Un rincón del corazón que nadie pisa

Nuria Espert Más

Fragmento

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LUCÍA

Lucía miró por la ventana, ninguna nube interrumpía la suave luminosidad del cielo.

Era su primer día en el nuevo instituto de Alamar, el cuarto centro de una lista de demasiados cambios, demasiadas despedidas.

La embargó una conocida desazón, mezcla de emoción y de miedo, de anticipación por lo que estaba por llegar. A veces, cobraba intensidad y le costaba respirar.

Sabía, tenía la certeza, de que desaparecería. Mas en ese momento no podía evitar sentirse así. Le habían inculcado desde muy pequeña la importancia de mirar el lado positivo de la vida, eso ayudaba un poco.

Su madre le había dicho que pensara en el cambio como una oportunidad de conocer amigos, abrir nuevas puertas y atisbar otras versiones del mundo.

Ella no había pedido nada de eso.

El malestar se introdujo con desánimo en su interior apagando la claridad de la mañana. Aún no tenía una palabra para nombrarlo, pero sabía a desarraigo. Otra vez esforzarse en ser, en darse a conocer, para luego tener que dejar una vez más lo conocido a lo largo del camino.

Solo tenía dieciséis años, pero sentía que había vivido tanto…

Tenía que ir a desayunar, la vida siempre parecía más fácil después de una tostada y un tazón de leche tibia. Además, el pan del pueblo era sorprendentemente bueno. Sonrió pensando en su abuela, cuando lo probara no podría decir: «Ya no se hace pan como el de antes».

Al menos contaba con que su madre no la agobiaría con gastadas palabras de ánimo, las dos sabían leer en el rostro de la otra. Cuando necesitaba decir no, la entendía sin palabras.

Su madre era profesora de instituto, para ella también era un nuevo principio.

Apenas habían tenido tiempo para mudarse, la pequeña casita que habían alquilado no había estado libre hasta finalizar la temporada de verano. Habían trabajado duro, pero había valido la pena, ya podía reconocerse entre sus blancas paredes y sentirla un poco como propia.

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ALBA

Alba oyó a su hija trajinar por la habitación. Tenía los nervios a flor de piel; no podía evitar sentirse emocionada, este era su primer destino como profesora definitiva. Se acabó el deambular como sustituta y tener que dejar en manos de sus padres la crianza de su hija, se acabaron los traslados con los obligados cambios de colegio. Ahora tendrían estabilidad, vivirían a un paso del instituto y desaparecería la incertidumbre de no saber cuál sería su próximo lugar de trabajo.

Necesitaba que con Lucía todo funcionara. Ella podría integrarse en la nueva vida que iniciaban o no, pero su hija… Lucía era lo más importante; si su hija era razonablemente feliz, todo lo demás sería superable.

Cerró los ojos, aspiró el aroma de su infusión, la fragancia inundó sus sentidos invitándola a serenarse.

Lucía entró en la cocina, Alba disimuló su propia inquietud con una sonrisa. Ya le había comentado las primeras impresiones de los que iban a ser sus profesores. Siempre intentaba darle a todo una pátina de optimismo, hacerle ver el mejor de los futuros posibles, pero en pequeñas dosis, sin apearse de la realidad. Tenía claro que para su hija haber dejado la ciudad y sus amigas para irse a vivir a un pueblo que se quedaba sin habitantes tras el verano, por mucho mar y paisaje que tuviera, no era el mejor de los destinos en ese hoy por hoy.

Lucía mordisqueó, distraída, su tostada. No quiso pensar, otra vez, en las amigas que dejaba atrás, tampoco en las promesas que no iba a poder cumplir. Las risas y confidencias por Internet estaban bien, pero carecían de la intensidad y la complicidad del tú a tú con una buena amiga. Sería un largo curso, el próximo verano estaba ¡tan lejos!

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CRISTINA

Cris, somnolienta, entrecerró los ojos. Hacía ya un buen rato que había sonado el despertador, la luz entraba a raudales por la ventana de su habitación, acompasada por el suave rumor de las olas del mar.

Tenía esa edad en la que sientes que el mundo no te pertenece y que no acabas de encajar. Su ayudante personal había elegido cuidadosamente con ella la ropa el día anterior y esta se hallaba pulcramente dispuesta en una silla de su habitación. Patricia siempre le sugería la mejor forma de actuar y vestir en cada ocasión, pero esa vez había sido un incordio. No se había sentido escuchada cuando le dijo que el atuendo elegido era demasiado formal, todas irían con shorts y camisetas de tirantes, ropa cómoda para combatir el calor y lucir el bronceado.

Su abuela materna vivía en Madrid, había decidido que era necesario que tuviera la ayuda de una asistente mientras su madre permaneciera internada y ellos siguieran en Alamar. No quería que su única nieta se asilvestrase en su nuevo entorno. Diego, su padre, tras escuchar con infinita paciencia las mil y una razones para no irse de Madrid, había cedido en ese último empeño, aunque no lo consideraba en absoluto necesario.

Retiró la sábana con fastidio, no había nadie a quien deseara de verdad volver a ver. Además, aún se sentía descentrada con los cambios de horarios, tras quince días geniales en los que había acompañado a su tío de gira por Argentina.

Al levantarse se miró en el espejo de cuerpo entero que decoraba una de las paredes de su habitación. Se enderezó con suave elasticidad, su cuerpo era fluido, se movía como el agua, ya anunciaba la belleza que alcanzaría en la plenitud. No había heredado el verde oliváceo de los ojos de su madre. Pero sus ojos almendrados, grandes y expresivos, atrapaban por la intensidad de su mirada. Ella solo se fijó en un irritante acné que había aparecido justo donde más se le notaba.

Miró la hora, tenía que darse prisa, cogió la ropa con desgana. Bueno, qué más daba, pensó que tampoco importaba tanto. Hiciera lo que hiciera, no cambiaría el hecho de que no se sentía integrada. Aunque lo había intentado, no había sido capaz de encontrar su lugar.

Un grupo de chicas la buscaron en cuanto supieron de quién era sobrina. Al principio las deslumbró y tenía que reconocer que esa sensación le gustó. Poco a poco el interés se perdió, ella tampoco tenía tanto que contar, su tío ya no estaba tan de moda en España y los artistas con los que se codeaba eran famosos en Sudamérica, pero aquí no eran conocidos. Además, los chismes la aburrían y ellas se pasaban la vida hablando de la vida de los demás. Se ganó sin pretenderlo fama de estirada con su ropa siempre tan estilosa y por no compartir una información que realmente no tenía.

Añoraba los tiempos en los que su madre no estaba en el centro de rehabilitación, la época dorada de su infancia en la q

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