Donde empiezan los sueños

Lisa Kleypas

Fragmento

 

1

 

Londres, 1830

Tenía que escapar.

El rumor de la sofisticada charla, el brillo de las arañas de cristal, que salpicaban de cera caliente a los que bailaban en el salón, y la profusión de olores que anunciaba la inminencia de una suculenta cena resultaban agobiantes a lady Holly Taylor.

Había sido un error asistir a un acto social tan poco tiempo después de la muerte de George. Naturalmente, la mayoría de la gente no consideraría que tres años fueran poco tiempo. Holly había mantenido el luto riguroso durante un año y un día, apenas aventurándose fuera de casa, salvo para pasear por el jardín con su hijita Rose. Se había vestido de negro, y cubierto el cabello y el rostro con velos que simbolizaban la separación de su esposo y del mundo invisible. Había tomado la mayor parte de sus comidas sola, cubierto todos los espejos de la casa con crespón negro y escrito cartas en papel con orla negra, para que toda relación con el mundo exterior llevara el sello de su dolor.

Durante el segundo año, había seguido vistiendo de negro, pero se había deshecho del velo protector. Luego, durante el tercer año, Holly había pasado al medio luto, lo que le había permitido llevar gris o malva, y participar en actividades femeninas reducidas y discretas, como reuniones de té con familiares o con buenas amigas.

Una vez finalizadas todas las etapas del luto, Holly había dejado el refugio oscuro y reconfortante del período de duelo para introducirse en un esplendoroso mundo social, que se le había vuelto terriblemente extraño. Cierto, las caras y el ambiente eran exactamente como los recordaba... salvo que George ya no estaba con ella. Le parecía que su soledad llamaba la atención, le incomodaba su nueva identidad de viuda de Taylor. Como todos los demás, siempre había considerado a las viudas figuras sombrías dignas de lástima, mujeres que iban envueltas en un trágico manto invisible, independientemente de como se vistieran. En estos momentos comprendía por qué tantas viudas que asistían a actos como aquél parecían querer estar en alguna otra parte. Los conocidos la abordaban expresándole su condolencia, le ofrecían una copa de ponche o unas palabras de consuelo, y se marchaban disimulando su alivio, como si hubieran cumplido con un deber social y por fin fueran libres para disfrutar del baile. La propia Holly había actuado así con otras viudas en el pasado, deseando ser amable, pero sin querer que la desolación que se les reflejaba en los ojos la afectara.

Curiosamente, Holly no había imaginado que pudiera sentirse aislada entre tanta gente. El espacio vacío que había a su lado, donde debería haber estado George, le parecía dolorosamente tangible. De forma inesperada, sintió algo semejante a la vergüenza, como si hubiera irrumpido en un lugar al que no pertenecía. Ella era la mitad de algo que en un tiempo había estado completo. Su presencia en el baile sólo le servía para recordarle la pérdida de un hombre profundamente amado.

Notaba la cara tensa y fría mientras se dirigía sin apartarse de la pared hacia la puerta del salón. La dulce melodía que tocaban los músicos no la había conseguido animar, al contrario de lo que sus amigas le habían sugerido de buena fe... más bien parecía que la música sólo se reía de ella.

Hubo un tiempo en el que Holly habría bailado tan despreocupada y dispuesta como las jóvenes presentes aquella noche, con la sensación de que volaba en brazos de George. Estaban hechos el uno para el otro, y eso había suscitado comentarios y sonrisas de admiración. Ella y George tenían un físico similar. La diminuta estatura de Holly armonizaba con la talla mediana de él. Aunque George no era alto, estaba en muy buena forma y era muy apuesto, con el cabello castaño dorado, unos ojos azules muy vivos y una sonrisa deslumbrante siempre a punto de asomar. Le encantaba reír, bailar, hablar. Ningún baile, fiesta o cena había estado jamás completo sin él.

«Oh, George. —Holly notó que los ojos le escocían—. Qué afortunada fui al tenerte. Qué afortunados fuimos todos. Pero ¿cómo voy a seguir adelante sin ti?»

Con buena intención, sus amigos le habían insistido para que asistiera al baile aquella noche, con el deseo de que marcara el inicio de sus días de libertad, dejando atrás los agobiantes rituales del luto. Pero no estaba preparada... aquella noche no... tal vez nunca.

Recorrió la multitud con la mirada, y localizó a varios miembros de la familia de George, que conversaban y comían exquisiteces en platos de porcelana de Sèvres. El hermano mayor, William, lord Taylor, estaba acompañando a su esposa al salón, donde iba a bailarse una cuadrilla. Lord y lady Taylor hacían una buena pareja, pero su cálido afecto no podía compararse con el genuino amor que ella y George se habían profesado. Parecía que todos los miembros de la familia de George, los padres, los hermanos y sus esposas, habían logrado superar su muerte. Lo bastante al menos como para poder asistir a un baile, reír, comer y beber, y permitirse olvidar que el miembro más querido de la familia estaba prematuramente bajo tierra. Holly no los culpaba por ser capaces de seguir adelante, una vez que George no estaba. De hecho, los envidiaba. Qué maravilloso sería despojarse del invisible manto de dolor que la envolvía como un sudario. Si no fuera por su hija Rose, no tendría ni un momento de respiro del dolor constante de su pérdida.

—Holland —murmuró alguien cerca de ella, y Holly se volvió para ver al hermano pequeño de George, Thomas. Aunque Thomas tenía las facciones atractivas, los ojos azules y el pelo veteado de ámbar que compartían todos los hombres de la familia Taylor, carecía de la chispa, la sonrisa deslumbrante, la calidez y la confianza que habían hecho de George una persona tan irresistible. Thomas era una versión más alta y sombría de su carismático hermano. Había prestado a Holly un respaldo incondicional desde que la fiebre tifoidea se había llevado a George.

—Thomas —dijo Holly, obligándose a sonreír—. ¿Te estás divirtiendo?

—No especialmente —respondió él. Holly vio la compasión reflejada en sus profundos ojos azules—. Pero creo que lo soporto mejor que tú, querida. Estás pálida, como si te estuviera empezando otra de tus migrañas.

—Así es —admitió Holly, percatándose entonces del insistente dolor en las sienes y la nuca, aquellos latidos que le advertían de que el malestar iría en aumento. Jamás había tenido migrañas hasta la muerte de George, pero habían comenzado después del funeral. Aquellos dolores de cabeza tan fuertes aparecían de improviso y a menudo la obligaban a guardar cama durante dos o tres días.

—¿Te acompaño a casa? —le preguntó Thomas—. Estoy seguro de que a Olinda no le importará.

—No —se apresuró a decir Holly—. Debes quedarte aquí y disfrutar del baile con tu esposa, Thomas. Soy perfectamente capaz de regresar a casa sin compañía. De hecho, lo preferiría.

—Está bien. —Thomas le sonrió, y su parecido con George no hizo más que encogerle el corazó

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos