Una apuesta peligrosa (Escándalos de temporada 1)

Eneida Wolf

Fragmento

una_apuesta_peligrosa-2

1. CORTE IBÉRICO

Creo que el verdadero modo de conocer el camino al paraíso es conocer el que lleva al infierno, para poder evitarlo.

El príncipe, de Maquiavelo

15 de Abril de 1815, Inglaterra

A Beatriz de Velarde le asqueaban muchas cosas, pero algo que había odiado desde que puso un pie en suelo inglés, era el clima. Podía llover día tras día sin ver ningún atisbo de sol en el cielo y cuando, por algún milagro, paraba de llover, podía seguir nublado por días enteros hasta que, de nuevo, la lluvia volvía a aparecer. 

Otra cosa que no podía soportar era la frialdad con que los ingleses parecían tomárselo todo, su falta de expresión en todas las situaciones podía ponerla verdaderamente de los nervios. Una cosa era fingir en una cena o en una fiesta, y otra muy distinta que siempre tuviesen ese semblante distante y remilgado. 

Llevaba tan solo tres meses en Inglaterra y ya estaba que se subía por las paredes. No podía creer la mala suerte que parecía perseguirla, pues hacía tan solo cinco años que su madre, Lydia Clayton, falleció a causa de unas fiebres y luego le tocó el turno a su padre, Hernán de Velarde, conde de Medina. 

La singular historia de sus padres siempre le había encantado, y esperaba poder tener una historia de amor tan perfecta como la que ellos habían tenido. Se habían conocido durante una visita de Hernán a Londres, pues su padre era un verdadero entusiasta de los viajes, de conocer nuevas culturas y civilizaciones. Sus carruajes habían chocado por accidente y ambos quedaron prendados el uno del otro inmediatamente. Su padre no paró hasta saber quién era aquella dama y solo pasó un mes hasta que le pidió matrimonio. Evidentemente, tuvieron que fugarse para poder casarse pues, por muy conde español que fuese, era un extranjero y encima católico en un país donde la religión predominante era la anglicana. Eso, sumado al hecho de la manía que les tenía a los católicos el monarca del momento, y siendo Lydia la hija de un miembro de la nobleza, fue incentivo suficiente para fugarse.

Para cuando lord y lady Clarence pudieron localizar dónde se hallaba su hija, ya se había bautizado y casado por la Iglesia católica con Hernán y se había convertido en la nueva condesa de Medina. Fue un verdadero escándalo por lo que su madre le contó, aunque como todo, las aguas volvieron a su cauce. Lydia no volvió nunca a Inglaterra y apenas conservaba la correspondencia con sus padres y su hermano pequeño John, diez años menor. La propia Beatriz nunca se le había pasado por la cabeza que llegaría el día que tuviese que conocer a sus abuelos y a su tío, y ni mucho menos tener que vivir con ellos en ese país pasado por agua. 

—Qué extraño, llueve otra vez —dijo nada más levantarse por la mañana mientras Greta, la doncella, corría las cortinas dejando vislumbrar un paisaje de verdes prados llanos. 

—¿Ha dormido bien? —preguntó ella, algo temerosa del temperamento de su señora. 

Hacía relativamente poco que la habían puesto a su servicio y todos los criados decían que, además de ser caprichosa y deslenguada, tenía un temperamento de mil demonios. 

—Aún no me he acostumbrado al sonido de la lluvia por la noche —dijo ella levantándose de la cama. 

Greta le preparó uno de sus vestidos azul cielo mientras se quitaba el camisón. Su piel tersa y suave de un tono un poco más bronceado le daba un aire algo distinguido y exótico. Tenía el porte orgulloso de los Medina, siempre se lo decía su padre, el cabello marrón ondulado largo que solía trenzar y unos ojos almendrados con tonalidades verde oscuras y marrones que solía destacar con sombras de ojos negras. Tenía una belleza un tanto exótica, propia de aquellas personas que tenían rasgos dispares. Sus rasgos eran claramente ingleses, refinados y distinguidos mientras que su nariz tenía tanta personalidad como ella, y sus labios eran carnosos y seductores. 

La moda inglesa le parecía sosa y aburrida; era de las que adoraban viajar a París y encargaban cuantos vestidos podía traer hasta Madrid, aunque últimamente las cosas por España no andaban demasiado bien debido a la guerra contra Napoleón. Otra cosa que no entendía era por qué una dama inglesa no hablaba jamás de política cuando en Madrid no se hablaba de otra cosa. Las normas de ese país le parecían un tanto absurdas.

Beatriz bajó al salón de la gran casa de campo en la que habitaban su abuela y su tío. La tranquilidad de la zona y el silencio le desagradaban en demasía, ella había nacido para nadar en sociedad, y eso hacía en Madrid. Tenía veinte años, le faltaba poco para tener veintiuno, y aunque ya podría estar casada perfectamente, la enfermedad de su madre y su inminente muerte la habían dejado sumida en tal tristeza que se había visto incapaz de rendirse ante tal propósito. Y ahora que estaba remontando y que había encontrado al hombre perfecto —o casi, pues el hombre perfecto no existía, o de eso estaba convencida— había fallecido su padre y debía alejarse de todo aquello. 

—Buenos días, querida. ¿Qué tal te encuentras hoy?

Su abuela lady Rowina siempre le hacía la misma pregunta, cada mañana desde que había llegado.

Era una mujer baja, callada pero inteligente. Había acogido a su nieta con ilusión pues desde la pérdida de su hija, tenía un vacío que no había podido llenar. En cierto modo le recordaba a Lydia, no en su aspecto pues su hija era una verdadera hada, de largos cabellos rubios y ojos verdes chispeantes, pero al igual que su nieta, era de ideas claras y muy tozuda. Por supuesto, su forma de reaccionar era totalmente distinta, pues Lydia parecía obediente y decía que sí a todo, pero luego hacía realmente lo que le venía en gana. En cambio Beatriz iba siempre de frente y no dudaba en desafiarla. 

Eso le gustaba, pues en el fondo le recordaba mucho a sí misma, aunque no se lo había dicho nunca. 

—Estoy bien, abuela. ¿No ha llegado ninguna carta para mí? —preguntó esperanzada. 

—Ninguna, querida. Pero hay algo que me gustaría comentarte. 

Ambas se sentaron en el salón mientras les traían el desayuno. 

—Dime. 

—Pronto empezará la temporada en Londres. 

Las temporadas, por supuesto. Era algo que no le encontraba sentido alguno. Un puñado de nobles se reunía para que las mujeres cazasen a un marido con título y ellos cazasen a alguien con fortuna. 

—¿Y? 

—Creo que deberías presentarte. Las temporadas son una distracción maravillosa —Rowina observó la reacción de su nieta, que alzó una ceja incrédula. 

—No tengo ninguna intención de prestarme a eso. Es igual que ir a una exposición de vestidos, escoges uno y te lo llevas a casa. ¿Dónde está el romanticismo? 

—El romanticismo se lo dejamos a los poetas, nosotros somos aristócratas. Y pese a que tu madre...

—Ah, no. Lo de mi madre no fue una excepción. No necesito pescar a ningún lord porque, en primer lugar, soy condesa por derecho propio, y en segundo lugar, Diego vendrá. 

Había conocido a Diego Duarte un año atrás durante una celebración en casa de un amigo de su padre y nada más verlo, supo que sería él. Alto, de cabellos oscuros, mirada penetrante y de

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