En un rincón del alma

Antonia J. Corrales

Fragmento

 

1.ª edición en B de Books: febrero 2012

1.ª edición impresa en Ediciones B: septiembre 2012

 

© Antonia J. Corrales, 2011

© Ediciones B, S. A., 2012

para el sello Vergara

Consell de Cent 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal:  B.8259-2012

ISBN DIGITAL:  978-84-15389-80-4

 

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Mientras él estiraba sus brazos intentando en cada luna rozar el cielo, a mí las estrellas fugaces dejaron de concederme deseos.

 

 

 

 

 

 

A mi suegro, donde quiera que esté.

Sé que él me habría dado un paraguas rojo

para cobijarme, para cobijarnos.

 

 

 

 

 

 

ELEGÍA A RAMÓN SIJÉ

 

A las aladas almas de las rosas

del almendro de nata te requiero,

que tenemos que hablar de muchas cosas,

compañero del alma, compañero.

 

MIGUEL HERNÁNDEZ
 (Orihuela, Alicante, España, 1910-1942)

 

Contenido

Portadilla

Créditos

Cita

Dedicatoria

Cita

 

Prólogo

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Epílogo

 

PRÓLOGO

 

Felipa, a pesar de su ancianidad, tenía una belleza serena, aunque su carácter huidizo y desarraigado le daba a su faz un toque de frialdad marmórea. Aquella mañana arrastraba su cuerpo delgado, casi famélico, por las baldosas húmedas, vetustas y desiguales que conducían al establo. Caminaba en silencio, cabizbaja y renqueante, ensimismada en el sentido de las palabras que, haciendo un gran esfuerzo ocular, había conseguido leer. De vez en cuando se paraba y, tomando el escapulario que colgaba de su cuello, susurraba una especie de plegaria.

Su vedeja, de un color ceniciento, se mecía en el aire, en la frialdad del albor. El cántaro de latón parecía querer escapar del balanceo enfermizo de su añosa mano. Su buen estado había sido mantenido por aquella anciana a la que la vida se le escapaba. Por ello, aquella alcuza que había llevado la leche recién ordeñada de la mejor vaca del establo durante años, aquella mañana parecía negarse a acompañarla. Era como si dentro de ella hubiese raciocinio. Como si tuviese la certeza de que aquella aurora sería la última en la que el sol haría brillar su cuerpo de metal.

Felipa miró el campo cubierto de rocío y suspiró. Con la cabeza gacha retiró la tranca y entró en el cabañal. El olor del heno y la alfalfa atenuaba el hedor de los excrementos. El ganado, que ahora estaba compuesto por cinco cabezas, no se asemejaba en nada a la vacada que, tiempo atrás, había constituido la fuente de ingresos de su numerosa familia.

—¡Cómo he podido dejar que suceda! —murmuró, al tiempo que tomaba asiento en el viejo taburete para ordeñar una de las reses—. ¡Cómo he podido estar ta

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