Almas de agua y fuego

Karen Delorbe

Fragmento

almas_de_agua_y_fuego-4

Capítulo 1

«Uno, tres, cinco, siete, nueve, once, trece», conté mentalmente, incapaz de conciliar el sueño.

La mañana llegó, y no había pegado un ojo en toda la noche. Saber que moriría al día siguiente me había provocado insomnio. Daba vueltas comiéndome las uñas, pensando cómo librarme de esa situación. Hubiera estado dispuesto a todo con tal de salvarme; incluso a ofrecerme al guardia nocturno que apestaba a whisky barato y cigarrillos. Por supuesto, no hubiera aceptado mi oferta. Yo le provocaba asco. Su respuesta a mi ofrecimiento habría sido un gruñido hosco y gutural. Lo que le gustaba era pasearse de un lado a otro con ese palo en la mano y esperar que alguno de nosotros cometiera un error: una palabra indebida, un movimiento brusco o apenas sostenerle la mirada.

Solía equivocarme mucho.

La puerta de la celda se abrió con un chirrido que me sobresaltó, y una pistola láser asomó, seguida por un hombre calvo y lleno de cicatrices en la cara.

—Es hora, Rayne. Mueve el culo —dijo con simpatía.

Todos me querían mucho en esa prisión. Quizás a causa de mi carisma irresistible.

—Camina. —Me empujó una vez que salí al estrecho corredor con las manos atadas en la espalda—. Mi esposa me espera para cenar.

—No puedo creer que una mujer haya accedido a casarse contigo de forma voluntaria —comenté, poniéndome en marcha—. Tienes pelos en las orejas.

—Y yo no puedo creer que todavía tengas ganas de bromear. ¿No tienes miedo, niño? Estás a punto de ser ejecutado.

Tragué saliva. Me hubiera gustado decir que no, pero hubiera sido mentira. Estaba a punto de cagarme del miedo. Es curiosa la muerte: solo cuando se le echa encima a uno, le damos a la vida el valor que tiene.

—Gracias por recordármelo.

Guardias amados se apostaban en cada rincón del gigantesco edificio, una fortaleza erguida en medio de una ciudad moribunda. Imposible escapar en una sola pieza. Debí suponer que enredarme con la hija del Juez no me traería ningún beneficio a largo plazo. ¿Cómo pudo haberme delatado, después de las noches que habíamos pasado juntos? La trampa hubiera sido obvia hasta para un bebé. Por supuesto, yo había caído como un estúpido.

«Hasta aquí me ha traído mi masoquismo», me dije viendo de reojo al tipo que caminaba junto a mí. Cada vez que uno de sus pies chocaba contra el piso, sonaba como si lo golpeara con una barra de metal. Me pregunté si le habrían amputado las piernas y se las habrían reemplazado por unas más eficientes, capaces de acelerar de cero a setenta kilómetros por hora en tres segundos. Por las dudas, no saldría corriendo. Además de que me atraparían, me usarían como blanco de tiro. A los guardias de la prisión les encantaba disparar. A veces, los oía jugando al tiro al blanco con las ratas. Algunos presos suertudos se hacían con los cadáveres. Otros menos afortunados como yo nos conformábamos con oler la carne asada desde nuestras celdas.

A mitad del corredor, un horrendo chasquido me produjo malestar en los dientes. De un altoparlante salió una voz grave y rasposa:

—Traigan al condenado.

Mi corazón se detuvo al igual que mis piernas. El guardia me empujó hacia una compuerta que, hasta entonces, había permanecido cerrada.

—Entra —ordenó.

—¿No vas a despedirte de mí? —pregunté—. Esta es la última vez que nos vemos. ¿Dónde está mi abrazo?

—Hasta nunca, yax —dijo con una sonrisa de satisfacción.

Qué dulce. El insulto significaba algo así como «eres un tonto que está por morir y lo disfruto». Me hubiera gustado cruzarme con su creador para regalarle un puñetazo en la cara.

—Entra ya. —Me dio un empujón con todas sus fuerzas y caí dentro del cuarto.

Había pasado tanto tiempo en penumbras que la potente luz me hizo doler los ojos. Tuve que entrecerrarlos para observar lo que me rodeaba:

Piso blanco.

Paredes blancas.

Una mesita también blanca, con un par de sillas… negras.

La misma voz siniestra de antes resonó en la recámara:

—Bienvenido, señor Rayne.

—¿Quién es usted? ¿Qué hago aquí? —No quise decirlo, pero había creído que me llevarían a la sala de ejecuciones. Esa, más bien, se asemejaba a una de interrogatorios. ¿Se habrían equivocado de preso? No. Querían algo de mí. Era la única explicación que encontraba para que me mantuvieran vivo.

—Tome asiento.

No me moví.

—Primero dígame quién es usted y qué va a pedirme —exigí en voz alta, tragándome el miedo.

La voz contestó:

—No está en posición para preguntar nada. Siéntese —ordenó.

Con un bufido, dejé que mi cuerpo se desplomara en el asiento más cercano.

—Bien, ya me senté. —Me recliné hacia atrás y apoyé los pies en la mesa—. ¿Ahora qué? ¿Me invitará un trago? Quisiera un poco de cerveza. Tengo la garganta seca.

—Baje los pies y permanezca quieto.

Con una mueca, obedecí. Si no quería que me moviera, ¿por qué no me ataba a la silla?

Nada sucedió en los siguientes veinte o treinta minutos. El aislamiento silencioso y la extrema blancura de la sala se volvían intolerables. No me llegaba ninguno de los sonidos o aromas de la prisión. Ignoraba la hora del día. Fijé la mirada en la pared e intenté que la impaciencia se mantuviera alejada de mi mente. Imaginé un paisaje: kilómetros de arena, montañas y, a lo lejos, el mar. Sabía que alguien esperaba una respuesta provocada por mi resistencia natural al sometimiento.

No le daría nada.

«Que se pudran».

La luz titiló y la pared se abrió. Un hombre entrado en años, vestido de negro y con el rostro cubierto por un enorme sombrero de ala ancha, entró sin pronunciar palabra. Avanzó tomándose su tiempo y se detuvo frente a mí con las manos apoyadas en la espalda. Su cara se me hizo familiar, a pesar de que nunca lo había visto en persona. Toda la ciudad lo conocía. Todos sabían su nombre. Lorna me había contado que vivía enclaustrado en su laboratorio. Sufría una especie de fobia que lo mantenía encerrado en la misma prisión que había creado.

—Mejor que sea rápido —mascullé—. La espera de la muerte es peor que la muerte misma, señor Juez.

El hombre de negro tomó asiento.

—¿Sabes quién soy? —se asombró.

—Por desgracia, doctor Forham —contesté al hombre que había firmado mi sentencia a muerte.

—Puedes llamarme Leo.

«Sí, cómo no», me dije con sarcasmo.

El doctor Leo Forham era el hombre más temido de Tharsis: dueño de la prisión, jefe de la policía, el único que impartía la justicia. ¡Qué diablos!, era el dueño de la maldita ciudad. Jamás en la vida se me hubiera ocurrido pensar que, en vez de matarme, me enviarían a hablar con él. Tal vez lo mejor hubiera sido morir.

—¿Qué desea de mí? —inquirí sin apartar los ojos de su rígido semblante.

—He venido a proponerte un trato —respondió con solemnidad.

¿Qué tipo de trato podría hacer conmigo un hombre como él? Yo no era nadie. No sabía nada. Ni siquiera tenía dónde caerme muerto.

—Lo escucho —contesté.

Él pareció satisfecho con mi respuesta.

—¿Qué tan lejos estás dispuesto a llegar c

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos