandeó el barco hasta el punto de que este amenazó con volcar. Por suerte, unos segundos después, el mar volvió a ese estado que, aunque tan solo podía ser calificado de infernal, al menos mantenía el navío en pie.

Joanna contemplaba desde una ventana en su camarote las enormes olas negras que azotaban el galeón, a la vez que una tormenta inmensa se desarrollaba justo encima de su cabeza. A su lado, Janet rezaba con los ojos cerrados y el cabello rubio y apelmazado recogido en un pequeño moño.

—Deberían dejarnos salir a ayudar —dijo Joanna y su tono de voz fue completamente natural. Desde luego, tenía un gran autocontrol—, somos completamente inútiles aquí dentro.

Escuchaba la fuerza de la tormenta en la cubierta del barco, así como también oía gritos y órdenes prodigados por el capitán de ese barco de la Marina Real, Ronald Finchley, un hombre fuerte y robusto como un árbol… pero que nada podía hacer contra un temporal tan impresionante como ese.

—¿Cómo habríamos de ayudarlos? —musitó Janet, sorbiendo por la nariz enrojecida por el llanto que ya comenzaba a dejar de brotar de sus ojos—. No hay salida, vamos a morir, señora. ¡Que Dios se apiade de nuestras pobres almas!

—Oh, ¡Janet! —la reprendió Joanna, irritada—. No digas tonterías. Todo va a salir bien, se trata de una pequeña tormenta… —El barco volvió a dar un nuevo salto sobre las aguas y la mesa de madera que se encontraba junto a Joanna venció sus sujeciones al suelo y se movió casi un metro a la derecha. Ella lo observó durante unos segundos y suspiró, volviendo a dirigirse a la ventana—. Todo va a salir bien.

Parecía más centrada en convencerse a sí misma, porque en realidad sabía que sus palabras no eran ciertas. Que la tormenta era verdaderamente fuerte y que cientos de barcos ingleses como ese habían naufragado en esas aguas… y el suyo tan solo sería uno más que añadir a la inmensa lista.

El cielo pareció contorsionarse y un rayo iluminó la tormenta durante un instante, un momento en el que Joanna contempló el mar tan embravecido que parecía concentrarse por completo a su alrededor, queriendo absorber el galeón, ansiando devorarlos a todos…

—No puedo seguir aquí parada —dijo finalmente y por primera vez en su voz se pudo detectar cierto nerviosismo. Era curioso, puesto que Joanna tenía el talento de ocultar sus emociones con una facilidad francamente pasmosa—. Tengo que salir.

Los ojos claros y acuosos de Janet se abrieron como platos al escuchar eso. Desde luego, no era lo que se esperaba de una dama inglesa que había sido educada para ser un sujeto pasivo en situaciones que «debían ser resueltas por hombres», pero también era típico de Joanna que, cuando algo se le antojaba, nada pudiera sacarla de esa idea.

—¡No! ¡Señora, quédese aquí! Ahí fuera… ahí fuera va a morir. ¡El mismísimo infierno se encuentra tras esa puerta!

La muchacha se acercó a su dama de compañía y, posando una suave mano en el hombro de la adolescente, le ofreció apoyo. Tras unos segundos y al ver que sus dedos temblaban en contacto con la piel de Janet, se aclaró la garganta con dignidad y apartó los dedos de su doncella. La joven tan solo tenía catorce años y Joanna podía verlo entonces mejor que nunca en su rostro totalmente contraído por un profundo pavor; nunca antes le había parecido tan niña como en ese momento.

—Tan solo echaré un vistazo —le dijo con voz más suave—. Quizás todo se vea mucho mejor desde allí, puede que no sea tan grave.

Janet tragó saliva, acongojada.

—Iré con usted… —musitó y fue evidente que tan solo pretendía hacerlo porque su obligación era velar por su dama.

—No —la interrumpió Joanna—. No tardaré, tú solo tranquilízate, Janet. Todo va a ir bien.

La realidad era que repetir esa frase no la ayudaba en absoluto a creer que eso fuera verdad, pero escuchar su propia voz con ese tono calmado le causaba cierto alivio.

Joanna avanzó hasta la puerta del camarote y comprobó que la cerradura estaba ligeramente atascada, por lo que no pudo abrirla hasta que se decidió por golpear con una patada nada femenina aquel pedazo de madera húmeda y esta venció. Al instante, el ruido del exterior, que antes había sido moderado, se hizo insoportable. Joanna abrió la puerta hasta conseguir que su cuerpo y su voluminoso vestido pudieran salir hasta un estrecho y oscuro pasillo. Cerró la puerta de un solo golpe seco y, con decisión, se encaminó a la cubierta. Tan solo había caminado un par de pasos cuando el barco dio otro tumbo y ella perdió el equilibrio, pero por suerte logró sostenerse de la pared de madera y prosiguió caminando con rapidez. Se negaba a seguir observando lo que sucedía en el agua a través de esa lujosa cristalera, tenía claro que la muerte no iba a alcanzarla mientras estaba encerrada y muerta de miedo en un camarote.

Tan pronto como llegó a las escaleras que conducían a la cubierta superior del barco, alguien apareció tras ella. Era un joven marinero que aparentaba su edad, unos veinte años. El chico estaba completamente empapado y sus facciones aniñadas se mostraron sorprendidas y casi escandalizadas al verla allí.

—Lady Taylor, ¡vuelva ahora mismo al camarote! —dijo—. ¿No ve lo que está sucediendo?

Joanna alzó su rostro con orgullo y pudo ver que incluso en esa situación podía causar cierta coacción a ese muchacho, pues él bajó la cabeza un tanto intimidado. No era la primera vez que lo veía, sabía que se llamaba Brendan y varias veces, desde que habían salido de Inglaterra un par de meses atrás, lo había sorprendido mirándola con una especie de platónica adoración masculina que brillaba en sus ojos verdes. Nada que ella no hubiera experimentado ya antes en Inglaterra.

—Quiero decir… si usted lo desea —se corrigió el chico.

—Quiero ayudar —le dijo Joanna—. ¿De qué sirvo en un camarote?

—Debe mantenerse a salvo…

—¿A salvo? —lo increpó ella, cortándolo a mitad de la frase—. ¿Cuál es la diferencia entre morir encerrada allí y morir en cubierta?

Brendan se quedó callado unos segundos y, cuando una nueva sacudida azotó el barco con gran violencia, pareció reaccionar de nuevo y se dirigió a la escalera de cubierta.

—Sígame, le encontraré algo que hacer.

Algo más relajada, Joanna asintió con la cabeza y lo siguió con dificultad por todas las zonas de ese galeón que

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